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Autor: Prudencio García Martínez de Murguía. Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos Artículo publicado en La Vanguardia (Barcelona), el día 3 de noviembre de 2002. Entre las causas generadoras de las gravísimas violaciones de derechos humanos producidas por numerosos ejércitos en las últimas décadas, pueden destacarse dos de especial impacto e intensidad. Y, como vamos a ver, ambas van a verse directamente afectadas –y esperemos que en el futuro notablemente disminuidas- por el funcionamiento del Tribunal Penal Internacional. El primer lugar, como gran factor generador de violaciones de derechos humanos, aparece el concepto de “obediencia debida”, vigente todavía en numerosos Ejércitos, y que se traduce, en la práctica, en una obediencia ciega a todo tipo de órdenes sin excepción, dentro o fuera de la ley. Se considera que el subordinado autor de los crímenes no fue más que un simple brazo ejecutor, sin capacidad decisoria, y que, por tanto, la responsabilidad de tales crímenes recae sobre el superior que se los ordenó cometer. Pero éste, a su vez, queda igualmente eximido, pues él también recibió la orden de su propio superior. De esta forma, la responsabilidad de las órdenes criminales se evapora al ser proyectada hacia niveles cada vez más altos, hasta perderse en las alturas estratosféricas de las cúpulas militares. Las cuales no llegan a ser juzgada jamás, salvo notabilísimas excepciones que sólo confirman la regla general. El segundo factor consiste en la patética debilidad de los aparatos judiciales de esos mismos países, cuyos ejércitos se ajustan a este perfil que acabamos de mencionar. La justicia de tales países, sometida al enorme peso que ejerce el ejército sobre ese tipo de sociedades –habituadas al intervencionismo militar, golpismo y dictaduras incluidas-, se muestra radicalmente incapaz, en la mayoría de los casos, de juzgar y castigar a los responsables de los criminales excesos cometidos. Sólo en ciertos casos, tras soportar increíbles presiones y amenazas, la justicia civil consigue alguna momentánea derrota de la impunidad. Pero su casuística resulta igualmente mínima y excepcional, manteniéndose la impunidad como regla general. Pues bien: el Tribunal Penal Internacional, pese a sus limitaciones, supondrá –cuando alcance su plena operatividad- un duro golpe a estos dos potentes factores de impunidad. En primer lugar, el TPI rechaza el concepto de obediencia debida, imponiendo la desobediencia legítima a las órdenes de carácter criminal. Aquel subordinado que cometa crímenes responderá por ellos, y no le servirá de eximente el haber obedecido a su superior. Las órdenes situadas fuera de la ley no pueden ser cumplidas. Es el concepto de “disciplina estricta dentro de la ley”: plena obediencia dentro de los límites estrictos de la legalidad, pero nunca fuera de la ley. Con ello, el Estatuto de Roma de 1998, regulador del TPI, se ajusta al concepto ya vigente en los códigos militares de los ejércitos más avanzados, asumiendo un correcto concepto de disciplina ya establecido por la actual moral castrense y por la moderna sociología militar. Igualmente, el TPI viene a suplir la raquítica debilidad de la justicia local en tantos países. Al asumir un carácter complementario de la justicia de los estados parte (ratificantes del Estatuto), cuando la justicia de un país no juzgue determinados crímenes de extrema gravedad –sea porque no quiere o porque no puede-, el TPI dispone de jurisdicción para hacerlo. Este tipo de justicia, capaz de extender su brazo por encima de las fronteras y de los regímenes, es exactamente la clase de justicia que tanto temen y tanto rechazan aquellos ejércitos habituados a disfrutar de una plena impunidad local. Pero, al mismo tiempo, es el tipo de aproximación a ese principio de Justicia Universal que, aunque sin llegar a su plenitud –siempre inaccesible-, nos permitirá disminuir el número de crímenes que hasta ahora podían cometerse en la más intolerable impunidad. Páginas relacionadas: Crímenes de Genocidio y Contra la Humanidad
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