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COMPLEJIDAD Y SIMPLEZA DEL 'CASO GARZÓN'

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Investigador y consultor de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 26 de mayo de 2010


Lamentablemente, Garzón ha sido descabalgado. ¿Momentánea o definitivamente? “Suspensión cau­te­lar”, dice la resolución correspondiente. Qué palabras tan suaves para un golpe tan bajo. Enorme alegría para los torturadores pinochetistas, inmensa satisfacción para los secuestradores y asesinos argenti­nos, brin­dis con champán para los corruptos gürtelianos y sus valedores, empeñados en asegurarles la impunidad. Cons­ter­nación y desesperanza para las víctimas del franquismo que aspiran a recuperar los restos de sus seres que­ridos que todavía yacen en fosas comunes y clandestinas.

Inevitable complejidad del caso, por una parte, frente a una pavorosa y descarnada simplicidad, por otra. La complejidad se deriva de interpretaciones muy diferentes del derecho y la moral. Una complejidad de suficiente magnitud para que las actuaciones del juez sean, al mismo tiempo, oficialmente reprobadas por determinadas instancias judiciales y a la vez enérgica­mente defendidas por otros jueces y fiscales, nacionales y extranjeros, así como por destacados miembros de la comunidad académica na­cio­nal e internacional, que rechazan, con amplia argumentación jurídica, la posibilidad de imputarle el de­li­to de preva­ricación.

Nunca se repetirán suficientemente estos tres hechos concurrentes: primero, que la fiscalía no aprecia delito alguno y, en consecuen­cia, no formula acusación, oponién­dose tenazmente al procesamiento. Segundo, que tres magis­trados de la Audiencia Nacional compartieron en su voto parti­cular la interpreta­ción del juez aho­ra acusado, posición favorable a su competencia para instruir la investi­gación sobre los miles de delitos de desaparición forzada producidos durante la guerra civil. Y tercero, que posteriormente algún juzgado local al que se atri­buyó la competencia declinó asumirla, por entender –como Garzón- que ésta correspondía precisamente a la Au­diencia Nacional.

Resulta evidente, por tanto, la diversidad de enfoques posibles entre distintos jueces honrados, y en consecuencia, la inherente complejidad de la cuestión. Pero numerosos juristas en España y en el mundo niegan rotundamente que el juez  haya incurrido en esa fla­gran­te injusticia, unívoca, delibe­rada, evidente, dañina y seve­ramente puni­ble que implica el grave delito de preva­rica­ción. Como resumen de tales argumen­tos, podemos concentrar su idea central recogiendo este pronunciamiento de la profesora Araceli Manjón-Cabeza, tras su exhaustivo análisis, rigurosamente legalista, cuya con­clu­sión es ésta: “Preva­ricación ningu­na, incluso si algunas de sus actuaciones pudieran tildarse de erró­neas” (diario La Ley, 23 de marzo de 2010).

Pero, junto a esta complejidad interpretativa, filosófica, moral, doctrinal, teórica y práctica (tan difícilmente compatible con el delito de prevaricación), surge el segundo ingrediente: la rotunda eviden­cia y patética simpli­cidad del factor central que motiva la situa­ción actual. Y ese factor, de deslumbrante sencillez, no es otro que el ansia clamorosa y febril de muy poderosos sectores por eliminar del escenario judicial precisamente a aquel juez que se ha enfren­tado a las más caracterizadas fuerzas delictivas del escenario político, económico y social.

En términos humana­mente realistas, no se puede pretender que un magistrado actúe como viene haciéndolo el juez Gar­zón desde hace décadas sin pagar por ello un alto precio. Nadie puede enfrentarse con probada eficacia como hizo este magistrado contra el GAL, contra la trama Gürtell, contra ETA, contra los comandos opera­tivos de ésta y contra su complejo aparato político-militar (con impresio­nantes resultados); no se puede proceder impunemente contra los narcotraficantes galle­gos y colom­bianos, contra los mafiosos italianos, contra los grandes blanqueadores de dinero negro en España y su conexión con paraísos fiscales próximos y lejanos; ni encerrar a un bárbaro dictador latino­ameri­cano con­siderado univer­sal­­mente como into­ca­ble (caso Pinochet, 1998-2000), ni procesar a la serie de asesinos y tortura­dores argentinos y chilenos hoy encarcelados en sus países respectivos, en gran parte gracias a los autos dictados por el juez Gar­zón desde 1996; nadie puede, en una palabra, sacudir tan fuerte y en tantas direcciones saliendo indemne de todas ellas. Nadie puede atreverse a tanto sin pagar por ello, antes o después.

Nadie puede labrarse una trayec­toria con tantos contundentes aciertos (incluso con los inseparables errores que acompa­ñan a la acción humana), sin ser castigado por tan desmesurada osadía. No resulta posible que alguien se meta en tantos y tan veneno­sos jardines sin ganarse una larga serie de enemigos mortales, aquí y fuera de aquí, en el ámbito político y también en el judicial, en el partido del gobierno y en el de la oposi­ción, en las filas terroristas, mafiosas, corruptas y demás diversas calañas, salvando las distancias de sus muy distintos niveles de crimi­nalidad. Sin olvidar las tramas madrileñas, valencianas y de otras latitudes, en muy distintas áreas del negocio de la corrupción aledaña al poder. Fuerzas delictivas de toda laya, que, antes o después, tropezaron para su desgracia con la resuelta –y muchas veces arriesgada y compro­metida- ejecu­toria del juez Gar­zón. Arriesgada, comprometida y cara. La entereza tenía un precio. Y un precio muy caro, que ahora se le hace pagar.

Señalemos, por otra parte, que en su día la ONU recordó a España que seguimos manteniendo un triste record de dudoso mérito: el mayor número de cadáveres no identificados e ilegalmente enterrados, supe­rior a los existentes en cualquier otro país de nuestro entorno. Fenómeno ya difícil­mente tolerable por su contumaz persistencia siete décadas después del drama que lo generó. Más de 100.000 víctimas secues­tradas, asesinadas y desaparecidas en la más flagrante ilegalidad (sin juicio, sin defensa, sin certificado de defun­ción) se incluían en las listas aporta­das por Garzón cuando éste se declaró competente para tal investigación. A este crimen (se­cues­tro, asesinato y entierro clandestino) el actual dere­cho internacional le llama delito de desapa­rición forzada, definido y asu­mido como tal por la ONU con ca­rác­ter de crimen de lesa humanidad no prescriptible.

Este criterio jurídico, de amplio predica­mento desde hace décadas, está permitiendo en otros países juzgar y castigar a numerosos secues­tradores, torturadores y asesinos por delitos cometidos décadas atrás. Aquí, en cambio, no se pretendía ya encarcelar a nadie, sino  establecer unas áreas importantes de la verdad histórica, y de una digna y justa reparación. Sin embargo, la exis­tencia de esa figura jurídica, que ya cuenta con una jurispru­dencia interna­cional, es siste­mática­mente ig­norada por la ruido­sa jauría que ha acorralado a Garzón, bus­cándole con ansia la yugular. Necesitan ignorar ese decisivo dato –con toda su carga jurídica y jurisprudencial- para poder mantener su injusta acusa­ción.

Nadie fuera de España lo comprende. En cambio aquí, un gran número de ciudadanos lo com­pren­den demasiado bien. Frente al letal argumento de sus enemigos –prevaricación y punto-, para nume­rosos espa­ñoles el factor clave que subyace tras la suspensión de Garzón es muy distinto: Gürtel y punto. Es mucho lo que algunos no le perdonan, pero en la coyuntura presente, si hay algo que no le perdonan por encima de cualquier otro factor es precisamente éste: su eficaz investigación sobre la escandalosa trama de la co­rrup­ción.  He ahí el máxi­mo motivo de algunos para triturarle, y no la inexistente prevaricación.

 


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