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JUSTICIA UNIVERSAL: UN RECORTE QUE ES UNA CLAUDICACIÓN

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Investigador y consultor de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en La Vanguardia, el día 14 de junio de 2009



El Gobierno español, de acuerdo esta vez con la oposición (rara avis), se dispone a modificar el marco jurídico en el que se sitúa la legislación española en relación con los crímenes de lesa humanidad. El artículo 23 de nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial atribuye a la justicia de nuestro país la capacidad jurisdiccional sobre determinados delitos, cuya extrema gravedad ofende a la humanidad entera, con independencia del lugar donde tales crímenes se hayan podido perpetrar.

Ahora se pretende recortar drásticamente esta atribución utilizando una salida lateral, por no decir una puerta trasera de nuestro ordenamiento legislativo, aprovechando el trámite de enmiendas al Proyecto de Ley de Reforma la Legislación Procesal para la Implantación de la Oficina Judicial. Al amparo de tal trámite, se pretende introducir este drástico recorte, eludiendo el debate imprescindible ante una medida de tan profunda implicación cualitativa y moral.

Esa reforma supondría renunciar a un precepto que constituye un legítimo orgullo para la democracia española, y que nos valió la admiración en los ámbitos del derecho internacional a raíz de aquella memorable resolución del día 30 de octubre de 1998, en que la Audiencia Nacional, por unanimidad de los once magistrados de su Sala de lo Penal, proclamó que la justicia española podía y debía ejercer su jurisdicción sobre los crímenes perpetrados por las dictaduras militares chilena y argentina. Resolución que hizo posible, entre sus consecuencias derivadas, el desarrollo de los casos Pinochet y Scilingo, y propició además el procesamiento, por la justicia de sus propios países, de cierto número de asesinos y torturadores de aquellas dictaduras que, en los años 70 y 80, causaron miles de víctimas en los países del Cono Sur.

El actual propósito de limitar nuestra jurisdicción, reduciéndola a aquellos casos en que exista algún vínculo español (víctimas españolas, o presencia del imputado en territorio español, etcétera) supone una grave mutilación del precepto actualmente vigente, dando lugar a otro enfoque que ya no admitiría el nombre de Justicia Universal, pues ésta exige una jurisdicción efectiva por encima de todo tipo de fronteras, con total independencia de la nacionalidad de víctimas y verdugos, y de los escenarios geográficos de tales delitos.

Se trata, en definitiva, de una seria claudicación moral, que contradice nuestros compromisos adquiridos en los principales Convenios Internacionales ratificados por nuestro país, cuya letra y espíritu nos obligan a asumir una posición activa contra los autores de graves crímenes (como la tortura y el genocidio) incluyendo su captura, procesamiento y juicio cuando las condiciones de impunidad, tantas veces imperantes en los países correspondientes, hacen necesario que el ejercicio de la justicia se desarrolle en otros escenarios del ámbito internacional.

Recordemos, sin ir mas lejos, que el Convenio Internacional contra la Tortura y otras Penas y Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984), nos impone a España –como Estado firmante y ratificante- la obligación no sólo de no incurrir en delitos de tortura en nuestro propio país, sino también la de participar activamente para impedir que se torture en cualquier otro lugar. Ello incluye atribuciones y obligaciones tales como la detención o reclamación judicial (según los casos) de los individuos de cualquier nacionalidad que hayan incurrido en tales delitos y que permanezcan impunes por la inacción o incapacidad de su propia justicia territorial.

Se alegan, a favor de dicha reforma, las dificultades y problemas que nos acarreará la actitud de ciertas potencias de primer rango mundial (Estados Unidos, Rusia, China), que se oponen a toda jurisdicción que no sea la suya propia a la hora de juzgar a sus nacionales, rehusando en consecuencia incorporarse al Tratado de Roma que regula el Tribunal Penal Internacional, y rechazando también cualquier pretensión de que sus posibles criminales puedan ser juzgados en cualquier otro país. Esta realidad, si mantenemos esa jurisdicción universal en nuestro ordenamiento –afirman sus detractores-, puede producirnos incomodidades diplomáticas en nuestras relaciones con esos importantes países. Y, ciertamente, así es. Pero ¿acaso la búsqueda y defensa de la justicia frente a los grandes crímenes no ha implicado siempre un precio en tensión e incomodidad?

Sabemos y asumimos que siempre será mucho más difícil procesar y juzgar a un gran criminal ruso, o chino, o estadounidense, que a otro indeseable criminal centroamericano, o centroafricano, o de otros lugares del globo. Asumimos también como inevitable que algunos criminales y genocidas quedarán siempre fuera del alcance de la justicia. Pero el hacer que escapen los menos posibles forma parte de nuestra obligación como sociedad democrática, defensora de la justicia y contraria a la criminal impunidad.

 


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