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O GINEBRA O LA BARBARIE

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en La Vanguardia (Barcelona), el día 3 de julio de 2004.


Todos los horrores que venimos conociendo sobre los excesos cometidos con los presos en Irak y Guantánamo se inscriben dentro de un fenómeno trágico y largamente conocido: la aplicación práctica de la llamada “teoría de las manos sucias”. Esta teoría, con numerosos seguidores en todas las épocas, puede resumirse así: Todo dirigente,  sea civil, militar o policial, en el desempeño de sus funciones, antes o después se verá obligado a actuar al margen de la ley y de la moral, ‘ensuciándose las manos’ para conseguir una mejor eficacia en el cumplimiento de su misión. En otras palabras: el fin no sólo justifica los medios, sino que la más eficaz búsqueda de ese fin nos obliga a saltar por encima de las leyes, ya que, de no hacerlo así, al aceptar como límites infranqueables los de la ley y la moral, nos encontraríamos con las manos tan atadas que nuestra eficacia se vería gravemente perjudicada.

A la luz de esta teoría y su práctica, el gran problema de la tortura aparece planteado en términos crudos pero sumamente claros. En definitiva, la cuestión central, la gran opción respecto a la tortura como arma militar, se concreta en las dos posiciones contrapuestas que resumimos a continuación.

La primera es aquélla que asume como verdad evidente que las posibilidades de éxito en toda guerra, y en toda batalla, y -por extensión- en toda operación militar, se ven apreciablemente incrementadas por la información obtenida mediante la tortura de los enemigos capturados. Y que, por tanto, el jefe militar no puede ni debe permitirse el lujo de prescindir de esa vía de acceso a la información. En consecuencia, la tortura queda asumida como práctica necesaria y militarmente justificada. Ésta es la posición de los defensores y practicantes, por desgracia numerosos, de la ‘teoría de las manos sucias’ en el ámbito militar.

La segunda posición, en cambio, consiste en asumir que, incluso en el caso de que la tortura y el trato inhumano a los prisioneros permitiera obtener de éstos ciertas informaciones de valor militar, aun así debemos renunciar a esa vía, por ser mucho más valioso lo que se pierde que lo que se gana. Se pierde la dignidad humana del torturador y del torturado, la moral, el honor militar, la defensa de unas formas de vida democráticas, basadas en el respeto a la integridad física y moral de la persona. Y todo ello en aras de lo que supuestamente se gana: esa hipotética, o incluso cierta, información militar. El asumir esta posición, opuesta a las ‘manos sucias’, se traduce en el establecimiento de unas normas, tales como –principalmente– los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, especialmente el Tercero, que impone el correcto trato debido a los prisioneros.

Obviamente, aquéllos que han impuesto la metodología de sufrimiento y humillación aplicada a los prisioneros de Guantánamo y Abu Ghraib (Bush, Rumsfeld, los generales Geoffrey Miller y Ricardo Sánchez, entre otros) participan de lleno, con patriótico entusiasmo y rotunda convicción, de esta lamentable posición moral. Para ellos, la teoría de las ‘manos sucias’ es su Biblia particular.

Sin embargo, la eficacia de la tortura para ganar guerras o evitar desastres se ve reiteradamente desmentida por la historia. El ejército francés se cubrió de ignominia torturando en Argelia y en Indochina, y, sin embargo, las perdió. El ejército imperial japonés cometió atrocidades con sus prisioneros en todos los países que ocupó durante la Segunda Guerra Mundial, y eso no le libró de la derrota. El ejército norteamericano torturó en Vietnam, pero se vio forzado a abandonarlo. Ahora tortura en Irak, pero también tendrá que irse, y ni siquiera consta que tales torturas o vejaciones estén disminuyendo los atentados y el caos, sino más bien todo lo contrario. Todo esto dice muy poco de la tortura como método resolutivo y eficaz, pues su abominable práctica, en definitiva, aparte de aniquilar el honor y la moral militar, acaba mostrándose incapaz de evitar aquellos desastres –o aquellos desenlaces lógicos– que criminalmente pretende impedir.

Se dirá que una protección como la brindada a los prisioneros por los Convenios de Ginebra es una protección débil, incompleta, insegura y sometida a todo tipo de subjetividades, interpretaciones y azares. Por desgracia, así es y así seguirá siendo. Pero esa protección, pese a ser tan débil, tan tenue y tan fácilmente quebrantable, sigue teniendo un inmenso valor. Porque, con toda su fragilidad, constituye la última barrera que nos separa de la barbarie.


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