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Ficha Técnica del Libro - Índice - Autor: Prudencio García
ÍNDICE del Capítulo 1
1.1. Propósito de nuestro modelo analítico 1.2.1. Principio de limitación imperativa 1.2.2. Principio de autolimitación moral 1.2.3. Principio de concordancia imperativo-moral 1.3.1. Graves riesgos de la falta de "concordancia imperativo-moral" Principios básicos de la moral militar democrática 1.4.1. El recto concepto de la disciplina militar 1.4.1.1. Repercusión del modelo de disciplina en el respeto o violación de los derechos humanos a) El nocivo concepto de ‘obediencia debida’ b) El correcto concepto de ‘disciplina estricta dentro de la ley’ 1.4.2. El recto concepto del honor militar a) Ejemplo de un nocivo concepto del honor, todavía vigente en ciertos Ejércitos de hoy b) Los Derechos Humanos, núcleo básico de un recto concepto del honor militar 1.4.3. El recto concepto del espíritu de cuerpo a) Dos modelos genéricos de entender el corporativismo militar b) Consecuencias de cada uno de estas dos formas de entender el espíritu de cuerpo b) Otros factores más frecuentes, capaces de configurar un negativo y peligroso vector social a) La posición negacionista frente a los grandes crímenes colectivos históricamente registrados c) Los necesarios límites de la ‘peculiaridad’. Reafirmación de la Justicia Universal
Esquema sinóptico
del modelo Imperativo-Moral (I-M)
1.1. PROPÓSITO DE NUESTRO MODELO ANALÍTICOEl modelo sociológico-militar que aquí nos proponemos definir, desarrollar y aplicar -al que asignaremos el nombre de “Modelo Imperativo-Moral" (I-M en designación abreviada)-, constituye un instrumento analítico y valorativo que permite:1. Analizar los principales factores sociológicos que generan y determinan las graves violaciones de derechos humanos cometidas en numerosos países por la institución militar.2. Determinar y concretar las acciones y reformas, principalmente legislativas, educativas y doctrinales, que permiten reducir drásticamente dichas violaciones de derechos humanos en los comportamientos de los Ejércitos.3. Analizar, prever y gestionar las más graves dificultades surgidas durante las transiciones a la democracia en las relaciones Ejército-Sociedad, como consecuencia de los comportamientos militares producidos antes y durante dichos procesos de transición.Nuestros pasos en este Capítulo serán los siguientes:
Desde que, hace ya 2.500 años, Platón escribió "La República", las sociedades civilizadas se han planteado el problema derivado de la existencia de una institución armada -el Ejército- dentro de una sociedad civil desarmada -porque confió sus armas a dicha institución-. Ello, ya desde entonces, engendraba una doble y peligrosa posibilidad: a. Que esa institución armada se pusiera al servicio de un sector social determinado, poniendo toda su fuerza al servicio de los intereses de dicho sector, imponiendo tales intereses al resto de la sociedad. b. Que ese sector social armado se apoderase directamente de toda la sociedad, imponiendo a toda ella sus intereses y criterios, utilizando para ello las armas que la propia sociedad le entregó para otra finalidad muy distinta: su defensa frente a un enemigo exterior. Seis siglos después de Platón, ya en el siglo I d.C., al debatirse en el Senado de Roma la conveniencia de desplegar en las fronteras naturales del imperio (Rhin, Alpes, Danubio) un adecuado número de legiones bien entrenadas y equipadas, a modo de vigilantes frente a cualquier amenaza de ataque exterior, Juvenal formuló su célebre pregunta: Quis custodiet ipsos custodes? ¿Quién vigilará a esos vigilantes? ¿Quién mantendrá bajo control a esas fuerzas, impidiendo que –por ejemplo- se apoderen del Imperio, sometiéndolo a cualquier tipo de dictadura, o entregando el poder al dirigente o al sector social que consideren más ventajoso para su propio interés? La Historia nos ha ofrecido, a lo largo de los siglos, abundantes ejemplos que han justificado plenamente las viejas preocupaciones de Platón y de Juvenal. Aquel ¿Quién vigilará a los vigilantes? ha conservado su vigencia más de lo que quisiéramos, y sin necesidad de remontarnos más atrás, ahí tenemos una época histórica tan reciente como los años 70 del siglo XX, en la que todos los países latinoamericanos -y muchos otros en diferentes lugares del mundo- pudieron comprobar, y sufrir en sus propias carnes, hasta qué punto aquella grave pregunta, formulada tantos siglos atrás, conservaba su plena y preocupante significación. Hoy día, las sociedades desarrolladas resuelven este problema por tres vías igualmente necesarias, simultáneas y complementarias. Se trata de los que podríamos llamar los tres grandes principios de la Sociología Militar en cuanto a la relación Ejército-Sociedad: -Principio de "limitación imperativa". (*) -Principio de "autolimitación moral". (*) -Principio de "concordancia imperativo-moral".
A continuación pasamos a considerar estos tres principios, que, como veremos, se hallan estrechamente correlacionados entre sí.
1.2.1. PRINCIPIO DE "LIMITACIÓN IMPERATIVA" El primero de tales principios es el de "limitación imperativa", que puede definirse así: todo Ejército, y todos los miembros que lo componen, están sometidos en su comportamiento a un conjunto de limitaciones impuestas por el bloque de leyes y normas de obligado cumplimiento. Normas que van, desde la Constitución en primer término, leyes orgánicas y ordinarias, decretos, decretos-leyes, etcétera, incluyendo el Código de Justicia Militar, hasta llegar a las últimas ordenanzas y reglamentos de la institución. Por supuesto que los Tratados Internacionales suscritos por cada Estado (Convenios de Ginebra, etc.), forman también parte insoslayable de esta limitación imperativa que sus militares están obligados a cumplir. Se trata, por tanto, de un amplio conjunto de normas de diverso ámbito, todas legalmente establecidas, a las que todos los militares están sometidos y obligados, y que incluyen su correspondiente aparato coercitivo y punitivo (Código de Justicia Militar o Código Penal Militar), concebido para castigar a quienes las quebranten por acción u omisión. Este denso conjunto de normas limita imperativamente el comportamiento de los militares, al establecer legalmente lo que éstos pueden y lo que no pueden hacer. En toda sociedad democrática, esta limitación imperativa, establecida por las leyes, debe estar configurada –y habitualmente lo está- de forma que garantice los elementos siguientes: a) Subordinación de la institución militar al poder político emanado de las urnas en elecciones libres, aceptando tal poder como legítimo representante de la soberanía popular. b) Apartidismo de los Ejércitos -posición al margen de los partidos-, limitación obligada para la institución militar, única forma de que ésta permanezca al servicio de toda la sociedad. c) Respeto a los derechos humanos por parte de la institución militar, mediante el cumplimiento de las Leyes nacionales e internacionales, de los preceptos del Derecho de la Guerra y del Derecho Humanitario Internacional.
1.2.2. PRINCIPIO DE "AUTOLIMITACIÓN MORAL" El segundo principio es el de "autolimitación moral", y puede definirse como sigue: todo Ejército, y todos los miembros que lo componen, están sometidos en su comportamiento a un conjunto de limitaciones surgidas de sus propias convicciones morales. Convicciones que se configuran como resultado de todo el aprendizaje moral y doctrinal que sus miembros han ido recibiendo a lo largo de su formación: familia, escuela, colegio, instituto o universidad, y, muy especialmente, en las academias y escuelas militares, así como en los ulteriores cursos de posgrado recibidos durante toda su vida profesional, y también en aquellas vivencias personales o colectivas capaces de configurar en el sujeto algún tipo de convicción moral. Esta formación, en los Ejércitos de las sociedades democráticas, se desarrolla de tal forma, y con tales contenidos, que configura en el ánimo y la conciencia de sus militares profesionales una fuerte autolimitación: la de renunciar voluntariamente a toda acción antidemocrática, a todo intento de golpe de Estado, y a toda violación de los Derechos Humanos, pero ya no sólo porque así se lo ordene la Constitución, ni porque así lo dispongan las leyes orgánicas y las ordinarias, ni porque así lo establezcan obligatoriamente los códigos y reglamentos –todo lo cual ya está incluido en su limitación imperativa-, sino, precisamente, porque las propias convicciones profundas de los militares, y sus propios principios morales, y sus más íntimos sentimientos patrióticos, religiosos o filosóficos, fuertemente arraigados en su espíritu y en su conciencia, les impiden cometer cualquier acción antidemocrática o cualquier exceso violatorio de los derechos humanos. Comportamientos que son rechazados por el militar no sólo por obligación sino por profunda convicción, cuando esta autolimitación moral está correctamente formada.
1.2.3. PRINCIPIO DE "CONCORDANCIA IMPERATIVO-MORAL" El tercer principio es el de “concordancia imperativo-moral”, y puede definirse como sigue: todo Ejército, y todos los miembros que lo forman, necesitan, de forma imprescindible, que exista una adecuada coincidencia entre los contenidos básicos respectivos de su limitación imperativa y su autolimitación moral. Es decir: resulta necesario que el conjunto de conceptos, convicciones y sentimientos que deben nutrir la autolimitación moral de los militares concuerden lo más posible con el contenido del bloque de normas, leyes y decretos que establecen su limitación imperativa. Esta coincidencia entre “lo imperativo" –las normas- y "lo moral" –las convicciones-, coincidencia que ha de ser, si no total, sí suficiente, resulta imprescindible para el funcionamiento armónico Ejército/Sociedad. De hecho, cada tipo de sociedad, cada régimen político, inculca a sus militares un tipo de formación -basado en ese bloque de conceptos que suele llamarse una "doctrina"- concordante con los valores del tipo concreto de sociedad que han de defender. En efecto, tan disparatado sería imaginar un Ejército norteamericano mandado por jefes y oficiales de formación y convicciones comunistas, como imaginar a aquel Ejército soviético de los años de la Guerra Fría mandado -hipotéticamente- por profesionales de firmes convicciones basadas en la plena libertad política, el pluralismo, la economía de mercado, la libre competencia, etc. Un Ejército con tales convicciones no hubiera podido servir a una sociedad comunista, ni un Ejército norteamericano metódicamente educado en el comunismo teórico hubiera podido -en términos igualmente hipotéticos- ocuparse de la defensa de una sociedad ultracapitalista como la suya. Sin necesidad de recurrir a hipótesis tan extremas y tan escasamente imaginables, cabe afirmar que, de forma general, la coincidencia entre las normas obligatorias (limitación imperativa) y las convicciones profundas de los militares (autolimitación moral) se impone como factor sociológicamente ineludible desde el punto de vista funcional. Evidentemente, también las sociedades democráticas necesitan esa misma concordancia para conseguir la necesaria estabilidad y consolidación.
Todos los regímenes políticos -sean democráticos o no- necesitan inculcar a sus militares unas convicciones concordantes con los principios básicos del tipo de sociedad que pretenden establecer y conservar. Evidentemente, las dictaduras también necesitan esa coincidencia entre su limitación imperativa y su autolimitación moral: también ellas se ocupan de inculcar en sus militares, por vía doctrinal, unas convicciones totalitarias, concordantes con sus normas y leyes igualmente totalitarias y dictatoriales, que tratan de establecer y hacer cumplir. Así, Hitler necesitaba un Ejército fiel a sus consignas nazis y antisemitas, radicalmente antidemocráticas, y por ello se ocupó, entre otras cosas, de formar un núcleo militar tan adicto ideológicamente como las SS, mientras Stalin, por su parte, necesitaba un Ejército marxista-leninista, por lo que, a su vez, se ocupó de fortalecer, a través de la Academia Político-Militar Lenin (*), el cuerpo del "Comisariado político", formado por generales, jefes y oficiales encargados de mantener la más pura ortodoxia comunista dentro de la institución militar.
De hecho, si hay un tipo de sociedad que requiere más que ningún otro del cumplimiento de ese principio de concordancia imperativo-moral, ése corresponde precisamente a la sociedad de modelo democrático. Dada la gran complejidad de las sociedades democráticas -con su extremo pluralismo en cuanto a credos ideológicos, políticos y religiosos, su gran amplitud de derechos reconocidos (no sólo libertades de expresión, reunión y asociación, sino también derechos de huelga, manifestación, crítica prácticamente ilimitada, etcétera), así como su continuo y natural forcejeo entre intereses sociales contrapuestos-, esta inevitable conflictividad interna hace a este tipo de sociedades más vulnerables frente a un Ejército que no tenga sólidamente estructurada su autolimitación moral. Es decir, que no tenga asumida la democracia por convicción, de una forma reflexiva y suficientemente concordante con la limitación imperativa impuesta por las leyes democráticas. En efecto, todas las sociedades democráticas, precisamente para conseguir que sus relaciones civiles-militares sean las correctas, se ocupan de ambos principios a la vez: se ocupan de situar a sus Fuerzas Armadas dentro de una correcta limitación imperativa, establecida por la Constitución y las demás leyes; y se preocupan también, simultáneamente, de dotar a sus militares de una adecuada autolimitación moral, proporcionándoles una formación académica e inculcándoles unas convicciones morales y un tipo de patriotismo basados en una alta estimación de los valores democráticos y de los Derechos Humanos, como valores superiores que el Ejército debe asumir, respetar y defender.
1.3.1. GRAVES RIESGOS DE LA FALTA DE CONCORDANCIA IMPERATIVO-MORAL. En caso de no existir tal concordancia, sino una fuerte discordancia entre el bloque de sentimientos y convicciones predominantes en los militares -por una parte- y el bloque de decisiones que el poder democrático va produciendo y convirtiendo en leyes y normas -por otra-, en tal caso, la institución militar se convierte en un órgano gravemente "disfuncional", es decir, capaz de perturbar las funciones vitales del Cuerpo Social -el conjunto de la sociedad- hasta el extremo de hacer imposible su funcionamiento armónico, pudiendo llegar a arrastrarlo a las más graves formas de crisis y enfrentamiento social. Si una sociedad es -o pretende llegar a ser- democrática, pero el Ejército discrepa intensamente de las leyes y decretos que el poder político democráticamente elegido va promulgando, la vida de esa democracia está gravemente amenazada. Más aún: ni siquiera es preciso que sea todo el Ejército el que discrepe, sino que basta que tal discrepancia se concentre en un sector de éste suficientemente significativo para que tal amenaza revista notable gravedad. Pues, en tales casos, no sólo la democracia, sino la propia convivencia y la propia paz peligran seriamente, pues esa grave discrepancia entre el poder militar y el poder político significa siempre un alto riesgo de pronunciamiento o insurrección militar, o de golpe de Estado propiamente dicho, o incluso -en el peor de los casos- el riesgo del más grave conflicto social: la guerra civil. De hecho, cada tipo de sociedad, cada régimen político, inculca a sus militares un tipo de formación -basado en ese bloque de conceptos que suele llamarse una "doctrina"- concordante con los valores del tipo concreto de sociedad que han de defender. En efecto, tan disparatado sería imaginar un Ejército norteamericano mandado por jefes y oficiales de formación y convicciones comunistas, como imaginar a aquel Ejército soviético de los años de la Guerra Fría mandado -hipotéticamente- por profesionales de firmes convicciones basadas en la plena libertad política, el pluralismo, la economía de mercado, la libre competencia, etc. Un Ejército con tales convicciones no hubiera podido servir a una sociedad comunista, ni un Ejército norteamericano metódicamente educado en el comunismo teórico hubiera podido -en términos igualmente hipotéticos- ocuparse de la defensa de una sociedad ultracapitalista como la suya. Sin necesidad de recurrir a hipótesis tan extremas y tan escasamente imaginables, cabe afirmar que, de forma general, la coincidencia entre las normas obligatorias (limitación imperativa) y las convicciones profundas de los militares (autolimitación moral) se impone como factor sociológicamente ineludible desde el punto de vista funcional. Evidentemente, también las sociedades democráticas necesitan esa misma concordancia para conseguir la necesaria estabilidad y consolidación.
Limitándonos, de hecho, a los últimos decenios, la historia reciente está llena de ejemplos reveladores de las directas y graves consecuencias derivadas de la falta de esa concordancia que hemos llamado "imperativo-moral". Es decir, de esa falta de coincidencia entre la limitación imperativa emanada de un determinado gobierno, cuyas leyes –por ejemplo- intentan establecer una democracia, y la autolimitación moral de sus militares, cuyas convicciones, profundamente opuestas a aquélla, hacen que el Ejército o un sector de éste acabe saltándose toda limitación y actuando contra aquél. Actuación que puede efectuarse en cualquiera de los diversos grados posibles, desde la fuerte presión corporativa de un pronunciamiento insurreccional hasta el verdadero golpe de Estado dirigido a la toma del poder. Los casos acumulados en países que intentaban establecer regímenes más o menos democráticos tras sus respectivas dictaduras, y cuyos Ejércitos trataron de impedirlo o de entorpecerlo porque las convicciones e intereses de un sector militar eran adversas a dicha democratización, nos ofrecen –en décadas bien recientes- un variado muestrario de actuaciones militares antidemocráticas. Entre ellas cabe señalar las de Argentina (cuatro insurrecciones militares entre 1987 y 1990, destinadas fundamentalmente a maniatar a su incipiente democracia para asegurarse la impunidad por los abominables crímenes de la dictadura); Filipinas (seis intentos de golpe militar, todos ellos sangrientos, en la década de los 80, contra el gobierno democrático de Corazón Aquino); España (tres intentos golpistas entre 1978 y 1982, especialmente el más grave, producido el 23 de febrero de 1981, contra el gobierno democrático de la UCD); Rusia (intento de golpe involucionista en 1991 con implicación militar y civil, contra la “perestroika” de Gorbachov); y Haití (golpe militar con derrocamiento presidencial, también en 1991, contra el primer régimen democrático tras la larga y terrible dictadura de la dinastía Duvalier). Casos, todos ellos, que constituyen otras tantas pruebas -en su mayoría trágicas y sangrientas, salvo el caso español citado- de lo muy vulnerable que resulta una sociedad cuando las convicciones e intereses de ciertos militares, por culpa de una deficiente autolimitación moral, tarada todavía de fuertes tendencias antidemocráticas, no concuerdan sino que chocan agudamente con la limitación imperativa, surgida de la nueva legalidad democrática que se trata de consolidar. Todos los casos recién citados –aunque bien diferentes entre sí- nos demuestran, en definitiva, la cruda realidad de este hecho sociológico: la considerable peligrosidad inherente a la falta de concordancia imperativo-moral en el estamento militar, como ingrediente que –cuando se da- amenaza en grado sumo la estabilidad social, poniendo en grave riesgo a la democracia, a los derechos humanos y a las correctas relaciones Ejército-Sociedad.
Una vez introducidos estos conceptos clave de nuestro modelo analítico, ya estamos en condiciones de responder, con el debido rigor, a la antigua pregunta de Juvenal, y a la aun más antigua inquietud de Platón. La respuesta de las modernas sociedades democráticas a la vieja cuestión de quién vigilará a los vigilantes no es otra que ésta, dividida en tres partes inseparables, igualmente necesarias, simultáneas y complementarias: 1. Los "vigilantes" (si llamamos así a los militares profesionales de hoy) son vigilados por la sociedad civil, a través de una adecuada limitación imperativa. Es decir, a través de un adecuado conjunto de leyes y normas firmemente establecidas, capaces de mantener a las Fuerzas Armadas en su correcta posición, debidamente subordinadas al poder democrático civil. 2. Los "vigilantes" se vigilan a sí mismos, a través de una adecuada autolimitación moral, fundamentada en una sólida formación de base democrática. Formación que les hace renunciar voluntariamente a actuaciones antidemocráticas o aniquiladoras de los derechos humanos, y que, a través de unos adecuados contenidos educativos, resulte capaz de inculcar en los hombres de armas unas profundas convicciones correctamente configuradas en lo militar, lo moral y lo social. Convicciones que han de estar basadas en la autocontención de su poder armado, y que también han de incluir, como pieza fundamental, la obligada subordinación militar al poder democrático civil. 3. Por último, los “vigilantes” se sienten no sólo vigilados y obligados por las leyes sino, también, suficientemente convencidos –incluso a veces sin llegar a estarlo totalmente- del acierto básico de tales leyes, gracias a la debida concordancia imperativo-moral. Concordancia que, entre otras cosas, les hace sentir la profunda certeza de que nunca deben actuar contra esa autoridad civil que les confía sus armas con una única finalidad: hacer frente a un hipotético enemigo exterior. Certeza y confianza proporcionadas por esa concordancia entre los contenidos de esas leyes de base democrática y de esas sólidas convicciones que reciben por vía educacional. Pero cuando esos “vigilantes” no encuentran su conducta regulada por unas normas válidas (es decir por una adecuada limitación imperativa) sino regida por unas normas nocivas, tiránicas, inmorales o antidemocráticas, o cuando su conducta no se ve correctamente autovigilada por unas sólidas convicciones morales propias, éticas y sociales (es decir, por una adecuada autolimitación moral) sino dominada por unas convicciones o unos intereses agresivamente adversos a las normas y leyes de la correcta limitación imperativa, entonces la concordancia entre lo imperativo y lo moral salta por los aires, y los antes llamados “vigilantes” pueden entregarse a toda clase de excesos contrarios a la ley y a la moral, atropellando injustamente, en todos los grados posibles, a amplios sectores de su propia sociedad, o asumiendo comportamientos criminales en un conflicto, sea interno o internacional.
Siguiendo con la presentación de nuestro modelo sociológico-militar, y entrando ya de lleno en su aspecto más directamente decisivo en materia de derechos humanos, vamos a exponer aquellos principales factores endógenos (generados por la propia institución) que nutren el ethos castrense, y, por tanto, que afectan de lleno –entre otras cosas- a la vulneración de los derechos humanos –o por el contrario a su adecuado respeto- por la institución militar. PRINCIPIOS BÁSICOS DE LA MORAL MILITAR DEMOCRÁTICAExisten tres principios o conceptos fundamentales que pueden considerarse básicos para el establecimiento de una correcta moral militar democrática: * El recto concepto de la disciplina militar. * El recto concepto del honor militar. * El recto concepto del espíritu de cuerpo. El anteponer el concepto modificativo de "recto concepto" resulta imprescindible, ya que, como veremos, se trata de conceptos -tanto la disciplina como el honor y el espíritu de cuerpo- que pueden presentar, y de hecho nos presentan en la vida real, interpretaciones y prácticas acertadas, frente a otras gravemente equivocadas, hasta el punto de resultar incompatibles con el funcionamiento de la institución militar en un marco democrático y de respeto a los derechos humanos. Examinemos a continuación cada uno de estos tres conceptos, desde la doble perspectiva –correcta y errónea- de la disciplina militar.
1.4.1. EL RECTO CONCEPTO DE LA DISCIPLINA MILITAR Como es bien sabido y aceptado, con toda independencia del régimen político y tipo de sociedad a la que sirva la institución militar, la disciplina es un valor básico sin el cual ningún Ejército podría funcionar, y ni siquiera existir. La institución militar implica, entre otras características inherentes, la necesidad de dar y obedecer órdenes que pueden conducir directamente a la muerte. La moral militar incluye como propio este deber, duro y dramático, pero ineludible: incluso las órdenes de ejecución más fatigosa y más peligrosa deben ser cumplidas. Este hecho, por trágico que sea -y en situación de guerra con frecuencia lo es-, resulta absolutamente real y enteramente necesario para los Ejércitos, con toda independencia del carácter democrático o dictatorial de su correspondiente sociedad. Este sentido militar de la disciplina, de plena obediencia incluso a las más duras órdenes, genera una de las tareas y responsabilidades más notables, y al mismo tiempo más comunes a todos los Ejércitos: la de formar moralmente a sus miembros, haciéndoles capaces de obedecer órdenes, de cara a la misma muerte en caso de necesidad. Existe, sin embargo, un aspecto fundamental de la disciplina que sí varía de unos Ejércitos a otros, dependiendo del nivel de desarrollo y consolidación democrática de su propia sociedad. Así vamos a verlo a continuación, al estudiar las agudas diferencias entre, por un lado, los conceptos aberrantes de "obediencia debida" y de “negación de responsabilidad” (o “responsabilidad no asumida”), ambos fuera de la ley, y, por otro, el correcto sentido de "disciplina estricta", basado en la obediencia dentro de los límites estrictos de la Ley. Las Fuerzas Armadas de los regímenes totalitarios, así como aquellos Ejércitos habituados a un alto grado de intervencionismo militar e históricamente acostumbrados a ejercer un desproporcionado peso en el conjunto de la sociedad, dentro de unos altos niveles de autonomía e impunidad, estos tipos de Ejércitos son habitualmente educados en un concepto de disciplina basado prácticamente en la obediencia ciega. Es decir, en el concepto usualmente llamado "obediencia debida" llevado hasta un extremo prácticamente ilimitado, incluyendo en él todo tipo de órdenes sin excepción, sin poder entrar en la más mínima consideración sobre su legalidad o ilegalidad, ni siquiera en el caso de resultar evidente su carácter delictivo, criminal o netamente anticonstitucional. Tal concepto parte de la base de que el responsable único y pleno de una orden y de las consecuencias de su ejecución no es otro que el jefe que la da, mientras que el subordinado que la ejecuta queda totalmente exento de responsabilidad ("eximente de obediencia debida"), por considerar que actúa en calidad de simple "brazo ejecutor" de un acto que no es fruto de su voluntad ni de su decisión, sino de la decisión y voluntad de su superior. El cual aparece como único responsable de dicha orden y de los resultados de su ejecución. Hay que señalar que este concepto de disciplina -vigente aún, de hecho, en no pocos Ejércitos de América Latina y de otras latitudes y culturas- es hoy día absolutamente rechazado por los códigos militares de los países democráticos, y enteramente reprobado por la moral militar occidental, como en seguida vamos a ver. A diferencia del anterior modelo de “obediencia debida” para todas las órdenes, dentro o fuera de la ley, la formación que se imparte a los militares en los Estados democráticos impone un tipo de mando y de disciplina que no sólo prohíbe al superior dar órdenes ilegales, sino también, en caso de que tales órdenes lleguen a ser dadas, prohíbe igualmente al subordinado obedecerlas. Este concepto -a la vez moral y jurídico- hace al subordinado, así como al superior, plenamente responsable por los crímenes, delitos o actos ilegales cometidos en el cumplimiento de tales órdenes, que nunca deben ser dadas ni cumplidas. Esta doble prohibición -la de dar y obedecer órdenes cuya ejecución conlleva cualquier tipo de delito o acción ilegal- aparece siempre redactada, en diferentes términos, por los códigos militares de los principales Ejércitos occidentales, como vamos a ver a continuación. Así, por ejemplo, en las Fuerzas Armadas del Reino Unido el "Manual of Military Law" dispone: "Si una persona que está obligada a obedecer a su superior recibe de éste una orden ilegal, está obligado a no cumplir tal orden, y, caso de hacerlo, caerá en la responsabilidad de haberlo hecho." En las Fuerzas Armadas de Alemania, el "Soldatengesetz" establece: "Una orden no debe ejecutarse cuando su cumplimiento comporte una acción contraria a la ley o una irregularidad." En el Ejército Francés, el Reglamento de Disciplina dispone a su vez: "El inferior que ejecuta una orden que comporta un acto ilegal previsto en el Reglamento, asume plenamente la responsabilidad penal y disciplinaria del mismo." (Por tanto, para no asumir esa responsabilidad penal, ha de abstenerse de cumplir la orden en cuestión). En el Ejército Italiano, su Reglamento de Disciplina dice: "El deber de obediencia es absoluto, salvo los límites establecidos por las leyes penales." (Por tanto, más allá de tales límites no existe dicho deber de obediencia y subordinación). En las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, el Reglamento prescribe: "Toda persona que presta servicio militar está obligada a ejecutar rigurosamente y con prontitud las órdenes legítimas de sus superiores." (Quedan, por tanto, excluidas las ilegítimas). A su vez, la “Law of Land Warfare”, también del Ejército estadounidense, establece: “El hecho de que la ley de guerra haya sido violada cumpliendo órdenes de una autoridad superior, sea militar o civil, no priva al acto en cuestión de su carácter de crimen de guerra, ni constituye una base para la defensa en juicio de un acusado, a menos que éste no supiera, ni pudiera razonablemente esperarse de él que supiera, que tal acto era ilegal.” (Por tanto, aquellos actos cuyo carácter criminal es público y notorio, legalmente tipificado y sobradamente conocido como tal en el ámbito militar, son juzgados como tales actos criminales, y para ellos no sirve como argumento de defensa el haber obedecido al superior). (*)
En cuanto a las Fuerzas Armadas españolas, las Reales Ordenanzas de 1978 incluyen dos importantes artículos: Art. 34: "Cuando las órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente sean contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra la Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas; en todo caso asumirá la grave responsabilidad de su acción u omisión." Art. 84: "Todo mando tiene el deber de exigir obediencia a sus subordinados y el derecho a que se respete su autoridad, pero no podrá ordenar actos contrarios a las leyes y usos de la guerra o que constituyan delito." Por otra parte, el vigente Código Penal Militar español (1985) ratifica plenamente este criterio jurídico al establecer, en su artículo 21: "No se estimará como eximente ni atenuante el obrar en virtud de obediencia a aquella orden que entrañe la ejecución de actos que manifiestamente sean contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra la Constitución." (Así, el subordinado que cumpla una orden delictiva no podrá invocar la obediencia debida, ni como eximente ni tan siquiera como atenuante del delito que cometió, al ejecutar una orden que nunca debió cumplir). Pensamos que este resumen -aunque forzosamente incompleto- es suficiente para subrayar un hecho capital, que es el siguiente: en oposición al concepto de "obediencia debida" para todo tipo de órdenes -por muy delictivas que puedan ser-, la doctrina vigente en los Ejércitos del ámbito democrático occidental impone la desobediencia legítima a aquellas órdenes cuya ejecución conlleva cualquier acción ilegal o criminal. Otro tipo gravemente degenerativo de la disciplina (del que, por desgracia, tenemos notables ejemplos históricos) es el que se manifiesta en aquellos jefes que, habiendo ordenado o permitido a sus subordinados graves crímenes y excesos abominables prolongados a lo largo del tiempo, después, cuando se les exigen judicialmente las responsabilidades inherentes a su autoridad, alegan que ellos no ordenaron aquellos crímenes, sino que éstos se debieron a excesos incontrolados de sus subordinados, que los cometieron ‘por su cuenta’, sin que ellos tuvieran ‘nada que ver’. He aquí otra de las formas más bajas e innobles de quebrantar el concepto del mando militar. En efecto, entre las funciones ineludibles del mando figura la de controlar las actuaciones que se desarrollan bajo su autoridad (“En su desempeño nadie podrá excusarse con la omisión o descuido de sus subordinados”, dice sabiamente la norma militar española, Art. 79 de las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas, de 1978, estableciendo un precepto que en realidad es común a todos los Ejércitos, pero que a veces resulta pisoteado por jefes indignos del mando que ejercen). Ni siquiera la delegación de funciones -cuando está justificada- exime al mando de esa responsabilidad de control en cuanto al comportamiento criminal de los subordinados. Como ejemplo destacado de esta degeneración de la disciplina, y de la repercusión que tuvo –y que mantiene- sobre el derecho internacional, citaremos un caso concreto, correspondiente a la Segunda Guerra Mundial. Tras la invasión de Filipinas, las fuerzas japonesas de ocupación cometieron toda clase de excesos criminales contra los prisioneros y contra la población civil. Finalizado el conflicto, su jefe en el archipiélago, el general Tomuyuki Yamashita, compareció ante un tribunal militar (Manila, 1945) que le declaró “responsable de las atrocidades cometidas por sus tropas contra prisioneros de guerra y civiles no combatientes, por cuanto tenía la obligación de evitarlas, denunciarlas, investigarlas y sancionarlas, y sin embargo no lo hizo” (1). Yamashita fue condenado a muerte por el correspondiente consejo de guerra y ejecutado, como responsable de aquellos crímenes de lesa humanidad. Si él los ordenó, era directo responsable de ellos. Si no los ordenó, pero permitió sistemáticamente que sus unidades los cometieran, era igualmente culpable, por criminal omisión. Este concepto jurídico, hoy conocido bajo el nombre de “doctrina Yamashita”, figura desde entonces incorporado a los principales instrumentos del actual derecho internacional. En efecto, tal como señala el profesor Hernando Valencia Villa, “el actual derecho de gentes impone al jefe militar la obligación positiva de impedir, denunciar, investigar y sancionar las acciones u omisiones de carácter criminal que sean imputables a sus subordinados, so pena de incurrir él mismo en responsabilidad criminal internacional.” (2) Esta tipificación, que aparecía ya establecida desde 1977 en los Protocolos Adicionales a los Convenios de Ginebra de 1949 (Art. 86 del Protocolo I de 1977), fue también incluida y aplicada en el Estatuto del Tribunal Internacional de la Haya para la ex Yugoslavia de 1993 (Art. 7). Y, lo que es más importante para el futuro, este mismo concepto jurídico, la ya citada ‘doctrina Yamashita’, ha sido también incorporada al Estatuto de Roma de 1998 para el Tribunal Penal Internacional (Art. 28). Con ello, tal como subraya el mismo profesor Valencia Villa, “esta doctrina tiene ya la condición de precepto de ‘ius cogens’ o derecho internacional general de carácter obligatorio.” (3) Hoy, el concepto actual del mando exige del jefe militar un férreo control sobre la actuación de las fuerzas a sus órdenes, máxime en materia criminal. Y el moderno concepto de liderazgo incluye una fuerte autoridad moral sobre los subordinados, suficientemente intensa como para que mantenga su peso incluso en aquellas situaciones, sumamente frecuentes por otra parte, en que el jefe no está presente, pero en las que, incluso en su ausencia, su autoridad y fuerza moral deben prevalecer. 1.4.1.1. REPERCUSIÓN DEL MODELO DE DISCIPLINA EN EL RESPETO O VIOLACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOSEl concepto de "obediencia debida" -entendida prácticamente como obediencia ciega incluso más allá de los límites de la Ley-, tiene, entre otros, los dos siguientes efectos, ambos indeseables: * Facilita las intervenciones militares más anticonstitucionales, golpes de Estado incluidos, bajo la coartada de un falso deber de obediencia a las órdenes de los jefes golpistas, cuando la verdadera obligación sería la desobediencia legítima frente a la acción anticonstitucional. * También propicia en grado sumo el que se cometan todo tipo de violaciones de los Derechos Humanos, ya que, si un militar, sea cual sea su rango, da una orden -por muy criminal que sea, y por mucho que implique la ejecución de actos al margen de la Ley- nadie será capaz de evitar su cumplimiento. En efecto, en cualquiera de los dos casos, esta orden ilegal, e incluso claramente criminal, bajo este equivocado concepto de obediencia debida, será inmediatamente cumplida por todos los subordinados de los niveles de mando inferior, hasta llegar al nivel encargado de su ejecución, la cual se consumará sin que nadie lo pueda impedir. Por añadidura, todos esos subordinados saben que, incluso si un día fueran llevados ante un tribunal militar, siempre podrán protegerse bajo el principio de "obediencia debida". Así sucedió, por ejemplo, en Argentina, donde centenares de oficiales autores de miles de secuestros clandestinos, torturas y homicidios extrajudiciales pudieron -al amparo de la llamada Ley de Obediencia Debida- asegurar su impunidad con el argumento de que ellos cometieron tales crímenes porque "obedecieron las órdenes recibidas de sus jefes". Muy diferente, en cambio, es la situación de un Ejército imbuido de un correcto sentido de disciplina, que incluye, tanto en su educación como en sus códigos y reglamentos la desobediencia legítima para las órdenes delictivas o anticonstitucionales. De hecho, con este concepto de disciplina, cualquier jefe u oficial, por muy escaso que sea su respeto a la Constitución o a los derechos humanos, sabe muy bien que si él da órdenes para la ejecución de actos delictivos o anticonstitucionales, tales órdenes encontrarán una fuerte resistencia por parte de sus subordinados, que se mostrarán reacios a obedecerlas. Resistencia muy lógica, teniendo en cuenta que ellos también saben que, con arreglo a la Ley, en su día serán también procesados y castigados por los delitos que cometieron, sin que la supuesta "obediencia debida" les proporcione protección. Así, este concepto de disciplina, que incluye el derecho de "desobediencia legítima" -pese al carácter excepcional de tal derecho-, si ha sido debidamente asumido por vía formativa y legislativa, constituye un eficaz freno, tanto contra intervenciones anticonstitucionales y antidemocráticas -golpes de Estado incluidos- como contra violaciones de los derechos humanos que pudieran ser cometidas por la institución militar. Hasta tal punto es así que, de hecho, las dictaduras necesitan Ejércitos con un concepto de "obediencia debida" incluso al margen de la Ley; las democracias, en cambio, necesitan Ejércitos con un concepto de "disciplina estricta", es decir, siempre situada dentro de los límites estrictos de la Ley. Hay que subrayar, y nunca se repetirá bastante, que esa función de eficaz freno de los crímenes y violaciones de derechos humanos requiere los dos requisitos recién señalados: la vía legislativa y la formativa. No basta en absoluto que ese correcto concepto de ‘disciplina estricta dentro de la ley’ haya sido incorporado a las leyes (limitación imperativa). También resulta imprescindible que haya sido plenamente asumido e incorporado a las convicciones (autolimitación moral), por vía educativa, a través de un sólida formación. Caso de faltar las sólidas convicciones morales, la simple limitación imperativa de las leyes resultará radicalmente insuficiente, y las violaciones de derechos humanos surgirán cuando se produzcan conflictos de suficiente gravedad. El trágico caso de Guatemala, que en los capítulos siguientes estudiaremos en profundidad, nos demostrará hasta qué punto una buena limitación imperativa puede resultar barrida y aniquilada por una deficiente autolimitación moral.
1.4.2. EL RECTO CONCEPTO DEL HONOR MILITAR
Examinaremos a continuación otro concepto que, junto a la disciplina, forma parte del núcleo de valores básicos de la moral militar. Concepto que, al mismo tiempo, desempeña un importante papel en las relaciones Ejército-Sociedad, propiciando -como veremos- que éstas sean correctas y mutuamente respetuosas o, por el contrario, haciendo que se produzcan graves -y hasta dramáticas- consecuencias en esa relación. Nos referimos al concepto del "honor militar", que, al igual que vimos en el concepto de disciplina, también puede dar lugar a comportamientos muy diferentes, positivos o negativos, dependiendo del tipo concreto de valores en los que se sustenta. Existen formas de entender el honor militar que dan lugar a excelentes comportamientos militares en materia de derechos humanos; pero existen igualmente -como veremos también- otras formas de entender el honor y la moral militar que, por su carácter gravemente desviado, generan numerosas violaciones contra esos mismos derechos.
a) Ejemplo de un nocivo concepto del honor, todavía vigente en ciertos Ejércitos de hoy Cabe recordar antiguos conceptos del honor, ligados a factores sociales y culturales ya inexistentes, como aquella práctica de ‘batirse en el campo del honor’ (el duelo a muerte), que hoy vemos como grotesca y absolutamente superada, pero que tuvo un enorme arraigo en los ejércitos europeos hasta finales del siglo XIX. Sin embargo, por desgracia, no hace falta remontarse a épocas históricas, ni salirse del ámbito militar, para encontrar aún más aberrantes concepciones del honor que no pocas sociedades han tenido que padecer en época actual. Así, en la República Argentina, en abril de 1987, durante la insurrección encabezada por el entonces teniente coronel Aldo Rico en la Semana Santa de aquel año en las instalaciones militares de Campo de Mayo, pudimos ver a través de la televisión al oficial que actuaba como portavoz de los insurrectos, explicando así ante los periodistas el motivo de su rebelión: "El honor del Ejército Argentino no puede tolerar la comparecencia ante los jueces de nuestros compañeros, acusados de violación de los derechos humanos." He aquí un dañino y gravemente desviado concepto del honor, lamentablemente alejado de lo que constituye el verdadero honor militar, tanto a nivel individual como estamental. Los miles de secuestros clandestinos -absolutamente ilegales-, las bárbaras torturas de simples sospechosos, los tiros en la nuca a tantos miles de opositores a la dictadura, en su mayoría ajenos a toda violencia, fueron actos abominables que, pese a su evidente criminalidad -condenada como tal por los propios jueces de la Cámara Federal-, al parecer no lesionaban en absoluto el honor de la institución militar ni el de sus miembros implicados en aquella terrible represión, en la que todos los derechos humanos fueron atropellados de forma sistemática y brutal. En cambio, la presencia de sus autores citados ante los jueces competentes, esa sí que –según ellos- lesionaba de forma intolerable "el honor" de la Institución. Según aquel concepto del honor, aquella práctica sistemática de secuestros -detenciones ilegales-, aquellas aberrantes torturas con la picana eléctrica y otros instrumentos, aquellos miles de homicidios de personas previamente secuestradas y atrozmente torturadas en su calidad de opositores políticos o de simples sospechosos de terrorismo, eran actividades que, pese a su carácter inequívocamente delictivo –absolutamente situadas fuera de la ley-, podían ser desarrolladas por los militares –he aquí lo más terrible- sin que se considerase lesionado por ello el honor militar. Nos hallamos, pues, ante un concepto del honor mucho más aberrante, mucho más deforme y moralmente tergiversado que cualquier ejemplo histórico anterior. Se trata de un flagrante caso de desviación moral que resulta especialmente destacado y digno de atención por triple motivo: por corresponder a un fenómeno de nuestro tiempo, a una institución que es profesionalmente la nuestra, y a un país no sólo latinoamericano, sino -precisamente- el más culto y el de más directo ascendiente europeo de América Latina en su totalidad. Nocivo concepto del honor y de la moral militar, por el que la sociedad argentina tuvo que pagar tan terrible precio, bajo el pretexto de erradicar un tipo de terrorismo que hubiera podido y debido ser neutralizado y vencido -como en otros países- sin necesidad de inferir tan extensas y profundas heridas en el conjunto del cuerpo social. Todo ello, en gran medida, fruto de ese erróneo concepto del honor militar y de una grave desviación moral, que fue señalada en su momento por uno de los más caracterizados intelectuales del Ejército Español, el teniente general Juan Cano Hevia, quien, tras calificar este trágico fenómeno de "grave enfermedad estamental", escribió refiriéndose al caso argentino: "Algunos militares han envilecido su profesión, lo que nos duele a quienes la tenemos por noble y honorable, en Argentina y fuera de ella." (4) Es justo y obligado señalar, sin embargo, que este tipo de desviado honor militar no fue, en absoluto, exclusivo de aquel Ejército Argentino de los años 70 y 80, sino que, por desgracia, tal concepto estuvo ampliamente extendido -con mayor o menor intensidad- en numerosos Ejércitos latinoamericanos durante las repetidas dictaduras militares que, por aquellas décadas, se implantaron en la mayor parte de los países de la Región. Y, como veremos en los capítulos siguientes, también el Ejército de Guatemala, para gran desgracia de su sociedad civil, participó intensamente de esta aberrante concepción del honor, compatible con toda clase de atrocidades y de crímenes de lesa humanidad.
b) Los Derechos Humanos, núcleo básico de un recto concepto del honor militar A diferencia del penoso modelo que acabamos de recordar, en los Ejércitos de las sociedades democráticas, el concepto del honor se vincula estrechamente a la defensa de la Constitución y de los valores básicos que en ella se sustentan, y, muy especialmente, a los derechos humanos en particular. Esta vinculación entre derechos humanos y honor militar es tan estrecha en los Ejércitos democráticos que, de hecho, en tales Ejércitos, toda violación de los derechos humanos se considera un grave quebrantamiento del honor militar. En cambio, un Ejército cuyo concepto del honor no tenga nada que ver con los derechos humanos, considerando equivocadamente que la violación de éstos no afecta en absoluto a su honor, sino que el honor militar radica -por ejemplo- en la defensa cerrada de la institución frente a quienes la acusan de violación de tales derechos, un Ejército con ese degradado concepto del honor nunca puede mantener una correcta relación con su propia sociedad. Porque, en situaciones críticas, al despreciar los derechos humanos incurre inevitablemente en su violación, y cuando importantes sectores de la sociedad se lo reprochan y le pidan cuentas, se considera atacado y se cierra a la defensiva, considerando que su honor se ve amenazado por tal acusación. Lo cual establece un círculo vicioso de acusaciones mutuas que contribuye a envenenar la relación entre ambos estamentos, civil y militar. Por el contrario, un Ejército que asume un recto concepto del honor inseparablemente ligado al respeto a los derechos humanos, sólo por este hecho, puede decirse que ya ha suprimido uno de los más serios factores de temor, recelo y mal entendimiento entre la institución militar y muy amplios sectores de la sociedad.
1.4.3. EL RECTO CONCEPTO DEL ESPÍRITU DE CUERPO Al igual que los conceptos de la disciplina y el honor militar admiten -como ya hemos visto en páginas anteriores- formas gravemente erróneas y perjudiciales, pero también modelos altamente positivos y de efectos fuertemente beneficiosos para la profesión militar y para la sociedad, otro tanto sucede con el "espíritu de cuerpo": también éste admite interpretaciones positivas y negativas, como inmediatamente vamos a ver. En principio, el "sentimiento corporativo" o "espíritu de cuerpo" puede definirse sociológicamente como un sentimiento común a ciertas profesiones o grupos sociales que, por presentar características muy marcadas, experimentan una doble percepción: por un lado, un cierto sentimiento diferenciador respecto al resto de la sociedad, y, por otro, unos fuertes lazos de cohesión interna –compañerismo, lealtad mutua, intereses comunes- dentro del citado grupo social o profesional. Este sentimiento corporativo es bastante frecuente en ciertas instituciones armadas, como los Ejércitos y los cuerpos de Policía, y también en otras profesiones civiles, tales como la clase médica, los notarios, arquitectos, etc., así como en ciertos cuerpos de elite de la administración. Como características más generales del "corporativismo" pueden señalarse las siguientes: · Mantenimiento de los lazos de cohesión interna del colectivo estamental. · Reafirmación de sus peculiaridades diferenciales como grupo social. · Defensa vigorosa -a veces excesivamente vigorosa- de sus intereses estamentales frente a los demás grupos y estamentos de la sociedad. · En ciertas situaciones, estas características se acentúan hasta el extremo de resultar dañinas para el conjunto de la sociedad e incompatibles con los intereses del bien común.
a) Dos modelos genéricos de entender el corporativismo militar El Ejército, por sus características peculiares, puede considerarse como una de las instituciones más proclives a desarrollar fuertes sentimientos corporativos. Sin embargo, cabe considerar dos modelos muy diferentes de entender y defender desde dentro, corporativamente, a la institución militar. Se trata, como vamos a ver, de dos modelos contrapuestos, que pueden darse y se dan en la realidad, pero que también admiten niveles intermedios, con diversos grados de intensidad.
Este primer modelo de corporativismo se basa en considerar que el Ejército es un colectivo que, para defender sus valores e intereses, debe permanecer fuertemente unido, por encima del Bien y del Mal, especialmente frente a los hipotéticos ataques procedentes del ámbito civil. Se trata de un concepto de la institución como bloque defensivo cerrado, con razón o sin ella, frente a todo tipo de crítica o frente a toda exigencia de responsabilidades, por muy justificadas que estén, procedentes de otros sectores de la sociedad. Esta actitud corporativa se manifiesta, muy especialmente, cuando algunos miembros de la institución militar incurren en algún grave delito penado por las leyes. En tales casos, la reacción corporativa es de cerrada defensiva. Se niega toda participación de los implicados en los hechos, se trata de impedir cualquier investigación, y si ésta no puede evitarse, se dificulta al máximo, negando cualquier colaboración voluntaria y entorpeciendo cualquier aportación obligatoria. En sus vertientes más extremas y dañinas, se suprimen o falsifican las pruebas, se amenaza a jueces, fiscales, abogados y testigos, se elimina a policías que avanzan demasiado en su investigación, como podremos ver en el Capítulo 3 al estudiar los grandes crímenes de Estado perpetrados en Guatemala (casos Mack, Carpio y Gerardi). El argumento defensivo de quienes practican este modelo de corporativismo, para impedir que los militares violadores de derechos humanos sean castigados, viene a ser éste: "Puede que hayan hecho algo mal, incluso muy mal, pero siguen siendo nuestros compañeros, y no vamos a permitir que gente de fuera de la institución les venga a juzgar o a castigar. Tenemos que protegerles y defenderles, a pesar de lo que han hecho. Esa es la forma de defender al conjunto de nuestra corporación, impidiendo toda intromisión exterior." Los elementos básicos de este nocivo concepto del espíritu de cuerpo son: · Un compañerismo mal entendido, de carácter inmoral precisamente por situarse por encima del Bien y del Mal, al encubrir -y por tanto propiciar- muy graves delitos en aras de una supuesta defensa de la institución. · Una errónea valoración de la autonomía de la institución, como cuerpo independiente que no tiene que rendir cuentas ante la sociedad de su propio país ni ante la comunidad internacional.
Este segundo modelo del espíritu de cuerpo parte de la consideración de que el Ejército es una corporación formada por individuos moralmente selectos, con un alto nivel ético y un sano concepto del honor inseparablemente unido al respeto a los derechos humanos. En ese tipo de institución no puede entrar ni permanecer cualquier individuo con la certeza de que su permanencia en ella está siempre asegurada, por grandes que sean las barbaridades que pueda cometer. Al contrario: la institución parte del hecho realista de que, en todo colectivo numeroso, siempre puede aparecer alguien que no tenga la talla moral exigida a sus miembros, pero que, en tales casos, esos miembros indignos deben ser expulsados por la propia institución. En tales situaciones, la corporación se defiende de una forma muy diferente a la del modelo anterior: los sospechosos de haber cometido delitos son investigados, y los que resultan culpables son castigados y, sobre todo, separados del cuerpo. Éste, el propio cuerpo, es el primer interesado en que así sea, no sólo por ser ésta la solución exigida por la moral militar, sino también por considerar –incluso egoístamente- que así defiende con mayor eficacia sus intereses como corporación. Los ingredientes básicos de este recto concepto del espíritu de cuerpo son: · Un alto nivel de exigencia en materia de moral y honor militar, basado en que toda violación de los derechos humanos constituye una violación del honor que, corporativamente, no puede ser tolerada por la institución. · La certeza de que todo miembro que cometa graves delitos de cualquier género, en el área de los derechos humanos o en cualquier otra, no debe ser protegido ni encubierto, sino juzgado, sentenciado y separado de la institución.
b) Consecuencias de cada uno de estas dos formas de entender el espíritu de cuerpo El primer modelo de los dos que acabamos de considerar produce los siguientes efectos: · Grave quebranto de la justicia, al resultar imposible procesar y sentenciar a los autores de muy graves delitos cometidos por algunos –o por muchos- miembros de la institución. · Arraigo de un fuerte sentimiento de impunidad en los miembros de la institución, al saber que incluso si cometen graves delitos serán protegidos y encubiertos por el bloque corporativo, haciendo prácticamente imposible su castigo. · Daño para toda la institución, ya que, al negarse ésta a individualizar a los culpables de los delitos cometidos por sus miembros, el daño y el desprestigio recae sobre toda la corporación, al aparecer como colectivamente culpable ante la sociedad y ante la comunidad internacional.
El segundo modelo, en cambio, basado en un sano espíritu de cuerpo, de alta exigencia moral para todos sus miembros, produce efectos muy diferentes: · Al ser individualizados, procesados y condenados los culpables de los delitos que hayan sido cometidos por miembros de la institución -y absueltos los declarados inocentes de tales delitos- se consigue algo tan importante en cualquier democracia como es hacer justicia, bajo el principio básico de "igualdad ante la Ley". · Al estar seguros todos los miembros de la institución de que cualquiera de ellos que cometa un delito no será protegido ni encubierto por el bloque corporativo, sino arrestado, juzgado y sentenciado, queda suprimida la nefasta noción de "impunidad", propiciadora de tantos delitos en algunos cuerpos armados, en épocas en que podía considerarse garantizada esa impunidad institucional. · Al resultar evidente que el propio Ejército es el primer interesado en individualizar, procesar, castigar y expulsar a sus miembros indignos, la institución salva su prestigio ante su propia sociedad y ante la comunidad internacional. Conclusión: las Fuerzas Armadas de las sociedades democráticas asumen este segundo modelo -el recto y exigente espíritu de cuerpo- rechazando por completo al primero -el nocivo sentido corporativista, conducente a la impunidad-, que en décadas anteriores, y con diversas variantes, tuvo amplia implantación en prácticamente todos los Ejércitos latinoamericanos. Hoy día, ninguna sociedad democrática sólidamente establecida toleraría en su seno la presencia de un Ejército que tratase de asegurar la impunidad corporativa de sus miembros, quebrantando con ello el principio básico de igualdad ante la ley.
1.5. FACTORES CONDICIONANTES EXÓGENOS: DECISIVAS INFLUENCIAS DE PROCEDENCIA EXTERNA, QUE INCIDEN INTENSAMENTE SOBRE LOS COMPORTAMIENTOS DE LOS EJÉRCITOS EN MATERIA MORAL: EL "VECTOR SOCIAL" Y EL "VECTOR INTERNACIONAL" Como ingredientes de gran influencia sobre la configuración de la limitación imperativa y la autolimitación moral y, por tanto, también de la concordancia imperativo-moral -o de la falta de ella-, aparecen los siguientes elementos exógenos, es decir, actuantes desde fuera de la institución militar: · El vector social. · El vector internacional. En efecto, resulta ineludible tener en cuenta que los contenidos de los tres principios básicos tan repetidamente citados, según cada época y cada Ejército, pueden verse fuertemente afectados por estos dos factores de procedencia externa, que definimos a continuación. Llamamos vector social al conjunto de factores de influencia que actúan sobre el comportamiento de un determinado Ejército, procedentes del conjunto de su propia sociedad civil. Es, en definitiva, la influencia resultante de todo un conjunto de fuerzas de diverso tipo que, procedentes del cuerpo social, predominantemente civil, inciden, influyen o presionan, para bien o para mal –en todos los grados posibles, desde nulo hasta máximo- sobre los Ejércitos, condicionando igualmente sus comportamientos en cuanto a autolimitación, limitación imperativa y concordancia. Llamamos vector internacional al conjunto de factores de influencia que actúan sobre el comportamiento de un determinado Ejército, procedentes del ámbito internacional. Factores cuya influencia resultante altera en diverso grado -y a veces, como veremos, en grado máximo- la autolimitación moral de los militares, así como, a veces, su limitación imperativa, y, en todo caso, su concordancia imperativo-moral. Se trata de dos "vectores" que pueden actuar, y en muchos casos lo hacen intensamente, sobre la limitación imperativa –influyendo en las leyes- y, sobre todo, sobre la autolimitación moral de los militares, alterando, configurando y, en gran medida, determinando –una vez más, para bien o para mal- sus convicciones, impulsos, sentimientos y actuaciones. Se hace notar que esta poderosa influencia de ambos vectores, internacional y social, o de uno solo de ellos, sobre los sentimientos y convicciones de los militares, y, en definitiva, sobre sus comportamientos, se produce muchas veces al margen –e incluso en contra- de lo dispuesto por las normas de la limitación imperativa. En consecuencia, cualquiera de dichos “vectores” puede producir intensas perturbaciones e incluso muy graves colapsos en la concordancia imperativo-moral, como tantas veces, trágicamente, se ha podido comprobar. En efecto, en nuestra investigación sobre diferentes Ejércitos hemos podido comprobar hasta qué punto estos dos "vectores" han sido capaces de generar poderosos efectos -positivos o negativos, estabilizadores o desestabilizadores- sobre el comportamiento de las instituciones armadas, llegando, en los casos más negativos, a atropellar a su limitación imperativa –haciéndoles saltar por encima de su Constitución y demás normas- y, sobre todo, alterando dramáticamente la autolimitación moral de sus militares. O, lo que es lo mismo, afectando de lleno a su concordancia imperativo-moral, de la que depende, en última instancia, su comportamiento en materia de democracia y derechos humanos, y el núcleo de sus relaciones Ejército-Sociedad.
Por desgracia, se dan situaciones históricas en las que una determinada sociedad genera inmensas fuerzas destructoras, fruto de una determinada cultura suficientemente delirante, y de determinadas condiciones sociales que en un momento dado la propician. Tales fuerzas sociales, arrastradas por ese tipo de cultura surgida en una determinada sociedad, son capaces de ocasionar terribles cataclismos internos, que perturban los valores morales y sociales hasta límites inimaginables. Estas intensas perturbaciones afectan de lleno a las Fuerzas Armadas, que caen en una degeneración de su moral, su doctrina y sus comportamientos estamentales, lo que se traduce en una degradación de su limitación imperativa y –muy principalmente- en un absoluto colapso de su autolimitación moral. Como ejemplos extremos, extraídos de entre los más trágicos del siglo XX, recordemos un par de casos, demostrativos de los horrores que puede desencadenar el vector social. El primero, el caso de la cultura nazi y su explosiva irrupción en los años 30 en la sociedad alemana. Aquella cultura, aquella filosofía, aquella doctrina nazi, con sus agresivos conceptos racistas, sus leyes de exclusión y de mortífera limpieza étnica, tararon también –como no podía ser de otra forma- los valores morales del Ejército alemán. Para defender aquel régimen y servir al Estado nazi, aquel Ejército hubo de ser sometido a unas determinadas leyes e imbuido de una doctrina aniquiladora en materia de derechos humanos y comportamiento con el enemigo, tanto interior como exterior. Todo aquello significó que los militares alemanes recibieron el impacto de un venenoso vector social, procedente de su propia sociedad, que taró su limitación imperativa y, sobre todo, destrozó su autolimitación moral, propiciando los tremendos crímenes y genocidios perpetrados por aquel Ejército, y especialmente por sus unidades de las SS durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente entre 1941 y 1945. Como segundo ejemplo, recordemos otro vector social igualmente mortífero, surgido en otro lugar del mundo: el caso de la cultura de los Khmer o “jemeres rojos” en Cambodia. Entre 1975 y 1979, alrededor de una cuarta parte de la población de aquel país (actual Kampuchea) fue masacrada por el Ejército del también delirante régimen comunista allí imperante, encabezado por el sanguinario líder Pol-Pot. El exterminio de 1.700.000 personas fue perpetrado en gran parte con arma blanca (mediante el degüello sistemático, militarmente organizado, de las víctimas tendidas en largas filas, o a golpes de martillo en la cabeza, después de colocarlas arrodilladas en fila, al borde de grandes fosas), dada la filosofía de máxima austeridad del régimen y dada la inmensa cantidad de munición que hubiera sido necesario consumir para matar a tiros a tan enorme número de víctimas. Y todo porque un potente sector de aquella sociedad, caracterizado por el radicalismo izquierdista más extremo y demencial, que exigía el vaciamiento de las ciudades y el retroceso a una primitiva sociedad agraria (pasando por el exterminio de otros sectores sociales) se apoderó de aquel desgraciado país. Aquel devastador vector social determinó la conducta de aquel Ejército, barriendo hasta el último residuo de su autolimitación moral.
b) Otros factores más frecuentes, capaces de configurar un negativo y peligroso vector social Sin llegar a casos de vectores sociales tan extremos como los dos recién recordados, existen otros factores capaces de contribuir intensamente a la formación de un vector social sumamente negativo, capaz de tarar gravemente al Ejército que lo padece. Nos referimos a algunas tendencias firmemente arraigadas en no pocas sociedades, tales como: · El golpismo histórico que ciertos Ejércitos mantuvieron durante largos períodos, con su tendencia a la solución de las crisis mediante golpes de Estado militares, derribando incluso a admirables presidentes civiles (como ejemplos notables, esta vez argentinos, cabe citar los casos de Hipólito Irigoyen en 1930 y Arturo Illia en 1966, que no debieron ser derribados jamás, según reconocieron posteriormente algunos de los más destacados militares que participaron en su derrocamiento). · La gran dificultad, por parte de un poder civil democrático escasamente consolidado e inseguro de sí mismo, de asumir su propia supremacía sobre los Ejércitos, en sociedades históricamente habituadas a un alto grado de poder y autonomía de la institución militar. · La dificultad paralela, por parte de ciertos Ejércitos, de asumir y aceptar la necesaria supremacía del poder civil, al que menosprecian por estar históricamente habituados a la primacía de su propio poder militar, ejercido con altos niveles de autonomía, a la que no están dispuestos a renunciar. · La patética debilidad del aparato judicial y la arraigada impunidad estamental, que en ciertos países impiden procesar a los militares de graduaciones medias y altas, por muy graves que sean los delitos y las violaciones de derechos humanos que hayan podido cometer. · La práctica habitual del maltrato físico –tortura incluida- como tradición fuertemente establecida en algunas sociedades, práctica que, inevitablemente, se transmite también al Ejército como parte integrante de la misma sociedad. · La existencia de unas estructuras sociales demasiado desiguales –poderosa oligarquía, escasa y débil clase media, y muy extensas clases gravemente desatendidas, cuando no sumidas en la miseria-, estructuras cuyos sectores oligárquicos oponen siempre una considerable resistencia a los procesos de democratización, apoyándose para ello en sectores militares deseosos de mantener esa injusta estructura social (unas veces porque se benefician directamente de ella, y otras veces porque su carga ideológica, fuertemente reaccionaria, les hace rechazar cualquier reforma social tendente a mayores niveles de igualdad). · La contumacia de aferrarse todavía, en los centros superiores de enseñanza militar de ciertos países, a la reincidente impartición de los conceptos básicos de la vieja Doctrina de la Seguridad Nacional -con o sin este nombre-, porque la conservación de tales conceptos, incluso fuera ya de su época, les sigue resultando sumamente ventajosa a los sectores sociales que pretenden impedir toda transformación política o social.
Entre los factores integrantes del vector internacional que más han influido –en sentido positivo o negativo- sobre los comportamientos militares en los últimos tiempos, hay que destacar los siguientes, producidos en las últimas seis décadas, desde mediados del siglo XX hasta el momento actual: a) La positiva influencia de algunos instrumentos del Derecho Humanitario Internacional posteriores a la Segunda Guerra Mundial, tales como, entre otros, la Convención Internacional contra el Genocidio (1948), las Convenciones de Ginebra (1949), sus Protocolos Adicionales (1977), la Convención contra la Tortura (1984), etcétera, instrumentos que constituyen valiosos factores de atenuación de las violaciones de derechos humanos por los Ejércitos, tanto a través de su limitación imperativa (vigencia con rango de ley de tales Convenios) como de su autolimitación moral (enseñanza militar que incluya sus contenidos) en aquellos numerosos países que los tienen ratificados. b) La fuerte y negativa influencia de la denominada Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), fruto de la Guerra Fría entre los dos bloques capitalista y comunista, que prevaleció en aquel mundo bipolar tras la Segunda Guerra Mundial hasta 1989, y que constituyó un poderoso ingrediente del vector internacional para todos los Ejércitos latinoamericanos en las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo XX. Doctrina que, con el pretexto de constituir una barrera anticomunista, se convirtió en un factor gravemente antidemocrático e inmoral, al incluir, en su teoría y su práctica, la tortura y el asesinato como métodos válidos y supuestamente necesarios, incluso contra miles de opositores democráticos y no violentos. Ello acarreó efectos aniquiladores sobre la autolimitación moral de aquellos Ejércitos que fueron imbuidos de tal doctrina (todos los de América Latina entre 1960 y 1990, con mayor o menor intensidad). c) Otro nuevo y notable factor, incorporado al vector internacional en la última década del siglo XX y primeros años del XXI, es la progresiva implantación del principio de Justicia Universal, primeramente con pasos aproximativos como la creación de los Tribunales Penales Internacionales Ad-Hoc para la ex Yugoslavia y Ruanda (La Haya, 1993 y 1994), y después, con carácter más general, mediante la instauración del Tribunal Penal Internacional (TPI, regido por el Estatuto de Roma, de 1998, con su puesta en funcionamiento, también en La Haya, el 1 de julio de 2002). A ello hay que añadir otro tipo de actuaciones judiciales internacionales ajenas al TPI, tan significativas como las del caso Pinochet, y otros de no tan enorme repercusión, como los casos Cavallo y Scilingo. Se trata de casos basados en la aplicación de los Convenios Internacionales (contra la Tortura, contra el Genocidio, etc.) y de las legislaciones de los países implicados. La importancia de estos casos (salvo el de Scilingo, represor argentino que se entregó voluntariamente a la justicia española) radica en que en ellos se logró la captura y juicio de extradición mediante actuaciones judiciales de ámbito internacional, y con un mayor alcance cronológico que el del citado Tribunal Penal Internacional, pues éste, al carecer de retroactividad, nunca hubiera podido procesar a sujetos como los citados, cuyos crímenes se remontan a décadas anteriores a la creación del propio TPI. d) Otro negativo factor internacional, contrapuesto al anterior, es el rechazo (cabe imaginar que no definitivo) de importantes países al Tribunal Penal Internacional. Tal es la posición actual de los Estados Unidos, cuya administración Bush (hijo) manifestó su propósito de que ningún ciudadano estadounidense, aunque haya cometido delitos en cualquier lugar del mundo, pueda jamás ser jugado por el citado Tribunal, no reconociendo para ello otra justicia posible que la de los tribunales norteamericanos. Otros países, de tanto relieve como Rusia e India, siguen recelosos y reacios a incorporarse al TPI, así como otros Estados aferrados al viejo principio de la territorialidad, que les hace rechazar cualquier justicia extraterritorial y cualquier jurisdicción internacional. Aun así, aproximadamente un centenar de países han ratificado ya el Tratado de Roma y su adhesión al Tribunal Penal Internacional. e) Como trágico factor negativo, a partir del 11 de septiembre de 2001, y como consecuencia de los terribles atentados de Nueva York y Washington, con sus casi 3000 víctimas civiles, se ha registrado un considerable retroceso en la valoración de los derechos humanos en aras de la seguridad. La posición de los Estados Unidos, ya lamentablemente adversa desde el principio al Tribunal Penal Internacional, se ha visto agudizada por aquel dramático suceso y por sus posteriores derivaciones en las guerras de Afganistán e Irak. La actitud de la única superpotencia existente al entrar en el siglo XXI, frontalmente adversa a la aplicación del principio de Justicia Universal, sólo puede calificarse como un componente sumamente negativo del vector internacional en el momento actual. Sin embargo, en el balance de esta serie de factores, hay que subrayar, por su importancia cualitativa, este elemento: la aparición del ya citado concepto de Justicia Universal, como agente que –aunque ya existía sobre el papel desde décadas atrás- ha empezado a resultar operativo desde la última década del siglo XX, gracias a los destacados casos que acabamos de señalar. En efecto, la amenaza de ser llevado ante un tribunal de ámbito extraterritorial, ajeno al antiguo y estrecho ámbito de la jurisdicción territorial –riesgo inexistente en pasadas décadas- se ha convertido en otro factor integrante del vector internacional que, procedente de más allá de las fronteras propias, se cierne sobre cada posible genocida o torturador, incluso si se asegura la impunidad en su propio país. Ello afecta a la limitación imperativa (vigencia de leyes internacionales y de tribunales ajenos), y también a la autolimitación moral (nueva y creciente convicción de que los autores de crímenes de lesa humanidad pueden llegar a ser capturados y castigados fuera de su país).
También ejercen un nocivo efecto sobre los comportamientos militares ciertas corrientes culturales y políticas de ámbito internacional, como las dos que vamos a examinar a continuación: la postura consistente en la cínica negación histórica de las grandes masacres, y la defensa de la peculiaridad cultural en detrimento del principio de justicia universal.
a) La posición ‘negacionista’ frente a los grandes crímenes colectivos históricamente registrados El negacionismo, palabra bien conocida en el ámbito de los derechos humanos (5), consiste en mantener una negación cínica pero sistemática de grandes masacres o genocidios absolutamente reales, históricamente registrados, pero que son desvergonzadamente negados por sus autores y los sucesores de éstos, por sus simpatizantes, y por las propias instituciones que los perpetraron, así como por ciertos gobiernos y por determinados sectores culturales y sociales interesados en arrojar tierra sobre unas terribles realidades que les conviene ocultar. Como ejemplos tomados del siglo XX cabe citar –entre otros- la negación, por los grupos neonazis y afines, del Holocausto metódicamente desarrollado (principalmente contra los judíos) en la Segunda Guerra Mundial, especialmente entre 1942 y 1945 (*); igualmente, cabe señalar la negación del genocidio armenio, con sus cientos de miles de víctimas, cometido por el Ejército de Turquía en la Primera Guerra Mundial contra la minoría procedente de ese país caucásico, especialmente en 1915 (inmensa masacre no reconocida hasta hoy por el Estado turco); así como las terribles matanzas, violaciones y torturas cometidas masivamente contra la población civil china por el ejército imperial japonés en su invasión del continente durante el conflicto de los años 30, especialmente en la llamada ‘masacre de Nanking’, con sus 350.000 víctimas en 1937-38 (crímenes tampoco reconocidos aún por el Estado japonés). Y, sin ir más lejos, ahí está también la negación (pese a la inmensa documentación probatoria) de las terribles atrocidades cometidas –como veremos en el capítulo siguiente- por el Ejército de Guatemala contra las comunidades mayas, especialmente entre 1978 y 1983, todavía negadas en el plano institucional, sin perjuicio de algún importante reconocimiento individual.
Evidentemente, este tipo de comportamiento lesiona seriamente la autolimitación moral de un Ejército, pues lo habitúa a la más blindada impunidad, al asumir y ver fortalecida su certeza de que, por muy grandes que sean las atrocidades que cometa, éstas serán sistemáticamente negadas y no reconocidas jamás.
Otro dañino factor de ámbito internacional, capaz de influir negativamente en los comportamientos militares, es la desmedida defensa a ultranza de la “peculiaridad cultural” de cada sociedad, propugnada por ciertos grupos y corrientes de opinión vinculados a diversos radicalismos étnicos, o religiosos, o ideológicos, o a la defensa de intereses estamentales. Esta actitud se manifiesta mediante la tendencia a justificar tremendos excesos contra los derechos humanos, negando para ello la universalidad del muy valioso y muy necesario “principio de Justicia Universal”, que es sustituido por un ilimitado y acrítico respeto a esa denominada ‘peculiaridad cultural’. El argumento de estos defensores de la peculiaridad y negadores de la universalidad, altamente dañino en sus consecuencias, es el siguiente: “Ése que llamáis principio de Justicia Universal –dicen- no es universal sino parcial. Es la imposición de unos valores sobre otros (valores de Occidente sobre los de Oriente, o del Norte sobre los del Sur, o de los grandes países sobre otros más débiles); en cualquier caso, una imposición de unos pueblos sobre otros pueblos (sean grandes o pequeños) que tienen otras culturas, otros valores. Y esas culturas y valores deben ser respetados en su derecho a mantener y ejercer su propia peculiaridad.” Los resultados de esta argumentación, aparentemente objetiva y supuestamente respetuosa de los débiles, son realmente temibles, pues tal postura acaba sirviendo para desencadenar y justificar enormes crueldades perpetradas por colectividades no precisamente objetivas ni débiles. Recordemos al efecto aquel par de casos históricos, ambos del siglo XX, que ya señalamos más atrás como ejemplos extremos de vector social, pero que también encajan de lleno como ejemplos flagrantes de proclamación agresiva de la “peculiaridad cultural” por encima de cualquier otra consideración más o menos universalista. El primero se refiere a los crímenes masivos derivados de la peculiaridad cultural más destacada de la cultura nazi, puesto que los nazis tenían su propia y potente cultura, con su doctrina, su filosofía, su concepto de la moral y la justicia, su Biblia -el Mein Kampf hitleriano-, todo ello regido por sus principios de implacable limpieza étnica, impuestos por la primacía de la raza aria sobre todas las demás. La más notable peculiaridad de aquella cultura era la necesidad teórica y práctica, para ellos plenamente justificada, de eliminar físicamente a determinados grupos étnicos y sociales (hombres y mujeres, niños y ancianos) mediante su asesinato masivo. Peculiar cultura, que, pese a toda su crueldad, llegó a prevalecer aplastantemente en el Estado alemán entre 1933 y 1945, dictando sus peculiares leyes y aplicándolas sin piedad, con los resultados sobradamente conocidos. La siniestra peculiaridad de aquella cultura, que arrastró también a las actuaciones del Ejército alemán, acarreó a Europa un terrible precio en sufrimientos y en crímenes de lesa humanidad. El segundo y destacado ejemplo (también recordado más atrás como extremo vector social, pero válido también como monstruoso paradigma de lo que puede llegar a ser la defensa brutal de la ‘peculiaridad’) no es otro que el de las atrocidades derivadas de la muy peculiar cultura Khmer (de los jemeres rojos en la Cambodia de los años 70, actual Kampuchea), con sus monstruosas peculiaridades filosóficas y socioeconómicas basadas en un delirante comunismo agrario (cultura que prevaleció, también aplastantemente, en aquel país entre 1975 y 1979 y que condujo al brutal exterminio de 1.700.000 personas, en su mayor parte con arma blanca). Este tipo de monstruosas hecatombes humanas –que involucran también de lleno a los Ejércitos que participan en ellas- según esta nociva teoría de la peculiaridad no serían crímenes de lesa humanidad, sino simples frutos directos y lógicos de las peculiaridades propias de una determinada cultura que les obliga a actuar así. Y que, como todas las culturas ajenas –según subrayan los aguerridos peculiarófilos- deben ser respetadas en esa peculiaridad, por mucho que repugnen a nuestra propia mentalidad y cultura occidentales. El tercer ejemplo es el del ejército imperial japonés, caracterizado históricamente por su profundo desprecio al enemigo prisionero, fruto de una peculiar filosofía ancestral de origen medieval, nutrida de crueldad para con el enemigo vencido, y que se manifestó brutalmente en la invasión de China en los años 30 y en todos los países asiáticos ocupados por el Japón en la Segunda Guerra Mundial. También en este caso, según los peculiaristas, se trataría de una carga cultural, pues para los militares japoneses el tener consideraciones humanitarias con los prisioneros, según su filosofía y su moral, era visto como una intolerable debilidad frente al enemigo, lo que propiciaba todo tipo de excesos y crueldades. Peculiaridad cultural, una vez más. Evidentemente, actuaciones como los genocidios y masacres recién recordados –con fuerte participación de los Ejércitos respectivos- repugnan a nuestra actual cultura occidental, pero, sin embargo, tales excesos criminales fueron considerados oportunos y necesarios por la cultura de sus autores (occidentales en el caso nazi, y orientales en el caso de la cultura khmer y del ejército nipón), que los encontraron justificados según su propio y peculiar baremo de valores culturales y sociales. Y este baremo suyo de valores, y, de forma más general, aquel baremo (sea bueno, malo o pésimo) que prevalece en cada país con su propia carga cultural, sería el supremo elemento de juicio para su conducta, pues –siempre según esta teoría y su práctica- cada pueblo, cada régimen, cada Estado, portador de su propia cultura, no tiene por qué someterse a unos parámetros culturales ajenos, por muy universales que a otros les puedan parecer. Ellos ya tienen sus propios parámetros, y –siempre según los acérrimos garantistas de la peculiaridad- nosotros hemos de respetarlos, nos gusten o no.
c) Los necesarios límites de la ‘peculiaridad’. Reafirmación de la Justicia Universal Ante los planteamientos –que hemos tenido que escuchar más de una vez, incluso en ámbitos universitarios- peyorativos para el Tribunal Penal Internacional y hasta burlescos para el principio de Justicia Universal, a la vez que enérgica y acríticamente defensores de la peculiaridad ajena supuestamente atropellada, nuestra pregunta ineludible es la siguiente: A la vista de la experiencia histórica, ¿no está suficientemente claro que hay que poner algún límite a la peculiaridad cultural? ¿Tendremos que respetar siempre esa peculiaridad, por muy sanguinaria y criminal que resulte? ¿Tendremos que incluir también, dentro de ese respeto, a la cultura de aquellos criminales y genocidas entre cuyas peculiaridades culturales se incluya su necesidad de conducirnos en masa –a nosotros o a otros seres humanos- a los antros de tortura, o a la fosa común o a la cámara de gas, porque su cultura considera necesaria la eliminación de ciertos grupos humanos, por razón de su raza, religión, ideología o nacionalidad? ¿Incluso en ese caso tendríamos que respetar su peculiaridad y dejarnos conducir sumisamente al matadero, con el argumento de que tenemos que comprenderles, puesto que ellos nos torturan y nos eliminan con arreglo a las exigencias de su cultura? ¿Qué otra cosa pueden hacer ellos –tendríamos que preguntarnos, culminando la argumentación ‘peculiarista’-, si así se lo impone su propia peculiaridad cultural? Nuestra respuesta a este grave problema es la siguiente: El respeto a la peculiaridad cultural tiene que tener unos límites. Nos va en ello la vida y la libertad. La nuestra y la de millones de personas en muchos lugares del mundo. Hay peculiaridades culturales que matan, mutilan, torturan y aniquilan a muchos seres humanos. Algún tipo de límites hay que poner a nuestro respeto a la peculiaridad. Pero, ¿qué límites deben ser ésos? Ésta es la cuestión, la gran cuestión. Nos apresuramos a aclarar un punto fundamental. Que quede claro, muy claro, que respetamos prácticamente todas las manifestaciones y peculiaridades culturales habidas y por haber, por muy extrañas, exóticas e incomprensibles que nos resulten. Las más extrañas costumbres, las más extravagantes manifestaciones del arte, de la indumentaria, de la alimentación, de las formas de vida familiar, individual y colectiva, y de tantas y tantas manifestaciones de la pluralidad cultural, estamos dispuestos a considerarlas como manifestaciones de la riqueza plural de la humanidad. Pero cuando la denominada peculiaridad cultural entra a saco en lo más íntimo y sagrado del ser humano, aniquilándolo masivamente en sus últimos reductos de dignidad, en ese momento la humanidad está obligada a reaccionar vigorosamente, mediante los legítimos valores e instrumentos de la Justicia Universal, contra esa barbarie disfrazada de peculiaridad. De hecho, la lista de las peculiaridades culturales que respetamos sería interminable, por mucho que algunas nos puedan resultar inauditas, estrafalarias y ajenas a nuestro gusto y sensibilidad. Sólo hay, en cambio, una lista mínima, de insignificante tamaño pero de inmensa importancia, de aquellas peculiaridades que no podemos ni debemos tolerar: aquéllas que atropellan despiadadamente al ser humano indefenso, ocasionándole sufrimientos monstruosos, tan innecesarios como perfectamente evitables, vulnerando la dignidad intrínseca del hombre y de la mujer, aniquilándola de raíz y provocando inmensos daños físicos, anímicos, morales y sociales, que sería posible y obligado evitar. Sólo rechazamos aquellas peculiaridades –muy pocas- consistentes en atropellar criminalmente un reducidísimo número de derechos irrenunciables: aquéllos que forman la lista mínima, el núcleo mínimo pero central de valores que el ser humano necesita preservar. Pues bien, ése es precisamente el límite que ponemos a la peculiaridad cultural, en el ámbito de los comportamientos militares: el límite establecido por el Derecho Humanitario Internacional, con sus normas e instrumentos (Ginebra, Convenciones contra la Tortura y el Genocidio, etc.). Y para quienes quebranten esos límites, cometiendo crímenes de lesa humanidad, para ese quebrantamiento y para esos crímenes se ha creado el Tribunal Penal Internacional, regido (aunque todavía de forma imperfecta) por el principio de Justicia Universal. Cuando los defensores a ultranza de la peculiaridad niegan (en el mejor de los casos frívolamente) el principio de Justicia Universal y descalifican al Tribunal Penal Internacional, su negación, su ataque y su descalificación no tienen nada que ver con la defensa de esa enorme lista de peculiaridades culturales que todos respetamos. Su ataque se dirige precisamente contra esa otra lista, mínima pero imprescindible, contra ese mínimo baremo de valores que marca los límites que resulta ineludible preservar, y que ese principio de Justicia Universal y ese Tribunal pretenden proteger. Ni siquiera aceptan ese baremo mínimo, ese pequeño núcleo, reducido pero fundamental, al que siguen considerando, injustamente, como “una imposición cultural”, cuando realmente se trata de la defensa de unos mínimos irrenunciables en términos de simple humanidad.
Aquéllos que descalifican al TPI y al principio básico que lo rige (el de justicia universal), lo hacen porque rechazan incluso esa lista mínima, ese núcleo fundamental de valores esenciales en que ambos se fundamentan, y que ambos pretenden defender. ¿Con qué pretexto o alegación se produce ese rechazo? ¿En qué se fundamenta ese ataque y ese desprecio a ese mínimo núcleo, tan mínimo como esencial? En primer lugar, en la ignorancia. Los que niegan validez a ese núcleo de valores ignoran, para empezar, el inmenso esfuerzo de tantas personas e instituciones, a lo largo de tantas décadas, que han sido necesarios para ir introduciendo ese pequeño pero inapreciable bloque conceptual y moral en el Derecho Internacional y en la conciencia de tantos responsables, dirigentes, políticos, académicos, etcétera, para hacer viable una defensa lo más efectiva posible, siempre difícil, siempre incompleta, siempre amenazada, entre otros, por aquéllos que se mofan de la universalidad para defender –no pocas veces- la más picajosa peculiaridad. En segundo lugar, su postura se basa en la extravagante acusación de que ese mínimo baremo de valores, de derechos que llamamos fundamentales, es un invento egoísta de nuestra propia cultura, una imposición cultural que no respeta la peculiaridad de otros pueblos, de otras culturas. Pero, ¿en qué consiste ese baremo de valores, esa supuesta imposición, esa lista según ellos tan despreciativa de otros pueblos y culturas? Esa lista mínima, ese reducido baremo (que constituye el núcleo central de las Convenciones Internacionales tan repetidamente citadas y del Tribunal Penal Internacional), se refiere concretamente, y casi únicamente, a los valores y propósitos siguientes: evitación de los aniquilamientos de la vida, la integridad física y la dignidad de las personas cuando éstas se hallan inermes e indefensas en manos de quienes están en condiciones de atropellarlas. Queda prohibido, en tales casos, infligirles daños y sufrimientos inhumanos. Eso es todo. Nada más que eso, pero también nada menos. O, lo que es lo mismo: protección de aquellos seres humanos y de aquellos colectivos más vulnerables y más fácilmente sometibles a todo tipo de abusos. Protección de aquéllos que por su situación en caso de conflicto, o en dramáticas situaciones de persecución, represión o cualquier otro tipo de circunstancias extremas, más fácilmente pueden ver atropellados y aniquilados sus derechos más básicos e irrenunciables. Se trata, en definitiva, de proteger a los prisioneros (sea cual fuere su raza, religión, nacionalidad o ideología), evitando que sean sometidos a torturas, a tratos crueles, inhumanos o degradantes. Se trata de proteger también a la población civil que se ve involucrada en los conflictos, evitando que le sean infligidas deliberadamente penalidades y crueldades tales como, entre otras posibles, arrancarla de sus hogares y arrojarla a la intemperie con el propósito de hacerla morir de hambre, o de sed, o de frío, o que tal población se vea sometida a sistemáticas violaciones sexuales, o torturas, o saqueos, o masacres colectivas. Y se trata también –como lógica consecuencia de estos mismos propósitos- de crear los legítimos y necesarios mecanismos punitivos, capaces de juzgar y castigar judicialmente, con todos los requisitos del debido proceso, a aquéllos que cometan este tipo de atrocidades, incluso si alegan que lo hicieron en cumplimiento de alguna determinada peculiaridad cultural. Peculiaridad que de ninguna manera puede prevalecer sobre esa mínima selección de importancia vital, frente a ese ‘núcleo duro’ de valores imprescindibles, dignos de protección universal. No hay, pues, peculiaridad que valga para justificar las torturas masivas, los asesinatos masivos de civiles indefensos o de enemigos en cautividad, las violaciones reiteradas de mujeres organizadas en cadena, entre otras vilezas que, en décadas bien recientes, la humanidad ha tenido que padecer por aplicación de ciertas culturas y doctrinas, que a través de este tipo de actos han evidenciado y ejercitado su criminal “peculiaridad”. Se trata, en una palabra, de sentar unos pocos pero inestimables principios de validez general, válidos para proteger a los seres humanos de cualquier raza o cultura, sexo, edad o cualquier otra circunstancia. ¿Qué aspecto de esta pretensión resulta rechazable? ¿Dónde está la imposición de una cultura sobre otras? ¿Qué peculiaridad cultural puede sentirse ofendida ante esta modesta pretensión de evitar los más atroces sufrimientos, aun a sabiendas de que sufrimientos se producirán inevitablemente, y que sólo aspiramos a la humilde meta de evitar los más monstruosos, los más inhumanos, los más indescriptibles, en aquellas situaciones –que son muchas- en las que efectivamente resultan evitables, más aún, de obligada evitación? Objetivamente, lo menos que podemos decir es que aquéllos que atacan la validez y universalidad de este núcleo de valores, mínimo pero fundamental, los atacan y descalifican sin darse cuenta de un hecho de importancia capital: que ese mínimo núcleo de valores irreductibles, pese a su aparente relativismo y fragilidad, constituye la última prueba fehaciente de nuestra condición de seres humanos. El último reducto de nuestra dignidad. La última barrera que nos separa de la barbarie. En otras palabras: pese a sus inevitables detractores (pues siempre ha habido y habrá defensores de las distintas formas de impunidad), resulta imprescindible la existencia de ese núcleo –por mínimo que sea- de derechos universales, irrenunciables, insertos en la esencia misma del ser humano, incluso si éste es militar. Todo militar tiene que saber que existe ese baremo, escueto pero irreductible, válido por encima de las razas, las fronteras, las culturas y los regímenes, que no puede ser atropellado impunemente, ni siquiera alegando –como ya vimos- la “obediencia debida” a las órdenes criminales, ni el “descontrol de los subordinados”, ni tampoco –como vemos ahora- invocando el supuesto respeto debido a la llamada “peculiaridad cultural”. A continuación, tras el esquema sinóptico del modelo I-M, vamos a ver, en los tres capítulos siguientes, los horrores y las inhumanas atrocidades que se derivan, fácticamente, de una degradada autolimitación moral, de una inexistente concordancia entre lo imperativo y lo moral, así como de una viciosa disciplina convertida en obediencia ciega al margen de la ley -incluyendo todo tipo de crímenes-; y, también, de un corporativismo convertido en impunidad prácticamente total. Ficha Técnica del Libro - Índice - Autor: Prudencio García Páginas relacionadas: Crímenes de Genocidio y Contra la Humanidad Procesos judiciales y Comisiones de la Verdad por graves violaciones de derechos humanos Tabla normativa básica de concordancias entre normas en relación a violaciones de derechos humanos
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