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PINOCHET, TORTURA Y CRONOLOGÍA DE LA IMPUNIDAD

 


Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 13 de abril de 1999.


En su fallo del pasado 24 de marzo, dos de los jueces lores estimaron que debían negar la inmunidad al general Pinochet de manera total, sin ninguna limitación cronológica. Otros cuatro estuvieron de acuerdo en dicha negación, pero aplicada sólo desde 1988, tres de ellos a partir del 8 de diciembre (fecha de entrada en vigor en el Reino Unido de la Convención Internacional contra la Tortura) y uno a partir del 29 de septiembre de dicho año (fecha de la promulgación de su nueva Ley de Justicia Penal). Sólo uno de los siete jueces fue partidario de otorgar al general  plena inmunidad,  sin ningún género de limitación.

Esta abrumadora proporción de seis a uno a favor del rechazo de la inmunidad de los jefes de Estado, en materia de tortura y otros tratos indignos de la condición humana, supone el aniquilamiento del repulsivo argumento invocado por la defensa del general, que intentaba presentar la tortura como "acto de Estado", y como tal, amparado por la inmunidad soberana que supuestamente correspondería a cualquier ex dictador, por mucho que hubiera practicado la tortura a través de su aparato represor.

Excelente decisión, pues, para la comunidad defensora de los derechos humanos, y pésima noticia para los partidarios de los dictadores sin escrúpulos, que, en el caso concreto de los pinochetistas, se ven privados de su argumento cualitativo central. Con ello solamente les queda una raquítica y residual argumentación cuantitativa, de miserable nivel moral, rebajada a un orden puramente numérico: la drástica reducción de la cifra de delitos que, por simple límite cronológico, pueden ser imputados a su carismático líder. Felices ante tal hallazgo, los partidarios de Pinochet se frotan las manos de satisfacción al comprobar que el azar les ha deparado una fecha límite, de la que no tenían ni noticia, pero que les regala una espectacular disminución del número de casos susceptibles de imputación.

No se nos ocultan, sin embargo, los aspectos siniestros y decepcionantes –e incluso incomprensibles- de dicho fallo, que también los hay. De él han desaparecido, como delitos imputables, varios de los que aparecían en el fallo anterior, que no sólo negaba por completo al general la inmunidad sin ninguna limitación temporal, sino que abría paso a la resolución emitida el pasado 9 de diciembre por el ministro del Interior, Jack Straw. Tal resolución permitía proceder contra el general por los delitos de asesinato y conspiración para el asesinato, toma de rehenes y conspiración para la toma de rehenes, tortura y conspiración para la tortura. De estas figuras delictivas, todas de evidente gravedad, la nueva decisión de los lores sólo mantiene dos de ellas: tortura y conspiración para la tortura, y éstas sometidas a la dura limitación cronológica ya citada.

De ello se desprende que la tortura parece haber acaparado toda la atención de los jueces lores en su última resolución, considerándola al parecer como único delito no cubierto por la inmunidad soberana. Los asesinatos y toma de rehenes, en cambio,  parecen haber sido considerados como actos de Estado cubiertos por dicha inmunidad. Increíble y lamentable retroceso respecto al fallo anterior de los propios jueces lores, y que implica amparar con la inmunidad actos tan abominables como –por ejemplo- el secuestro de personas no acusadas de implicación subversiva, pero que fueron capturadas como rehenes para, mediante la amenaza de causarles daños graves, ejercer presión sobre uno de sus seres queridos –supuestamente subversivo- con objeto de arrancar de éste alguna determinada información que se resistía a dar. He aquí, pues, una de las más execrables formas del delito de toma de rehenes, que fue contemplada como imputable por el primer fallo de los lores y que ha sido inexplicablemente excluida del segundo. 

Con toda independencia de cuál pueda ser la próxima decisión del ministro británico del Interior, hay algo que ya salta a la vista, una vez más, con esplendorosa claridad: la abismal diferencia moral entre quienes persiguen la aplicación de la justicia sobre un implacable –aunque todavía presunto- delincuente internacional (imputado de gravísimos delitos dentro y fuera de su país) y la de quienes pretenden asegurar esa impunidad que todavía aspira a perpetuar.

Los primeros, los que, con plena justicia, persiguen judicialmente a Pinochet, pese a esa fuerte limitación cronológica impuesta por la justicia británica, tienen de su lado la inmensa fuerza moral derivada del exacto conocimiento de la magnitud de los crímenes y de las torturas perpetradas en los años inmediatos al golpe de 1973, mucho más graves, más brutales y más numerosos que los registrados en el tramo final de la dictadura. Saben, en consecuencia, que Pinochet es moralmente perseguible, reprobable y condenable por delitos de una gravedad y una cuantía incomparablemente superiores a los cometidos después de 1988. Y también saben, sobre todo, algo mucho más importante aún: la inmensa necesidad de quebrantar de una vez el ciclópeo bunker de la impunidad garantizada, que ha venido asegurando históricamente a los militares golpistas y torturadores latinoamericanos la plena certeza de que les bastaba con imponer su impunidad en su propio país, pues sabían que jamás serían castigados por sus excesos en ningún otro lugar.

Frente a esta fuerza moral de quienes pretenden que Pinochet sea sometido a la justicia, aquéllos que, por el contrario, pretenden seguir aferrados al viejo modelo de la impunidad, haciendo imposible el juicio del ex dictador, necesitan pisotear, negar o ignorar una serie de realidades de enorme magnitud. Necesitan ignorar, negar o silenciar el hecho de que la tortura estaba ya tipificada  como un execrable delito tanto en Chile como en el Reino Unido desde mucho antes de 1988, incluso desde antes del golpe de 1973, aunque todavía no la tuvieran conceptuada como internacionalmente perseguible. Para defender y ensalzar a Pinochet necesitan, entre otras cosas, actuar y manifestarse como si la tortura no fuera uno de los delitos más repugnantes que el ser humano puede perpetrar, ignorando todos los pronunciamientos al respecto, tanto los de Naciones Unidas y de las convenciones internacionales como los de la propia Iglesia Católica, que señala a la tortura como práctica criminal, indigna de la condición humana.

Necesitan recurrir a argumentos como éste, que un intrépido pinochetista nos ofrecía ante las cámaras de televisión:  "Después del fallo de los lores sólo quedan en pie uno o dos presuntos delitos de torturas, un exceso que hubiera podido producirse en cualquier otro país."  Es decir: desaparición absoluta de todos los crímenes y torturas perpetrados durante los quince años siguientes al golpe militar que elevó al poder a Pinochet. Milagros de la cronología legal y de la prestidigidación judicial: no hay otros excesos punibles que los posteriores a 1988, y éstos, en suma, quedan reducidos a unos pocos casos de mínima significación. Asumiendo como cierta la grotesca y miserable falsedad de este planteamiento, los valedores del ex dictador necesitan hablar y actuar como si ignoraran algo tan enorme y tan trágico como lo ocurrido en Chile desde aquel 11 de septiembre de 1973 hasta diciembre de 1988. Necesitan silenciar, ignorar o negar los miles de crímenes perpetrados por la represión de Pinochet durante aquellos largos años, los miles de sesiones de tortura, tantas veces mortal, abominables delitos que el informe Rettig detalla con suficiente precisión y claridad.

Toda esta inmensa basura moral necesita ser tragada, asimilada e incorporada a sus mentes y conciencias por aquéllos que pretenden defender la impunidad de Pinochet. Todos estos degenerados conceptos, todos estos flagrantes olvidos e ignorancias deliberadas han de nutrir sus argumentos para poder defender y perpetuar la impunidad del ex dictador, y decimos precisamente su impunidad y no su simple inmunidad, pues ésta no ha sido para ellos otra cosa que el prodigioso instrumento cronológico que les permite cubrir con un tupido velo los atropellos cometidos por su admirado general durante quince de los dieciséis años y medio que permaneció en el poder. Especialmente, durante aquellos primeros años en que sus excesos alcanzaron los más graves niveles en cuanto a volumen y crueldad.

La justicia española está reforzando su acusación con nuevos casos, correspondientes al período señalado por los lores como susceptible de imputación. Esperamos que Mr. Straw, por encima de todas las presiones a que se ve sometido, mantenga –como mantuvo en su decisión del pasado diciembre- la entereza suficiente para sobreponerse, una vez más, a todo este conglomerado de ruindad y miseria moral.


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