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EL ARDUO DILEMA 'IDEALES-SEGURIDAD'

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Investigador y consultor de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 7 de marzo de 2009



De todo el discurso de Barack Obama en su toma de posesión, hubo una frase que destacó sobre todas las demás: “Rechazamos como falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales.” En otras palabras, no es cierto que tengamos que pisotear a éstos (los ideales) para defender a aquélla (la seguridad). Eso fue, sin embargo, lo que hizo su predecesor.

Una vez iniciadas tras el 11-S las intervenciones militares en Irak y Afganistán, las evaluaciones sobre los interrogatorios a que eran sometidos los prisioneros islamistas sospechosos de terrorismo señalaban que la información obtenida era “de escaso valor”. Este problema fue rápidamente zanjado sin escrúpulo alguno por la peligrosa cuadrilla neocon que rodeaba al presidente George W. Bush, mediante una serie de medidas, todas ellas directamente vinculadas a la práctica de tratos crueles, inhumanos y degradantes de los capturados. A partir de una vergonzosa redefinición de la tortura, se autorizaron una serie de formas agresivas de interrogatorio, radicalmente prohibidas por los convenios internacionales. Al mismo tiempo se creaba un extraño limbo jurídico en Guantánamo y se autorizaba a la CIA a desplazar a los sospechosos a determinados países para ser torturados sin limitación.

Desde la adopción de tales medidas, el rendimiento de los interrogatorios experimentó lo que se llamó “una mejora substancial”. Con ello, el flagrante dilema quedaba definido en términos así de brutales: o más información con tortura, o renuncia a la tortura en detrimento de la información.

Ambas posturas se hicieron claramente visibles. Por una parte, uno de los asesores presidenciales resumió cínicamente la cuestión: “Si renunciamos a estos métodos eficaces de interrogatorio obtendremos el aplauso de nuestros aliados europeos, pero nos quedaremos sin la necesaria información.” En sentido opuesto, el prestigioso capitán paracaidista Ian Fishback, combatiente en Irak y Afganistán, dirigió en 2005 su famosa carta al senador McCain, en la que el oficial, horrorizado por los hechos de Guantánamo y Abu Graib, decía al senador: “Si abandonamos nuestros ideales ante la adversidad y la agresión, significa que tales ideales nunca fueron nuestros. Prefiero morir combatiendo antes que ceder ni un ápice de los ideales fundacionales de nuestra nación.” McCain, apoyando la posición del capitán y haciendo valer sus propias convicciones contrarias a la tortura, presentó en el Senado una enmienda mediante la cual se prohibía a todo funcionario estadounidense, tanto civil como militar, infligir a nadie tratos crueles, inhumanos o degradantes. Tal enmienda fue aprobada en el Senado por la contundente votación de 90-9. Pero Bush ejerció su prerrogativa de veto presidencial para cortar el paso a esta normativa, con el argumento de que “así lo exigía la seguridad nacional”.

Frente a esta penosa claudicación, Obama niega que haya que elegir entre los ideales y la seguridad. Elige ambos valores a la vez, pero sobre la base de que la seguridad no nace de la tortura. “Nuestra seguridad nace de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo y la moderación que deriva de la humildad y la contención”, afirmó en su discurso. En otras palabras, la seguridad no procede de torturar más para averiguar mejor, sino de esa fuerza que otorga una conducta justa y la capacidad de dar ese ejemplo y ejercer esa contención. Contención que debe prevalecer sin ejercer la tortura ni siquiera cuando hay que afrontar grandes peligros. Tal como señala el nuevo presidente: “Nuestros Padres Fundadores, enfrentados a peligros que apenas podemos imaginar, elaboraron una carta que garantizase el imperio de la ley y los derechos humanos”. La posición de aquellos ilustres próceres, por tanto, no consistió en reservarse el derecho de actuar al margen de la ley y atropellar los derechos humanos invocando aquellos grandes peligros que les amenazaban. Lejos de tal claudicación, su postura consistió en afrontar aquellos riesgos imponiéndose fuertes límites morales y obligándose a actuar según la ley y la moral. Pues bien, aquella postura de contención y rectitud es la que Obama hace suya con loable rotundidad y convicción.

Reconozcamos, sin embargo, que los Estados Unidos no siempre han actuado así. Hace pocas décadas, el Pentágono y el War College de Washington engendraron una doctrina (la de “Seguridad Nacional”) que, so pretexto de combatir a las guerrillas izquierdistas latinoamericanas, propiciaron una serie de comportamientos golpistas y dictatoriales en los ejércitos latinoamericanos, que violaron cruelmente la ley y los derechos humanos, secuestrando, torturando y asesinando a muchos miles de ciudadanos demócratas y ajenos a la violencia. Así lo asumió años después la propia secretaria de Estado Madeleine Albright cuando reconoció en 1999 “nuestros graves errores de aquellos años”. Entre los que cabría destacar los de su antecesor Henry Kissinger, de siniestro recuerdo en las sociedades latinoamericanas castigadas por aquella feroz represión.

Obama, sabiamente, no está por la labor de regresar a aquellas prácticas, ni tampoco a las de su calamitoso antecesor. Por eso, ante la multitud enfervorizada que abarrotaba la misma explanada que cuatro décadas atrás vibraba ante las memorables palabras de Martin Luther King, el nuevo presidente ha afrontado el gran dilema proclamando un principio fundamental: los ideales no pueden ser triturados invocando la seguridad.
 


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