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Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Investigador y consultor de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en La Vanguardia, el día 2 de junio de 2011


Hoy la humanidad es ligeramente más digna y más justa, igual que cuando se captura y entrega a la justicia a alguno de esos viejos nazis fugitivos, autores del holocausto. Al fin, tras largos años de bús­queda y persecución, ha caído uno de los más siniestros criminales de las últimas décadas. El general serbio Ratko Mladic fue el responsable de la larga masacre de Sarajevo, prolon­gada durante los casi 44 meses (1992-95) de criminal asedio contra una población civil indefensa, y posteriormente perpetró la mucho más rápida matanza de Srebrenica, asesinando a miles de bosnios desarmados a lo largo de varios días de julio de 1995 (con un número de víctimas similar, del orden de 8.000 muertos civiles en cada caso). Reclamado por el Tribunal Penal In­ter­nacional para la ex Yugoslavia, su búsqueda resultó infructuosa por largos años. También estuvo perse­guido su jefe civil, el igualmente desalmado Radovan Karadcik, detenido hace tres años y actualmente juzgado por el mismo tribunal.

La veterana y admirable fiscal Carla del Ponte, que persiguió con el mayor empeño e inagotable tenacidad a ambos genocidas, hubo de jubilarse sin poder cumplir su propósito. Seguro que ahora disfruta de la legítima satisfacción de ver a ambos entre rejas.

Pero ¿qué clase de rejas? De nuevo hemos de asistir a una situación tan inevitable como pa­ra­dójica, e incluso irritante para muchos. Una vez más, un implacable asesino, al ser capturado y en­tre­­ga­do al tribunal que lo reclamó, ingresará en la prisión de Schveningen, a pocos kilómetros de La Ha­ya, donde esperará su juicio y condena. Celda individual de 15 metros cuadrados, dotada de radio, televi­sión, telé­fono, ordenador y acceso a la prensa. Él, que arrojó brutalmente a la intemperie a miles de familias bosnias queman­do sus casas, condenándolos al hambre, al frío y a toda clase de sufrimientos inhumanos, dispon­drá de bue­na alimentación, excelente asistencia médica, jamás pasará hambre ni sed, ni frío ni calor. En su cárcel de cinco estrellas po­drá recibir visitas, designar abogados, utilizar el gimnasio y disfrutar de otras instala­ciones comunes, destinadas al ocio de aquellos selectos criminales, tan poco presuntos como él. Cuán­tos inocen­tes qui­sie­ran un castigo similar.

Somos civilizados, y, por serlo, éste es uno de los precios que hemos de asumir.

 


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