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CAMBOYA: TARDÍO JUICIO AL HORROR

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en La Vanguardia, el día 20 de agosto de 2007.


La mayor de las atrocidades padecidas por la humanidad desde el final de la Segunda Guerra Mundial se desarrolló en Camboya (actual Kampuchea) entre los años 1975 y 1979. Mientras en España vivíamos los sobresaltos de los últimos meses del franquismo y de los primeros años de la transición, y mientras nuestra capacidad de indignación provocada en el escenario internacional se hallaba acaparada por los excesos represivos de las dictaduras chilena, argentina y similares, en el otro extremo del planeta, allá en un exótico rincón del sudeste asiático, se estaban perpetrando unos horrores de tan monstruosa magnitud que convertían los crímenes de Videla y Pinochet en un juego escolar, perverso pero de mínima dimensión.

De manera sistemática e imparable, ante la negligencia y la parálisis internacional, fueron exterminadas un millón setecientas mil personas, una cuarta parte de la población del país, por el delirante régimen comunista de los jemeres rojos, encabezado por el ya fallecido Pol-Pot. Tan inaudita masacre fue perpetrada en gran parte con arma blanca (mediante el degüello de las víctimas tendidas en largas filas, o a golpes de martillo en la cabeza, después de colocarlas arrodilladas en fila, al borde de grandes fosas), como consecuencia de la filosofía de máxima austeridad del régimen y dada la inmensa cantidad de munición que hubiera sido necesaria para ametrallar a tan enorme número de víctimas. Otros cientos de miles murieron como consecuencia de la inanición y las enfermedades provocadas por las condiciones inhumanas de vida, en campos de trabajo forzado donde eran sometidos a un régimen de brutal esclavitud.

La descomunal matanza no se produjo por razones étnicas ni de nacionalismo (los masacrados tenían la misma nacionalidad y la misma etnia que sus asesinos), ni por motivo alguno relacionado con la religión. Aquella atrocidad fue motivada por los designios políticos de un régimen cuya ideología (la modalidad más extrema y alucinante del maoísmo) le impulsaba a establecer una sociedad absolutamente agraria, austera y primitiva, ajena a los adelantos tecnológicos. Un régimen que obligó a desalo­jar las ciudades, vaciándolas de población, y a exterminar a todo aquel que tuviera estudios, especialmente a maestros, abogados, periodistas y gentes de letras, técnicos y profesionales, y a todos aquellos –comerciantes, oficinistas, etc.- que supuestamente servían de soporte a formas de vida urbanas, a las que fanáticamente se pretendía erradicar.

No han sido fáciles ni cortas las gestiones internacionales –iniciadas en 1997- para lograr constituir un Tribunal capaz de juzgar, con más de veinte años de retraso, a los responsables de aquel horror. El pasado julio, las dos cámaras del Parlamento camboyano (Asamblea Nacional y Senado) aprobaban el proyecto de ley que constituía dicho Tribunal, proyecto que ya se ha convertido en ley, tras su reciente aprobación por el rey Norodom Sihanuk. 

Sin embargo, las incógnitas que rodean a ese Tribunal siguen siendo numerosas. La primera radica en su extraño carácter mixto, pues su diseño legal lo califica de “camboyano” pero “con carácter internacional”. Es el fruto del complejo acuerdo alcanzado el año pasado entre Phnom Penh y la ONU, por el que la organización internacional aceptaba, en principio, que el juicio se celebre en Camboya y que el Tribunal esté constituido por jueces camboyanos y de Naciones Unidas.

La segunda incógnita consiste en cómo se podrá articular la participación de la ONU, sus atribuciones dentro del Tribunal, su capacidad para la designación de posibles acusados, forma y grado de colaboración que recibirá del Gobierno camboyano, lugar y régimen de encarcelamiento de los imputados y de los ya condenados, y demás cuestiones procedimentales, harto problemáticas en un Tribunal de tan anómalas características, al que todavía la ONU no ha dado su definitiva aprobación.

La tercera incógnita, más seria que las anteriores, es la de quiénes deberán ser acusados, capturados y sometidos al Tribunal. Fallecido Pol-Pot, ¿qué antiguos dirigentes del Jemer Rojo deberán ocupar el banquillo, para rendir cuentas de la monstruosidad que mandaron cometer? ¿Qué jefes intermedios, encargados de materializar las ejecuciones masivas, podrán ahora ser identificados, capturados y condenados?

Y aquí aparece el cuarto y más grave de todos los problemas, el que más nos hace dudar a priori de la eficacia de ese Tribunal. ¿Cómo actuar seriamente contra los responsables de aquéllos crímenes si el propio primer ministro camboyano, Hun Sen,  fue activo miembro del Jemer Rojo, y varios de sus actuales ministros también formaron parte del régimen de Pol-Pot?  Por desgracia, no pocos responsables de aquellos crímenes ocupan todavía grandes parcelas de poder, y ése es el mejor requisito –como hemos visto en tantos lugares- para asegurarse grandes cotas de impunidad. Para empezar, Hun Sen ya ha colocado al futuro Tribunal en su sitio –su muy limitado sitio- al señalar “el peligro de que este juicio termine por desencadenar otra guerra civil si el Tribunal no actúa con cuidado.”

Bien poco éxito puede augurarse a un Tribunal  que se ve obligado a actuar “con cuidado”, y a juzgar y emitir sentencias condicionado por ese riesgo –real o supuesto- de desencadenar otra “guerra civil”. Se trata de unas condiciones sumamente alejadas de aquéllas que deben prevalecer en un Tribunal Internacional, cuya composición, ubicación y condiciones de trabajo han de permitirle examinar y valorar la gravedad objetiva de los delitos juzgados, y determinar su verdadera autoría, sin verse sometido a fuertes condicionamientos de enfoque, e incluso a limitaciones impuestas en la designación de los imputados.

Quienes cometen este género de crímenes masivos, inmersos de lleno en la categoría de crímenes contra la humanidad, deben comparecer ante un tribunal lo más representativo posible de la propia humanidad. Y para ello, nada mejor que un verdadero Tribunal Penal Internacional, con magistrados de diversos países y razas, los cuales, ajenos a presiones, amenazas y condicionamientos locales, pueda pronunciarse sobre los verdaderos criminales,  condenando a los culpables, absolviendo a los inocentes, y asegurando el cumplimiento de las sentencias.

En Camboya, grandes pirámides de calaveras dan hoy pálido testimonio de lo que algunos monstruos de apariencia humana son capaces de hacer con sus semejantes. A estas alturas, entrados ya en el siglo XXI, está claro que la humanidad no puede permitirse ya una impotencia tan repugnante como la que supondría dejar en la impunidad unos crímenes cuya barbarie y cuyo salvajismo nos humillan a todos los seres humanos sin excepción.


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