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INMUNIDAD 'VERSUS' JURISDICCIÓN UNIVERSAL

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 2 de noviembre de 1998.


La justicia, rebajada a pura formalidad. Exquisitez formal y aniquilamiento de lo substancial. La justicia británica nos obsequia con este espléndido hallazgo jurídico y moral de su magistratura: No importa si el general Augusto Pinochet fue o no fue un abominable criminal, capaz de ordenar la tortura y el exterminio de sus adversarios políticos, incluso si éstos habían llegado al poder por la vía pacífica y democrática de las urnas. Nada importa el número de secuestrados, el número de torturados, el número de asesinados cumpliendo sus órdenes, en Chile o en lejanos países extranjeros. Ninguna de estas pequeñeces importa. Lo que importa es si el general tiene o no tiene inmunidad.

Y resulta que sí la tiene. Ni siquiera importa el origen bastardo de esa inmunidad. El propio general se autodesignó Jefe del Estado. Él se autoinvistió de la condición de juez y de verdugo. Él se autoamnistió. Él se fabricó su propia Constitución. Él se autodesignó senador vitalicio. Él se autodotó de inmunidad. Y, según los jueces ingleses, esto es lo único que cuenta. Este es el dato definitorio: fue Jefe de Estado, luego tiene inmunidad. Las vías no cuentan. Los cadáveres dejados en el camino, los charcos de sangre, la cabeza acribillada de Allende, las manos cortadas de Victor Jara, el cadáver del español Carmelo Soria torturado hasta la muerte e introducido en su coche, pretendidamente volcado y hundido por accidente en el agua de un canal. Los cadáveres de Orlando Letelier y su secretaria en Washington, los del general Carlos Prats y su esposa en Buenos Aires, los de Bernardo Leighton y la suya en Roma. Nada de esto importa, comparado con el detalle fundamental: el general tiene inmunidad.

"Los hechos imputados sucedieron cuando el acusado era Jefe del Estado. Por tanto ahora, en su actual condición de ex Jefe de Estado, le ampara la inmunidad." The High Court dixit. Bajo este sólido principio, Hitler y Pol-Pot, tras sus respectivos holocaustos, hubieran podido acogerse al confortable refugio británico con todas las garantías. Ambos perpetraron sus genocidios siendo Jefes de Estado, luego a posteriori les amparaba la inmunidad. Seguro que Milosevic y Karadcic se frotan ya las manos con un inmenso respiro de alivio y satisfacción, pues perpetraron sus limpiezas étnicas siendo presidentes de Serbia y de la República Sprska respectivamente, lo cual les asegura en el Reino Unido el lugar ideal para su futuro retiro, a salvo de todo intento de extradición. Excelente principio para un Derecho Internacional del siglo XXI, cortado a la medida de los dictadores pasados y, sobre todo, de los futuros. La moraleja es obvia: no hay crimen ni exceso, por terrible que sea, que un Jefe de Estado no pueda permitirse al amparo de su inmunidad. He aquí, pues, la nueva fórmula: "Inmunidad = Definitiva Impunidad."

El rotundo y sonoro argumento de que Chile –o Argentina-, como país soberano, no puede tolerar la injerencia de un poder judicial extranjero a la hora de detener, juzgar y sentenciar a uno de sus ciudadanos, merece de parte española dos respuestas igualmente rotundas, una de ámbito nacional y otra de orden internacional. Primera: España, como país soberano, no puede tolerar pasivamente que ciudadanos españoles sean secuestrados, brutalmente torturados y asesinados en otro país, mientras sus asesinos y torturadores permanecen sin ser jamás juzgados por la justicia local. Y segunda: la comunidad internacional, en las últimas décadas, ha ido estableciendo y afianzando progresivamente el principio de "injerencia humanitaria", en virtud del cual la defensa de los derechos humanos no reconoce fronteras cuando los perpetradores de cierto tipo de crímenes, de extraordinaria gravedad, consiguen asegurarse una plena impunidad en su propio país. En tales casos adquiere plena legitimidad la llamada extraterritorialidad o jurisdicción universal -por encima de las fronteras y los regímenes–  incluso con independencia de la nacionalidad de las víctimas.

Al amparo de ese principio, Francia juzgó (en ausencia) y condenó a reclusión perpetua al siniestramente famoso capitán argentino Alfredo Astiz. A su vez, en aplicación de ese mismo principio, dos altos jefes militares chilenos fueron condenados por la Justicia italiana (también en ausencia) a veinte años de prisión. También en virtud de este concepto legal, una serie de militares chilenos y argentinos se encuentran encausados por diversos jueces de Italia, España, Suecia, Alemania y Estados Unidos. Y también en el marco del mismo principio de jurisdicción universal, nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 23.4) establece la competencia de los tribunales españoles para juzgar delitos de genocidio, terrorismo o torturas cometidos en el extranjero, incluso con independencia de que las víctimas sean españolas o no. Precisamente al amparo de dicho principio y de la citada LOPJ, el juez Baltasar Garzón  emitió su auto de prisión incondicional contra Pinochet, aparte de sus anteriores órdenes de busca y captura internacional contra doce mandos militares argentinos, incluido un ex presidente de facto de la República y un miembro de la primera Junta Militar.

Lo ocurrido con el general  Pinochet viene a revelar hasta qué punto este tipo de órdenes judiciales no pueden ser tomadas en broma, sino que pueden colocar en muy serios aprietos a los imputados. En cuanto a la competencia jurisdiccional española para tales acciones judiciales,  tal competencia nos ha sido ya reconocida por el Pleno del Parlamento Europeo, por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, por la Fiscalía de la Confederación Helvética, y por los Tribunales de Justicia de Francia, Suecia, Italia y Alemania. Es decir, por los más avanzados países de la tierra.

A nadie se le oculta que la plena aplicación de este principio y su adecuada operatividad no resultarán efectivas hasta que se logre establecer el futuro Tribunal Penal Internacional, no en su pobre versión diseñada el pasado verano en Roma, sino con una plenitud de facultades, incluida la disposición de una potente y eficaz Policía Judicial Internacional, capaz de capturar y entregar a sus jueces a los grandes criminales y genocidas, en cualquier lugar del mundo donde éstos se puedan hallar. Entre tanto, y en ausencia de ese tribunal y de esa policía (aunque sin despreciar el carácter pionero del Tribunal de la Haya para la antigua Yugoslavia y Ruanda), frente a los grandes asesinos que consiguen hacer imposible su juicio local, sólo nos queda la imperfecta, incompleta, deficiente y problemática herramienta que constituye la ya citada "jurisdicción universal". Denominación tan optimista como difícilmente practicable, siempre erizada de problemas internos y externos, y rodeada todavía de todo género de limitaciones y entorpecimientos a la hora de su aplicación. Pero a la que entre tanto, y pese a todo, la comunidad internacional no puede ni debe renunciar.

La extravagante decisión judicial británica, que no niega en ningún momento los crímenes de Pinochet, pero sí ignora olímpicamente el espíritu y la letra de los principales Convenios Internacionales sobre Derechos Humanos –suscritos también por el Reino Unido-, viene a ratificar, en su peor versión, el viejo concepto de la "no injerencia en asuntos internos", el argumento defensivo predilecto de las grandes dictaduras y de los peores represores. Grave precedente jurisprudencial, y lamentable retroceso en cuanto a la progresiva implantación del gran principio básico que habrá de regir la defensa de los derechos humanos en el siglo XXI: la persecución, por encima de fronteras y regímenes, de los grandes violadores de derechos humanos mediante la aplicación permanente, sistemática y sólidamente establecida de la jurisdicción universal para aquellos delitos que, por su naturaleza, no afectan únicamente a sus víctimas directas, sino al conjunto de la humanidad.


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