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EL GENOCIDIO DE GUATEMALA

 

Ficha Técnica del Libro  -  Índice  - Autor: Prudencio García


 

CAPÍTULO 2.-

VIOLACIONES DE DERECHOS HUMANOS EN UN MARCO DE CONFLICTO INTERIOR

- - - - -

Ejemplo paradigmático:

 la indescriptible tragedia de Guatemala (1962-1996), especialmente durante el ‘quinquenio negro’ (1978-1983)

 

 

ÍNDICE del Capítulo 2

 

2.1. La represión militar en el ámbito político y social. Algunos casos de especial significación

a) Asesinatos de los políticos Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta (1979)

b) Asesinato de la antropóloga Myrna Mack (1990)

c) Asesinato del político, candidato presidencial y periodista Jorge Carpio Nicolle (1993)

2.2. La represión militar en el ámbito rural. Inaudita acumulación de casos de tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes

a) El fuego como instrumento de tortura y de ejecución extrajudicial

b) El colgamiento y las distintas formas de asfixia

c) Las mutilaciones, como formas atroces de tortura y de ejecución

d) Empalamientos y crucifixiones

e) Civiles forzados a matar a sus vecinos y allegados

f) Otras formas de tortura de gran crueldad y larga duración: hoyos, pozos, fosas fecales, reclusión con cadáveres descompuestos

g) Las masacres. Matanzas colectivas y exterminio de comunidades

h) Violencia desatada contra la niñez

i) Violencia sexual contra la mujer

j) Falsa atribución a la guerrilla de crímenes perpetrados por fuerzas militares

k) Otros excesos. Casos de antropofagia y coprofagia en el marco de la represión militar

2.3. Causa esencial de estos excesos: un modelo degradante de formación militar

2.4. Primeras conclusiones cualitativas y cuantitativas sobre estos comportamientos aberrantes

2.5. Principales conclusiones de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) de la ONU sobre la represión militar en Guatemala

2.6. Precario intento de respuesta documental por parte del Ejército

 


 

Hasta aquí, la Sociología.  A  partir de aquí, los hechos.

Los hechos –trágicos, por desgracia- que vamos a exponer, corresponden a  com­porta­mientos militares de uno de los muchos Ejércitos que han incurrido, cada uno en su mo­mento y a su manera, en graves violaciones de los derechos humanos, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. De los muchos ejemplos posibles, consideramos que el de Gua­te­ma­la constituye un caso especial­mente descriptivo que nos ilustra como pocos sobre aquellos aspectos de los comporta­mientos militares en los que nuestra investigación preten­de profundizar.

De hecho, el terrible drama desarrollado en Guatemala durante su conflicto interno de 35 años (1962-1996, ambos inclusive) supera en extensión y gravedad a todo lo conocido en cualquier otro lugar de América Latina en materia de derechos humanos y relaciones Ejército-Sociedad. 

Sin que ello implique menosprecio hacia otros informes y documentos de distintas organiza­ciones, ampliamente descriptivos del drama guatemalteco, es obligado señalar que existen dos docu­men­tos históricos, ambos contundentes e incontestables, absoluta­mente ineludibles para todo aquél que pretenda aproximarse al conocimiento de lo que allí sucedió. El primero, cronológicamente, es el informe REMHI (Recuperación de la Memoria Histórica), texto de 1500 páginas en cuatro tomos, fruto de los tres años de investigación desarrollada por la ODHAG (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatema­la). El director de tal investigación y obispo auxiliar de la archidió­cesis, monseñor Juan Gerardi, fue asesinado el 26 de abril de 1998, dos días después de haber presentado oficialmente dicho informe. 

El segundo de los informes mencionados, aunque primero en importancia por su procedencia, concepción, extensión y planteamiento técnico -documento que puede considerarse como la última pala­bra de la comunidad internacional sobre la tragedia que nos ocupa- es el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) de Naciones Unidas sobre Guatemala (doce tomos, 3.800 pági­nas), fruto del trabajo de la citada Comisión investi­gadora (*),  apoyada  por carac­terizados expertos internacionales, pero cuyo esfuerzo más duro fue ejecutado por los cientos de investigadores que desarrollaron la tarea de campo. Trabajo que permitió acumular los miles de casos y testimonios que servirían de base al largo y complejo informe final, que fue presentado al Secretario General de Naciones Unidas el 25 de febrero de 1999. Se trata de un documento de gran alcance, que profundiza en las causas históricas, sociales, políticas y económicas del conflicto, su gestación, desarrollo y resultados, inclu­yen­do una amplísima casuística de testimonios registrados, hasta desembocar en sus conclusiones finales y sus necesarias recomendaciones para el futuro.

(*) La Comisión propiamente dicha estuvo constituida por tres miembros: el profesor ale­mán Christian Tomus­chat, de la Universidad de Heidelberg, y dos personalidades guatemal­te­cas:  Otilia Lux de Coti, caracterizada represen­tante de la etnia maya y posteriormente ministra de Cultura, y el profesor Alfredo Balsells, de la Universi­dad de San Carlos. Entre los expertos que asumieron los aspectos analíticos y valorativos se incluyó el autor de esta obra, que prestó en la propia CEH sus servicios como consultor internacio­nal.

 

2.1.  LA REPRESIÓN MILITAR EN EL ÁMBITO POLÍTICO Y SOCIAL. ALGUNOS CASOS DE ESPECIAL SIGNIFICACIÓN.

Hay que destacar que la represión desarrollada por las Fuerzas Armadas de Guatemala, en el marco de la denominada Doctrina de Seguridad Nacional en su versión guatemalteca (la de mayor crueldad conocida), se caracterizó por la existencia práctica de dos diferentes niveles o modelos de actuación: el ejercido en el ámbito político y social (casi siempre en áreas urbanas) y el practicado contra las comunidades mayas (casi siempre en ámbito rural), que examinaremos después.

El primer modelo represivo, predominantemente urbano, presentó características similares a las registra­das en tantos países latinoamericanos por aquellas décadas, a saber: elimi­na­ción de presun­tos "subversivos"  -no sólo de guerrilleros armados, sino de una inmensa gama de personas pacíficas y desarmadas, incluyendo políticos, estudiantes, activis­tas sindicales, dirigen­tes popu­la­res, maestros, profe­so­res universitarios, eclesiásticos, dirigen­tes de derechos humanos, etc.-, cuya actuación más o menos opositora o reivindicativa (no violenta en la gran mayoría de los casos) determinaba que fueran englobados, por los servicios militares de información, dentro de la vasta y mortal categoría de ‘enemigo interior’ de necesaria eliminación. Dentro de los miles de casos registrados en este ámbito, he aquí algunos de los que produjeron mayor conmoción en la sociedad guatemalteca. 

 

a) Asesinatos de los políticos Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta (1979)

El diputado, economista y diplomático Alberto Fuentes Mohr, tras sobrevivir a un atentado en 1971 manifestó: "Trata­ron de asesinarme por el crimen de desear que se respetaran los derechos humanos en mi país; por el crimen de querer contribuir a erradicar la insufrible miseria y el terror en que viven la gran mayoría de los guatemaltecos" (6).  Finalmente sería asesinado el 25 de enero de 1979, al volante de su automóvil, unas horas antes del momento previsto para inscribir oficialmente el parti­do que pretendía fundar. Cuatro días después, un testigo directo del crimen era asesinado también.

Apenas dos meses más tarde, el 22 de marzo de 1979, el popular dirigente laboral y ex alcalde de la capital de Guatemala, Manuel Colom Argueta, fue muerto a tiros  junto con dos de sus guarda­espal­das, en pleno centro de la ciudad, en una operación militarmente planificada, en la que los agresores se desplazaban en tres automóviles y dos motocicle­tas, a muy poca distancia de la sede central de la Policía (7).   El año anterior, el mismo Colom Argueta había denunciado que la agencia militar entonces llamada "Policía Regio­nal"(*), dependiente del Estado Mayor Presi­den­cial, "era un escuadrón de la muerte" (8).   Dato cuya exactitud  -aparte  de  ser de amplio conocimiento público- resultó plenamente ratifica­da en informes posteriores, tanto por Amnistía Internacional y por Naciones Unidas como por documentos policiales y judiciales guatemaltecos. Informes y documentos que evi­den­ciaron la intensa partici­pa­ción del órgano de inteligen­cia militar del Estado Mayor Presidencial en la comi­sión de importantes crímenes en el marco de la represión contra personalidades de la opo­sición:

  • "Amnistía internacional recibió numerosos informes que implicaban en delitos graves contra los derechos humanos a agentes vinculados a la oficina del Estado Mayor Presidencial. En 1981, la organización (AI) describió cómo una agencia militar especiali­zada de la Presidencia coordinaba las operaciones secretas y extralegales del gobierno: por ejemplo, decidía quién debía desaparecer o morir, y ejecutaba esa decisión." (9)

  • Igualmente, existe amplia constancia testimonial de la participación masiva en los crímenes de la represión del otro gran organismo de los servicios de información  militar en Guatemala: la G-2, o sección de inteligencia existente en todas las unidades de las Fuerzas Armadas guatemaltecas, cuyos miembros tenían, entre otras misiones, la de interrogar bajo tortura y asesinar a los sospechosos de alguna forma de colaboración con la guerrilla.

(*) Esta agencia, situada bajo la autoridad del Estado Mayor Presidencial (EMP), fue conocida a lo largo de los años por diferentes nombres, tales como  "Agencia Presidencial", "Agencia de Inteligen­cia de la Presidencia", "Centro Regional de Telecomunicaciones" (por su ubicación durante cierto período), "Policía Regional", "Servicio Especial de Comunicaciones de la Presidencia" , y, en años posteriores,  “el Archivo del EMP", o, simplemente, "el Archivo".  Dicho "Estado Mayor Presidencial" (creado y concebido inicialmente para asegurar la protección del Presidente de la República y su familia, y para prestarle asistencia técnica en el plano militar), disponía, sin embargo, de un poderoso sistema de información, capaz de realizar sus propias operaciones de inteligencia, a partir de las cuales decidía y ejecutaba la eliminación de opositores en cualquier área de la socie­dad guatemal­teca, incluidas importantes personalidades como las aquí citadas. Para ello contaba no sólo con sus propios equipos especializados, personales y materiales, sino también con los medios que ponía a su disposi­ción la Dirección de Inteligencia del EMDN (el poderoso servicio militar de información del Estado Mayor de la Defensa Nacional). Ello le permitía ejecutar dichas eliminaciones, que podían revestir distintas formas: secuestro, interrogato­rios bajo tortura y muerte, o bien ejecu­ción directa, en plena calle, de las víctimas señaladas. Asesinatos, a veces –como veremos-, enmascarados bajo la falsa apariencia de delito común.

 

b) Asesinato de la antropóloga  Myrna Mack (1990)

Otro caso notable fue el asesinato de la antropóloga guatemalteca Myrna Mack, destacada investigadora de AVANCSO (Asociación para el Avance de las Ciencias Socia­les), apuñalada por un suboficial, miembro especialista del servicio militar de información del Estado Mayor Presidencial (EMP) el 11 de septiembre de 1990 al salir de su oficina, en el centro de la ciudad de Guatemala, con la burda pretensión –como en otras actuaciones de dicho servicio- de hacer pasar el crimen por un episodio de delincuencia común.

Respecto a los motivos de su eliminación, el informe de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI) del Arzobispado de Guatemala precisa los datos siguientes:

"Hacia 1990 Myrna Mack era la única experta independiente en el tema de los desplazados internos a causa del conflicto armado. Este era un tema exclusivo del Ejército y considerado estra­tégico en sus últimos planes militares de campaña. Su objetivo era recuperar (capturar) a los despla­zados en la montaña para erosionar la base social guerri­lle­ra y eludir el costo político de reconocerle beligerancia a la guerrilla en la víspera del inicio de las conversaciones de paz." (10) (El paréntesis pertenece al texto original. El subrayado es nuestro).

"Sin embargo, el 7 y 8 de septiembre de 1990, parte de estos desplazados, llamados desde 1987 ‘Comunidades de Población en Resistencia’ (CPR), dieron a conocer su existen­cia en Guatemala a través de un 'campo pagado' (anuncio publicitario) en los periódicos, y reclamaron que se les recono­ciera como población civil no combatiente. Esta declaración rompió la línea de operación militar que se llevaba en ese momento. Por lo tanto, tuvo un efecto en la seguridad del Estado." (11)

Esta supuesta intromisión en un campo que los militares consideraban de su incumbencia estratégica, y esta profunda alteración de sus planes previstos, fue conside­rada por ellos suficiente­mente grave como para actuar con la máxima dureza  contra quien ponía en peligro su línea de acción contrainsurgente, amenazando por tanto, según ellos, la propia seguridad del Estado. Sin embargo la imputación de dicho documento a Myrna Mack era errónea.  Tal como precisa el mismo informe REMHI:

"La inteligencia militar atribuyó equivocadamente a Myrna Mack la autoría de ese documento y decidió asesinarla como represalia, y para enviar un mensaje a los sectores civiles, como la iglesia católica, las ONG y otros, que querían intervenir apoyando la reinserción de las CPR (las ya citadas Comunidades de Población en Resistencia), al margen del control del Ejército." (12)

Se trató, por tanto, de una conclusión equivocada extraída por dicho servicio de información militar, pero, dadas las características de tal servicio, aquella valoración errónea se convirtió en mortífera para la víctima.(*)

(*)  En efecto, la declaración de las CPR fue aprobada en asamblea celebrada por éstas. Después, dichas comunidades solicitaron al obispo de El Quiché, monseñor Julio Cabrera, que diera a conocer el documento al entonces presidente Vinicio Cerezo. Tras dos meses de intentos infructuosos sin conseguir concertar una cita con el presidente, las CPR decidieron hacer pública su declaración a través de la prensa.  Myrna Mack  asesoraba al obispo en sus gestiones, pero no tuvo parte alguna ni en la redacción ni en la publicación del documento. Obviamente, huelga decir que, incluso si tal documento hubiera sido absolutamente suyo, la orden de asesinarla por tal motivo hubiera sido igualmente criminal, como tantas otras actuaciones del EMP.

Tras el asesinato de Myrna, su hermana Helen Mack creó la Fundación Myrna Mack,  al frente de la cual emprendió la dura tarea de reivindicar la figura de su hermana y llevar ante la justicia a sus asesinos. Gracias a su prolongado esfuerzo, entereza y tenaci­dad, se logró finalmente probar, por vía policial y judicial, la identidad del autor material del crimen. Este no fue otro que el sargento especialista Noel de Je­sús Beteta, destinado en el Estado Mayor Presidencial, quien, cumpliendo órdenes de sus superiores, se limitó a ejecutar una de tantas operacio­nes de seguimiento y eliminación de personalida­des consideradas peligrosas por el Ejército. Aunque esta vez, y en destacada excepción del modelo de impunidad habitual, los hechos pudieron ser -aunque sólo en parte- judicialmente probados y casti­gados.

Los obstáculos interpuestos a la investigación y al proceso judicial fueron -y siguen siendo- todo lo enormes que cabía esperar de esa "cultura de la impu­ni­dad" que caracte­riza a tantas instituciones -militares, policiales y judiciales- de la región. Y el precio no fue precisamente pequeño, pues incluyó la vida del investigador princi­pal, como vamos a ver.

El informe REMHI precisa al respecto:

"La noche del 11 de septiembre de 1990, la antropóloga Myrna Mack Chang fue atacada por un comando operativo de la inteligencia militar dirigido por el sargento Noel de Jesús Beteta, miembro de un Grupo Especial asignado al 'Archivo'. Myrna Mack salía de las oficinas de AVANCSO situadas en la 12 Calle y 12 Avenida de la Zona 1 cuando fue sorprendida por sus agresores, quienes así culminaban un seguimiento de dos semanas sobre la víctima. El cuerpo de la antropóloga quedó mortalmente herido con 27 puñala­das." (13)

"Helen Mack, hermana de Myrna, decidió emprender un arduo esfuerzo en los tribuna­les para identificar y sancionar a los autores del asesinato. No obstante, las múlti­ples irregularidades judiciales fueron desvelando varios eslabones de una amplia cadena de impunidad, que había empezado desde el día del asesinato en aspectos tales como el encubrimiento de la Policía Nacional, los vicios de la investigación forense y la alteración de la escena del crimen." (14)

Según corroboran tanto los investigadores de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) como los del REMHI, las amenazas, presiones y todo género de entorpeci­mientos determinaron -como siempre en este tipo de casos- la escasa duración de los jueces que intervenían en el procedimiento, sus múltiples relevos y abandonos del caso, la fuga de testigos amenazados, la pérdida de valiosos elementos de prueba, la no realiza­ción de pruebas fundamentales, la falsificación de informes policiales, etc.:

"Hubo doce cambios de juez en el proceso, mucho atraso, y pérdida de evidencias (no se examinaron las huellas alrededor de la víctima, ni la muestra de piel del victimario encontrada en las uñas de la víctima, ni la ropa de la víctima, etc.)." (15)

"Por otro lado, la Policía Nacional elaboró dos informes: uno, mutilado, que fue enviado a los tribunales desligando al Ejército de cualquier responsabilidad y levantando la hipótesis de que el móvil del delito era el robo; el otro, que identificaba a Noel Beteta como uno de los autores materiales y planteaba la motivación política del asesinato, permaneció oculto." (16)

"Este informe fue presentado con posterioridad a los tribunales por el jefe del ministerio Público, Acisclo Valladares, tras el cambio del director de la Policía, y fue ratifi­ca­do por el encargado de la investigación, el agente José Miguel Mérida Escobar, a pesar del miedo que sentía. 'He firmado mi sentencia de muerte', expresó después de su declaración oficial." (17)

Este heroico policía, que fue capaz de ratificar judicialmente el informe verdadero, poniendo su conciencia cívica por encima de su miedo (absolutamente justificado, por otra parte), no se equivocó al formular tan siniestro pronóstico. Apenas un mes más tarde  pagaba con su vida su arriesgada aportación a la lucha contra la impunidad:

"El 5 de agosto de 1991, a sólo 50 metros del Cuartel General de la Policía Nacional, fue asesinado el investigador José Miguel Mérida Escobar, quien había dirigido las pesquisas y confirma­do la validez del informe completo. Otros testigos del caso fueron amenazados y varios se vieron obligados a abandonar el país, entre ellos el segundo investigador, colega de Mérida, Julio César Pérez Ixcajop." (18)

La muerte a tiros del agente Mérida,  demostró una vez más la firme determina­ción del aparato de inteligencia militar en garantizar su impunidad, afianzada no sólo mediante la desaparición de las víctimas así eliminadas sino también por el amedrentamiento de tantas otras personas que, sin asumir actitudes tan arriesgadas, al verse directamente amena­zadas optaron por el silencio forzado, e incluso, en tantos casos, por el rápido abandono del país.

Pero esta vez el sacrificio no iba a resultar inútil. Con la investigación enfocada bajo la hipótesis correcta, y bajo el persistente impulso de Helen Mack y su Fundación Myrna Mack al frente de la acusación particular, se consiguió que el ya citado sargento Beteta, huido a los Estados Unidos, fuera capturado en dicho país y extraditado a Guatemala en diciembre de 1991. Tras innumerables incidencias judiciales y sucesivos cambios de juez    –habitual fenómeno guatemalteco, derivado de las terribles presiones de todo tipo que pesan sobre el aparato judicial cuando los acusados son militares-, se logró que el asesino fuera juzgado y senten­ciado el 12 de febrero de 1993. Hoy, el sargento Beteta cumple una sentencia de 30 años de prisión inconmutable, como autor material, convicto y confeso, del asesinato de Myrna Mack.

Respecto a los autores intelectuales del crimen, es decir, aquellas autoridades militares que dieron la orden de ejecutar la operación, el esfuerzo ha resultado hasta la fecha también fructífero, aunque de forma incompleta, como vamos a ver. Las evidencias, abrumadoras, apuntaban inexorable­mente a los tres jefes militares de los cuales Beteta dependía orgánica y operativamente: el general  Edgar Godoy Gaitán (entonces jefe del Estado Mayor Presidencial), el coronel Juan Va­len­cia Osorio (entonces jefe del "Archivo", uno de los nombres utilizados, como ya vimos,  por la unidad operativa del propio EMP, auténtico “escuadrón de la muerte” según la exacta definición que le aplicó, antes de ser asesinado, el que fue alcalde de Guatemala Manuel Colom Argueta), y, por último, el coronel Juan Guillermo Oliva Carrera (entonces teniente coronel, directamente subordinado al anterior). 

La directa dependencia jerárquica del autor material respecto a estos tres jefes permitió a Helen Mack actuar judicialmente contra ellos y conseguir su procesamiento. En este sentido constata el informe REMHI:

"El análisis de la información sugiere indicios y elementos de prueba sobre la responsabilidad de Godoy Gaitán, Valencia Osorio y Oliva Carrera, quienes habrían llevado a cabo un plan que consistió en organizar un aparato de vigilancia de las actividades de Myrna Mack y ordenar su asesinato a los miembros del EMP que llevaron a cabo la vigi­lan­cia. La Oficina del Procurador de los Derechos Humanos (PDH) concluyó en 1992 una investigación sobre el asesinato de Myrna Mack y lo calificó de 'ejecución extrajudicial cometida por las fuerzas de seguridad del Estado'." (19)

Pese a todo, la investigación y la actuación judicial en este terreno iban a tropezar  con la barrera infranqueable que, en este tipo de Ejércitos, siem­pre protege a los respon­sa­bles de nivel superior. Según constata el mismo informe:

"El Ministerio de la Defensa obstruyó las diligencias judiciales, rechazó las peticio­nes de información y mostró una actitud negligente. Argumentando que la información solicitada era secreta, diluyó la responsabilidad de los tres oficiales del EMP imputados (general E.G.G., coronel J.V.O. y teniente coronel J.O.C., antes citados) hasta el punto de no esta­ble­cer las tareas de Beteta Alvarez en el Archivo ni responder quién supervisaba su trabajo. Asimismo fueron alteradas pruebas del Centro Médico Militar, se suplantaron documentos del Ministerio de Defensa y se hicieron desaparecer infor­mes del Ministerio de Finanzas." (20)

"La Corte Suprema de Justicia emitió una sentencia de casación confirmando la condena contra Beteta, y dejó abierto procedimiento contra los autores intelectuales. Estos recurrieron al amparo, pero éste les fue negado por la Corte de Constitucionalidad." (21)

En efecto, nadie mínimamente conocedor del mundo militar puede creer que un grupo opera­tivo encabezado por un profesional de tan baja graduación como Beteta (sar­gen­to especialista) pudiera actuar de forma autónoma, sin haber recibido órdenes de sus jefes del EMP.  El propio ex presidente de la República, Vinicio Cerezo, refiriéndose al autor material manifestó: "Su autonomía es casi nula. Yo no creo que un subalterno del Estado Mayor Presidencial se atreviera a tomar una decisión de esta envergadura sin el consenti­miento de sus superio­res."(22) 

Cualquier militar profesional (el ex presidente Cerezo es civil) ratificaría esta frase, pero con una importante corrección, substituyendo inmediatamente "sin el consentimien­to" por "sin las órdenes expre­sas" de sus superiores.   No es, pues, que ese suboficial ac­tuase por su cuenta y sus superio­res se lo consintiesen.  Es mucho más que eso: es que jamás hubiera perpetrado acciones tan gravísimas y de tan considerable repercusión sin que sus superiores se lo ordenaran taxativamente.  En definitiva, des­de la perspectiva castrense, resulta obvia la implicación directa de los mandos del Estado Mayor Presidencial, pues únicamente ellos, en una institución absolutamente militar y plenamente jerarqui­zada como el EMP, pudieron ordenar a Beteta una acción de tan considerable gravedad y de tan graves consecuencias (que todavía hoy perduran) como las que aquel asesinato iba inevitablemente a acarrear.

No obstante, año tras año, el procedimiento judicial se vio sistemática­mente entorpecido desde el ámbito militar y, con frecuencia, también desde el área judicial, por toda clase de recusaciones, recursos de amparo y trucos procesales de todo género, pero muy principalmente, por la práctica más tradicional en el ámbito judicial guatemalteco cuando los acusados pertenecen al Ejército: la desaparición de pruebas (*) y el recurso sistemático a las amenazas, dirigidas contra jueces, fiscales, abogados, testigos, o miem­bros de sus familias respectivas. Según constataba uno de los documentos de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, ocho años después del crimen:

"El proceso en contra de los presuntos autores intelectuales (los tres jefes ya cita­dos) ha sido obstaculizado por la invocación de la doctrina del Secreto de Estado y la Seguridad Nacional (...). Tanto el ex presidente Cerezo como el autor material recono­cieron que no fue un hecho realizado autónomamente.  Sin embargo, ha sido difícil lle­gar a la sustancia del proceso en contra de los autores intelectuales, tanto por muchas barreras y atrasos procesales, como por la imposibilidad de obtener información sobre los planes y órdenes relacionados con el hecho dentro del Estado Mayor Presidencial (...). Han transcurrido casi ocho años desde los hechos, y un total de 16 jueces han conocido los dos procesos (autoría material e inte­lectual). Han interpuesto recursos de amparo, apelación y casación que han estancado las diligencias por largos períodos, ha habido amenazas contra los jueces, magistrados y testigos, seis de los cuales tuvieron que salir del país." (23)

(*) Noel Beteta, junto con otros presos en situación similar por crímenes parecidos, que también les fueron ordenados por sus superiores, hizo público desde la cárcel un escrito en el que dicho grupo proclamaba que sus delitos fueron cometidos cum­pliendo órdenes del Ejército. Por otra parte, en el Juzgado Segundo de Pri­mera Instancia Penal se hallaban depositadas, como material de prueba, unas casetes que contenían una conversación grabada  entre el recluso Jorge Lemus, alias El Buki, y el sargento Beteta, asesino convicto de Myrna Mack. En dicha grabación, el sargento reconocía que sus entonces jefes en el EMP, el general Godoy, el coronel Valencia y el teniente coronel Oliva, le ordenaron ejecutar a la antropóloga el 11-9-1990. Dichas casetes desaparecieron de dicho Juzgado, lo que constituye otra práctica (la desaparición de elementos de prueba) sumamente común dentro de este tipo de procesos, como más adelante volveremos a ver.

Surge aquí, tan clara como ineludible, la referencia comparativa con el caso de los jesuitas españoles de la UCA, asesinados en El Salvador menos de un año antes de que Myrna Mack lo fuera en Guatemala. En ambos casos, nos hallamos ante la eliminación extrajudicial de un supuesto enemigo (civil en este caso, eclesiástico en aquél) por decisión de un determi­nado mando militar, según quedó demostrado en ambos casos por los respectivos informes de la ONU (el de la CEH sobre Guatemala y el de la Comisión de la Verdad sobre El Salvador, emitido cinco años antes). En ambos casos citados se registró idéntica reacción posterior frente al crimen: movilización estamental para asegu­rar el muro de la impunidad. Según registran y demuestran ambos informes, en ambos casos la actuación del estamento militar fue la misma: negación de toda participación en los hechos, obstrucción de la investiga­ción, alteración del escenario del cri­men, eliminación de pruebas, falsificación o desaparición de documen­tos. Testigos forza­dos a abandonar el país, así como fuertes pre­sio­nes sobre los imputados ya detenidos para que no impli­casen en sus declaraciones a los responsables de nivel superior, ocultan­do siempre -dentro del ámbito judicial- la identidad de los verdaderos autores de las órde­nes crimi­nales, que los autores materiales recibieron y cumplieron al margen de la ley.

La apertura del juicio oral por el asesinato de Myrna Mack, fijada para el 10 de octubre de 2001, fue nuevamente suspendida, utilizando los más estrafalarios pretextos.

Reprobando estas maniobras dilatorias, varios destacados juristas, entre ellos el fiscal español Carlos Castresana (iniciador con su denuncia de los casos argentino y chileno ante la Audiencia Nacional en Madrid) y el profesor, también español, Manuel Ollé (abogado de la acusación en dichos casos ante la misma Audiencia Nacional), así como el profesor argentino Eduardo Salerno, señalaron: 

La suspensión del juicio oral de los militares acusados del asesinato de la antropóloga Myrna Mack es una muestra palpable de que el uso inmoderado y malicioso de las garantías judiciales constituye una fuente inagotable de impunidad y denegación de justicia en Guatemala.”(24)

Finalmente, se logró lo que parecía imposible: doce años después del crimen, en septiembre de 2002, venciendo las increíbles resistencias interpuestas, se desarrolló la vista oral, cuyo resultado fue histórico para un país como Guatemala: el coronel Juan Valencia Osorio fue condenado a 30 años de prisión, como autor directo de la orden criminal, ejecuta­da a través de una “operación especial de inteligencia”. Fueron absueltos, alegando falta de evidencia suficiente, el general Edgar Godoy y el coronel Juan Oliva Carrera.

El tribunal, en su sentencia de 3 de octubre de 2002, estableció el carácter institu­cio­nal del crimen, la naturaleza política del hecho, el móvil vinculado al trabajo científico de la víctima sobre los desplazados de las poblaciones mayas, que tuvo como escenario las zonas con mayor conflicti­vidad, así como la vinculación perversa que se hizo entre sus investigaciones y las reivindicaciones de los desplazados. El tribunal dio valor probatorio a testimonios y peritajes; también dio validez a la tesis de que Myrna Mack fue ejecutada por habérsele considerado un ‘enemigo interno’, una amenaza para el Estado, según el perfil definido por la Doctrina de Seguridad Nacional. Quedó igualmente probado que hubo un plan de seguimiento y vigilancia que culminó con su asesinato, plan en el cual se utilizaron recursos humanos y materiales procedentes del Estado Mayor Presiden­cial.

Pero, una vez más, las poderosas fuerzas conducentes a la impunidad iban a prevalecer en los pasos siguientes de este largo y siniestro caso. Su desenlace aun no es definitivo al finalizar la presente obra, y, de todos modos, en el capítulo siguiente habremos de volver inevitablemente a las últimas vicisitudes del caso Mack, al referirnos, junto al caso Gerardi, a los grandes casos criminales todavía abiertos en los primeros años del siglo XXI.

  

c) Asesinato del político, candidato presidencial y periodista Jorge Carpio Nicolle (1993)

Jorge Carpio Nicolle era una de las principales personalidades políticas civiles de Guatemala. Director del diario El Gráfico y líder del partido UCN (Unión del Centro Nacional), al encabezar una fuerza política democrática y centrista resultaba una figura sospechosa y harto incómoda para las poderosas fuerzas oligárquicas y ultraderechistas, civiles y militares, acostumbradas a un pleno dominio del panorama político del país. Can­di­­da­to a la presidencia en las elecciones de 1985 y 1991, quedó en ambas en segunda posición, al ser derrotado en la "segun­da vuelta" respectivamente por Vinicio Cerezo y Jorge Serrano. Pero, dadas su edad y cualidades, sus posibilidades a medio y largo plazo se vislumbraban muy positivas para el futuro.

Días después de la caída del presidente Jorge Serrano (tras su "autogolpe" fracasa­do del 25 de mayo de 1993), y cuando se decidía en el Congreso (día 5 de junio) la sucesión en la presidencia y otros temas legislativos, el grupo parlamentario de la UCN, dirigido por Jorge Carpio, impidió con sus votos la aprobación de una ley de amnistía -para militares y funcionarios- por delitos políticos y comunes conexos. Al mismo tiempo, la línea editorial de su periódico se mostra­ba enérgicamente adversa a tal proyecto de amnistía.

Según datos aportados por su familia:

"Carpio recibió varias amenazas por teléfono cuando su partido rehusó apoyar la amnistía. Señalan que Carpio les habló de llamadas de José Domingo Samayoa, entonces ministro de Defensa, exigiéndole que pusiera el peso de su partido a favor de la ley de amnistía." (25)

De hecho, Carpio no sólo no modificó la posición de su grupo parlamentario, manteniendo su rechazo de dicha ley, sino que, además, escribió abiertamente en El Gráfico sobre las amenazas recibidas al respecto.

Finalmente, el drama se desencadenó. El día 3 de julio de 1993, a eso de las nueve de la noche y bajo una pertinaz lluvia, Jorge Carpio, acompañado por su esposa Marta Arrivillaga y un grupo de colabora­dores, se despla­zaba por la carretera de Los Encuentros a Chichicastenango, en plena zona montañosa occidental del Quiché. El grupo, de un total de nueve personas, se desplazaba en dos vehículos.  Al llegar a la altura del km. 141, en el paraje llamado Molino El Tesoro, ambos vehículos fueron interceptados por un grupo de 25 a 30 hombres, encapu­chados con gorros pasamontañas negros que les cubrían todo el rostro, uniformados y perfectamente equipados, pues se protegían de la lluvia enfundados en prendas de nylon. Todos estaban fuertemente armados, unos con fusiles Galil y M-16, y otros con pistolas de calibre 45 cp. y 9 mm.

Los hechos se desarrollaron con gran rapidez, pero han podido ser detalladamente recons­truidos por los testimonios de los cinco supervivientes del grupo atacado.

Los asaltantes rodearon el primer vehículo, un microbús en el que viajaba el matrimonio Carpio y cuatro personas más. Sin titubear abrieron la puerta del centro del microbús, lugar donde habitualmente viajaba Carpio -dato que sin duda conocían-, y direc­tamente manifestaron su propósito: "Vos sós Jorge Carpio, te vamos a matar". (26)

Mientras uno de los individuos permanecía encañonando a Carpio, varios de los encapuchados se dirigieron al segundo vehículo, una camioneta, de la que hicieron salir a sus tres ocupantes. Acto seguido, y sin que mediara palabra ni conato alguno de resisten­cia por parte de éstos,  los asaltantes dispararon a sangre fría cuatro veces contra cada uno de ellos, causando la muer­te de Alejandro Avila y Rigoberto Rivas, y serias heridas al tercero, el menor Sidney Shaw, de dieciséis años, que recibió tres balazos, pero sobre­vivió.

Los encapuchados que rodeaban el coche de Carpio registraron a algunos de sus ocupantes,  robándoles algunos objetos de insignificante valor. Entonces hizo su aparición otro vehículo, que se aproximaba cuesta abajo. Esta circunstancia imprevista produjo cierta alteración en la conducta de los asaltantes, uno de los cuales disparó contra el vehículo que llegaba y contra la persona a la que estaba registran­do en aquel momento, Juan Vicente Villacorta, que también falleció, convirtiéndose en la tercera víctima mortal.

Por su parte, el que actuaba como jefe evidente de la numerosa banda, quizá impulsado por la súbita aparición del vehículo recién aparecido, decidió poner fin a la operación y dio la orden de retirada inmediata del lugar, no sin antes cumplir con el objetivo fijado. En efecto, el citado sujeto gritó: "!Maten a Jorge!  ¡Maten a Carpio!". El enca­pucha­do que había permanecido apuntando a éste con su pistola disparó repetidas veces contra él. La víctima se desplomó, alcanzada por cuatro balazos. Tras una breve agonía en brazos de su esposa Marta, Jorge Carpio -cuar­ta y última víctima mortal- fallecía unos minutos des­pués.

A partir de aquel momento, todo lo sucedido encaja, una vez más, en ese retorcido mundo kafkiano, difícilmente creíble fuera de él, pero trágicamente cierto en aquellos países y Ejércitos  en los que todo, hasta lo más inaudito, resulta posible en aras de un solo factor, al que todo se sacrifica: el omnipresente mecanismo de la impunidad.

Dos de los supervivientes consiguieron llegar en la camioneta hasta Chichicastenan­go, en cuyo destacamento de policía solicitaron ayuda, que les fue negada. El tipo de crimen, las características de su principal víctima y la descripción de sus ejecuto­res fueron datos suficientes para que la policía local no se atreviese a aparecer por el lugar de los hechos, mientras no se recibiesen órdenes concretas de la superioridad.  

Entonces se dirigieron al destacamento militar más próximo correspondiente a aquella jurisdic­ción (Zona Militar 20). Allí consiguieron hacerse acompañar por una patru­lla, encabezada por un teniente, con la que regresaron, en la misma camioneta, al escenario del crimen, para efectuar un rastreo.  Aquella patrulla fue la primera "autoridad oficial" en hacerse presente en dicho lugar.  Sin embargo, cuando el juez de instrucción solicitó el día 20 de julio a la Zona Militar 20 el nombre del oficial y de los quince soldados que la formaban, tales datos fueron nega­dos al juez y nunca llegaron a su conocimiento. La salida y el regreso de dicha patrulla, por otra parte, tampoco quedaron registrados en los libros de movimientos de la unidad.  El ministerio de Defensa, por su parte, negaría después que se hubiera enviado patrulla alguna en aquel día a aquel lugar (Oficio 9675 del 30-7-93). (27)

El rastreo del lugar por parte de la policía (habiendo ya recibido órdenes de Gobernación) no se inició hasta las 6 de la mañana del día siguiente, 4 de julio. Su informe, emitido el 14 de julio, registraba el hallazgo de proyectiles y casquillos de calibre 45 cp.,  38 cp., y  también de 9 mm. Por su parte, dos de los supervivientes del microbús (Mario López y el conductor Ricardo Sanpe­dro) descubrieron una bala debajo de uno de los asientos del vehículo y se la entregaron al capitán Luis Iriarte Estrada, oficial de inteligen­cia (G-2). Desde aquel momento, dicho proyectil desapareció y nunca llegó a manos de la autoridad judicial. (28)

El día 4 de julio se practicaron las cuatro autopsias. Sus correspondientes informes, reglamen­tariamente, debían ir acompañados de las fotos anatómicas de las partes del cuerpo donde se produ­jeron los impactos o cualquier otro tipo de lesión, incluyendo también fotografías de los proyectiles extraídos. Todo ello desapareció, informes y fotos incluidas.  Un año después (julio de 1994) aparecie­ron los informes, pero sin las fotos, y fueron incor­po­rados a la documentación procesal. (29)

Durante el  asalto, el antes citado Mario López fue pateado por uno de los asesinos en una pierna. La huella de su bota quedó impresa sobre el pantalón.  En un momento dado, este pantalón fue entregado a Carlos Palacios de la Cerda, entonces asesor presi­dencial. A partir de entonces la prenda nunca reapareció, ni llegó a ser entregada a la autoridad compe­tente. (30)

El día 5 de julio, el presidente de la República, Ramiro de León Carpio (primo hermano de Jorge Carpio), anunciaba la captura de los dos primeros implicados. La versión facilitada era ésta: que se trataba de un delito común, y que el múltiple crimen había sido cometido por la llamada "banda de los churuneles", delincuentes que anteriormente habían cometido ro­bos y  asaltos en las carreteras de aquella zona. Pero, según se evidenció muy pronto,  tanto el presidente como el ministro de Gober­nación, Arnoldo Ortiz Moscoso, ha­bían sido engañados por los diseñadores de la gran operación de encubri­miento e impu­nidad. 

Para el 7 de julio ya se habían capturado once churuneles.  El 9 de julio, en todos los medios de comunicación aparecían las fotografías de las armas y objetos encontra­dos en poder de esta banda. Las armas confiscadas eran de tres categorías: pistolas de mínima potencia (calibre 22 cp.), pistolas detonadoras (es decir, sin proyectil), y pistolas de juguete. Pero los verdaderos asaltantes de Carpio portaban potentes fusiles de asalto Galil y M-16, y los disparos que produjeron las muertes fueron efectuados con pistolas automáticas de gran potencia (calibre 45 cp., 38 cp. y 9 mm.).  

Por otra parte, el aspecto y la técnica operativa de los llamados churuneles era sumamente diferente a los de la banda que perpetró los asesinatos de aquel 3 de julio:

"Alrededor de 80 entrevistas realizadas con personas que fueron asaltadas en el puente Molino El Tesoro y lugares circunvecinos en los últimos tres años anteriores a 1993 permitieron deducir que el modus operandi de la banda de delincuentes se caracterizaba por atravesar un carro en la carretera y detener todos los vehículos que fueran llegando de ambos lados. Bajaban a todos los pasajeros menos al conductor, y les robaban sus pertenencias: alhajas, dinero, zapatos, ropa, etc. No les pedían armas, y sobre todo, y esto es lo más importante,  nunca mataron a nadie. Se comportaban en forma desor­denada, iban y venían a un lugar donde depositaban el botín, se cubrían la cara con pañuelos y gorros de diferentes colores." (31)

"En contraste, la emboscada a la caravana de Jorge Carpio difiere totalmente de lo narrado por las 80 víctimas (de dichos atracos): No había ningún carro atravesado en la carretera (...). Del micro­bús solamente bajaron al piloto y al copiloto, encañonándonos en la sien. Al llegar al pick-up (la camio­neta, segundo vehículo), en vez de bajarlos y robarlos, los bajaron e inmediatamente, sin mediar palabra, los asesinaron de cuatro balazos a cada uno e hirieron gravemente al menor Sidney Shaw Díaz de tres balazos. En ese momento se acercaba otro vehículo, y en vez de esperarlo para robarlo, le dispa­raron y salieron huyendo, no sin antes dar la orden de matar a Jorge Carpio." (32)

La diferencia operativa fue, pues, abismal, A ello hay que añadir el aspecto de los asaltantes, fuertemente armados, uniformados en su indumentaria, jerarquizados, con obe­dien­cia inmediata, encuadrados como una unidad operativa, actuando a las órdenes de una autoridad de absoluta apariencia y estilo militar. Algo totalmente distinto a los desordenados churuneles, con sus anárquicas idas y venidas, sus pañuelos de abigarra­dos colores y su ridículo arma­men­to casi infantil.

Por otra parte, de los cinco objetos, todos de mínimo valor, robados en el asalto (un anillo y un reloj vulgares, dos navajas y unas gafas de sol), ninguno de ellos fue hallado en poder de los churuneles. Todo concuerda en señalar que estas sustracciones constituye­ron un burdo simulacro de robo, de una magnitud y un valor raquítico para constituir un botín que pudiera ser repartido entre tan elevado número de asaltantes.  Al mismo tiempo, los asesinos pudieron con toda facilidad llevarse objetos de mucho más valor -co­mo, por ejemplo, los gruesos y llamativos aretes de oro que siempre lleva puestos Marta de Arrivillaga-, pero no lo hicieron.  Tampoco se llevaron otros objetos de considerable valor: en efecto, "no robaron valiosas cadenas, relojes finos, alhajas, el bolso de Marta de Carpio, no registra­ron su equipaje, no se llevaron el equipo de sonido, etc." (33). Quedó dema­siado claro que su verdadera meta no era el asalto de una serie de vehículos y el desvalijamiento de sus ocupantes -téc­nica habitual de los delincuentes comunes de la zona- sino la eliminación directa del importante político centrista. Lo que implicó, por añadidura, la muerte de otras tres personas que formaban parte de su comitiva (colabora­dores políticos y escolta de seguridad).

La engañosa presentación de los churuneles como chivos expiatorios sirvió de muy poco, pues tal versión empezó a desmoronarse con rapidez:

"El 26 de agosto fue capturado (por otro caso diferente) el patrullero Juan Acabal Patzán, sindicado (acusado) de ser uno de los culpables del asesinato de dos personas en el municipio de Amatitlán. Al momento de su detención le incautaron un arma de fuego calibre 45 cp. El día 27 de agosto, un día después de la captura, en el Laboratorio de Balística de la Policía Nacional se determinó que el arma incautada a Acabal Patzán correspondía a las vainas y ojivas (a algunos de los casquillos y proyectiles) encontra­dos por la policía en el Molino El Tesoro el 4 de julio (es decir, a la mañana siguiente del asesinato de Carpio y acompañantes)." (34)

El señalamiento de un 'patrullero', es decir, de un miembro de las PAC (Patrullas de Autodefensa Civil)(*), como presunto autor material participante en el múltiple crimen arran­caba el caso del ámbito de la delincuencia común para introducirlo de lleno en el campo de la delincuencia militar, pues tales patrullas actuaban bajo pleno control y autoridad del Ejér­cito. Concretamente, la patrulla de San Pedro Jocopilas (Quiché), a cuya área de acción correspondía el lugar del asesinato de Carpio, había sido ya denunciada desde años atrás por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado como responsable de varias masa­cres perpetradas en la zona.

"Una monja de la polvorienta ciudad de San Pedro Jocopilas dijo que encontró el lugar envuelto en un 'horrible silencio' cuando llegó allí en 1990. Su vecindario estaba lleno de viudas, víctimas de la violencia de las PAC y del Ejército." (35) 

(*) Las llamadas PAC (Patrullas de Autodefensa Civil), formadas por supuestos voluntarios  civiles que eran obligados a colaborar a las órdenes del Ejército en la lucha contra la guerrilla en áreas rurales, fueron establecidas durante la presidencia del general Romeo Lucas García (1978-82), y se desarrollaron e implantaron más intensamente durante el gobierno de su sucesor, el general Efraín Ríos Montt (1982-83). El comportamiento de estas patrullas fue objeto de innumerables denuncias por la brutalidad de sus actuaciones y sus numerosos delitos cometidos. Tanto el informe REMHI del Arzobispado como el de la CEH de Naciones Unidas constatan la participación de estas PAC en gran número de masacres, homicidios y violaciones de derechos humanos, algunas de ellas de inusitada crueldad.

Al ser hallada en poder de Acabal Paztán (miembro de dicha patrulla) un arma utilizada en algunos de los disparos efectuados en el lugar donde fue atacado el grupo de Jorge Carpio, y al hallarse el mismo Acabal acusado de otros dos asesinatos en Amatitlán, surgió la necesidad de una inmediata contrastación de tales proyectiles (los del caso Carpio) con los extraídos en las autopsias de Amatitlán. Pero he aquí que -una vez más- "extraña­mente, los proyectiles extraídos a las víctimas de Amatitlán también se perdieron, y ese peritaje balístico no se pudo realizar." (36)

Sin embargo, varios elementos nuevos fueron arrojando reveladoras ráfagas de luz so­bre la verdad. Una semana después de la captura de Acabal, el 3 de septiembre, las agen­­cias internacionales difundían desde México las declaraciones de Cres­cencio Sam Batres, ex agente de la G-2, el principal servicio de inteligencia del Ejército de Guatemala (declaraciones reproducidas por la prensa guatemal­teca), el cual afirmaba que "el asesina­to de Jorje Carpio había sido realizado por miembros  de  la   G-2" (37). Por su parte, el fis­cal Abraham Méndez –aunque reiteradamente amenazado- manifestaba: “El asesinato de Carpio no fue obra de delincuentes comunes sino el resultado de una conspiración.(38)

Por su parte, la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa), entre cuyos objetivos figura la investigación de los casos de asesinato perpetrados contra periodistas en distintos lugares del mundo, consiguió, a través de entrevistas confidenciales en el propio San Pedro Jocopilas, constatar la exis­tencia de otros importan­tes elementos de prueba sobre el caso Carpio. Se trata de “nuevas evidencias, que incluyen testimo­nio secreto y refutación de coartadas.” (39)

“Las nuevas evidencias apuntaban a los patrulleros como sospechosos materiales y sentaban las bases para acusar al Ejército y al grupo G-2 de inteligencia como autores intelectuales del asesinato de Jorge Carpio.” (40) 

Esta versión del asesinato de Jorge Carpio –autoría material de los patrulleros de la PAC de San Pedro Jocopilas y autoría intelectual de los servicios de inteligencia del Ejército- fue adqui­riendo un peso creciente, hasta el punto de que hoy nadie duda de su exactitud, ni siquiera aquéllos que se ven obligados a negar la evidencia para mantener instalada la coraza de la impunidad.

En efecto, en septiembre (dos meses y medio después del crimen), la propia División de Investigación Penal de la Policía, como resultado de sus pesquisas, redactó un informe atribuyendo el crimen a la PAC de San Pedro Jocopilas. A su vez, en enero de 1994, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, como resultado de sus propias investigaciones, emitió su informe, en el que atribuyó el asesinato a causas políticas, y  acusó a la ya citada PAC de su ejecución material. Patrulla que, por otra parte, había sido acusada de cometer 55 asesina­tos en los años de la represión. (41)

Finalmente, ante la falsedad evidente de las primeras acusaciones, los miembros de los churu­neles todavía encarcelados fueron puestos en libertad cuando ya llevaban diez meses de prisión.

Sin embargo, la barrera casi infranqueable de la impunidad siguió impidiendo –en este caso como en los anteriores- una plena determinación de los culpables y una adecua­da aplicación de la justicia.

“Durante los meses que siguieron a la muerte de Jorge Carpio, se perdieron o se alteraron evidencias, mediante intimidaciones a testigos y amenazas a jueces, fiscales públicos y querellan­tes.” (42)

“Al día siguiente del asesinato de Jorge Carpio empezaron los anónimos conte­niendo (...) amenazas e intimidaciones para que abandonaran el caso. (43)

Pero las cosas no iban a quedar sólo en amenazas e intimidaciones. El 26 de junio de 1994 fue asesinado en la capital el patrullero Francisco Acabal Ambrosio, otro de los que aparecían implicados en la muerte de Carpio, según el antes citado informe poli­cial (44).  El silencia­miento definitivo (por muerte o desaparición total) de personas impli­cadas en impor­tan­tes casos de asesinato tampoco es un fenómeno desconocido en el ámbito guatemalteco de la impunidad.

Mucho más notable y significativo resultó, sin embargo, otro asesinato posterior: el del comisario Augusto Medina Mateo, que, como responsable de la unidad policial del Quiché, tenía a su cargo la investigación del caso Carpio. Tras haber ordenado la captura de cuatro patrulleros implicados en el múltiple crimen, recibió múltiples intimidacio­nes de otros miembros de las PAC. Finalmente, el 12 de octubre de 1994 las amenazas se cumplieron y su cadáver apareció con dos balazos en la espalda y uno en la boca. (45)

Su sustituto al frente de la investigación, el comisario Franco, sufría pocos días después otro atentado, del que resultó gravemente herido, aunque sobrevivió. (46)

A finales de noviembre del mismo año, el fiscal especial para el caso Carpio, Abraham Méndez, fue objeto de un atentado en la carretera entre Palín y la capital. El coche fue alcanzado por varios impactos, pero el fiscal resultó ileso. (47)   

Ante esta serie de hechos, el Fiscal de la Nación, Ramsés Cuesta, declaró que los militares estaban protegiendo a los patrulleros implicados en el caso Carpio. Por su parte, el antes citado fiscal Méndez precisó haber sido reiteradamente amenazado en sus viajes al Quiché por individuos que se desplazaban en vehículos pertene­cientes a la Zona Militar nº 20 (la correspondiente al área del cri­men). (48)

Refiriéndose a la situación en 1996, al cumplirse tres años del asesinato, precisa el informe repetidamente citado:

"Nueve fiscales públicos se han negado a atender el caso. El fiscal de distrito que maneja el caso actualmente, que afirma hacerlo por convicción cristiana, teme por su vida." (49)   

Por otra parte, la presentación en el juzgado de nuevas evidencias que implicaban a los patrulleros se vio bloqueaba e impedi­da por la acción, entre otros, del juez del Primer Tribunal Penal, Carlos Villatoro Shuni­mann, quien manifestó que el plazo procesal para la presentación de pruebas había concluido:

“Hay que aceptar la letra de la ley: yo sólo aplico las leyes.” (50)

“Existe un proceso. Existe un sistema. Y el sistema dice que todo debe hacerse en cierto tiempo. Y el periodo de presentación de pruebas ya pasó.  Es lamentable, es triste, pero a veces hay cosas que no se pueden hacer porque el sistema no lo permite.” (51)

El 19 de enero de 1994, un incendio provocado destruía el archivo judicial de Santa Cruz del Quiché, el lugar donde, en buena lógica, correspondía que estuviera archivada la causa. La presencia de restos de un “cóctel Molotov” no dejaba lugar a dudas sobre el origen del siniestro. Sin embargo, los incendiarios no alcanzaron su propósito, pues al cabo de diez días el expediente reapareció en la ciudad de Antigua Guatemala, adonde, al parecer, había sido trasladado antes del incendio, lo que lo salvó de su destrucción (52).  "El expediente estuvo desapare­ci­do por diez días, sin que ninguno de los funcionarios, civiles o militares, haya podido dar una explicación razonable de lo ocurrido"(53).  Extraño episodio que, como tantos otros, nun­ca fue suficiente­mente esclarecido.

También resultó ilustrativa la actuación de las más altas autoridades del Estado, dentro de la vasta actuación de encubrimiento general. En efecto, en mayo de 1994, Marta Arrivillaga y Karen Fischer, viuda y nuera respectivamente de Jorge Carpio, se reunían con el presi­dente de la República, Ramiro de León, y su ministro de Gobernación, Danilo Parinello. Allí ambas mujeres recibieron, ante su asombro, la siguiente explicación absolu­ta­mente inaudita: que según los datos periciales obtenidos, "el arma incautada a Juan Acabal Paztán era la misma que había dado muerte a Jorge Carpio, Juan Vicente Villacorta, Rigoberto Rivas y Alejandro Avila, y herido al joven Sidney Shaw Díaz." (54)

La respuesta de Marta Arrivillaga fue inmediata: aquella explicación era físicamente impo­sible. Primero, porque los asesinatos se produjeron casi simultáneamente en ambos ve­hí­culos y un mismo hombre no hubiera podido disparar contra todas las víctimas a la vez. Segundo, porque una pistola de calibre 45 tiene un cargador de 9 ó 12 disparos a lo sumo, y el número de impactos recibidos por las víctimas sumaron un total de 18.  Y ter­cero, porque, según el informe de las autopsias, algunas de las víctimas fueron muertas por pistolas de calibre 9 mm., y otras, por dos diferentes pistolas de calibre 45 cp. (55)

Por añadidura, las balas extraídas del cuerpo de Carpio no correspondían a las del arma de Juan Acabal, según los datos del informe pericial, cuya copia había conseguido Karen Fischer. Inteligente sentido previsor, pues -como era de temer- posteriormente des­apa­recieron también los proyectiles extraídos de los cadáveres del caso Carpio, igual que había ocurrido en su momento con los extraídos de los dos cadáveres del caso Amatitlán).

De esta forma, y gracias al desvelo y actitud vigilante de la familia Carpio, el burdo intento de reducir los autores materiales a un único culpable, ya detenido,  excluyendo así a los demás, resultó tan insostenible que, en una reunión posterior con las mismas autoridades, éstas tuvieron que rectificar su versión anterior, señalando, simple­mente, el hecho ya conocido de que aquel arma fue utilizada en el lugar del crimen, pero sin especificar contra qué víctima y sin excluir el empleo de otras armas. Lo cual, por otra parte, había quedado ya constatado en anteriores informes periciales -pro­yec­tiles de distintas armas y calibres extraí­dos de los cuerpos-, según vimos más atrás, aunque nunca haya podido precisarse la identidad de la persona que disparó contra Jorge Carpio, ni tampoco la de quienes -salvo el citado Acabal Patzán- usaron las otras armas emplea­das en el cuádruple asesinato. Datos, todos ellos, que permanecen hasta hoy desconoci­dos para la justicia, gracias a la barrera, todavía prácticamente impenetrable, de la impuni­dad institu­cional.

Con el tiempo, fue emergiendo otro factor de encubrimiento: la ocultación de ciertos informes emitidos tras el crimen. En junio de 1995, dos años después de los hechos, el fiscal del caso, Abraham Méndez, reveló que el primer informe emitido por el general Víctor Augusto Vázquez Echevarría, entonces jefe de la Zona Militar nº 20, y remitido por éste al general José Luis Quilo Ayuso, entonces jefe del Estado Mayor del Ejército, nunca fue presentado a las autoridades judiciales. (56)

Igualmente, otro informe redactado por el teniente coronel Gómez Ayala (del G-2) tras examinar, con su equipo enviado desde la capital, el escenario del crimen al día siguiente de éste, fue ocultado sin hacerse públicos los resultados de su investigación, precisamente en aquellos primeros días en que se daba máxima difusión al cuento de los churuneles (finalmente desmentido por insostenible meses des­pués). En 1996, un alto mando de los servicios de inteligencia confirmó la existencia de tal informe, cuyo contenido permaneció sumido en el misterio (57).  En todo caso, los resultados de un informe como aquél, fruto de una investigación realizada in situ a las pocas horas del crimen –a la mañana siguiente- hubiera sido de notable interés. El hecho de su ocultación revela que los frutos de tal investigación no eran precisamente del tipo de datos que al Ejército le convenía difundir. Lo mismo cabe decir de los proyectiles desaparecidos, precisamente por constituir elementos de prueba de máxima importancia para el esclarecimiento de la verdad.

La ya citada Karen Fischer, prestigiosa abogada guatemalteca, miembro de una familia adine­rada, muy con­ser­va­do­ra y bien conocida en el ámbito empresarial centroame­ricano, era no sólo nuera sino también secretaria privada de Jorge Carpio. Desde la muerte de éste, y soportando gran­des dificultades, presiones y amenazas, ha venido librando -junto con la también citada Marta Arrivillaga, viuda del político y periodista asesi­nado- una ardua batalla legal a favor de la investigación, juicio y castigo a los culpables materiales e intelectuales del crimen. El siguien­te texto, incluido en la ponencia expuesta por Fischer ante la SIP (Sociedad Inter­nacio­nal de Prensa), en reunión celebrada en San José de Costa Rica en 1996 sobre los crímenes contra periodistas impunemente asesinados en América Latina, ilustra con flagrante claridad el drama de la impunidad en Guatemala:

"Mil días han transcurrido desde el cuádruple asesinato. Durante ese tiempo han desfilado cuatro ministros de Gobernación; tres Directores de la Policía; dos Gobiernos de la República; y los asesinatos continúan impunes. Mil días de lucha por alcanzar una uto­pía: que termine la impunidad en Guatemala.  Las violaciones al debido proceso, la pérdi­da de pruebas, encubrimientos, amenazas, atentados, asesinatos, persecuciones, el miedo y la frustración, han sido compañeros nuestros durante todo este tiempo.  Jorge Carpio es uno de los cientos de periodistas  asesinados en América Latina cuyo asesinato continúa sin esclarecerse. La tragedia que conlleva perder a un ser querido como Jorge no terminó con su muerte, empezó allí mismo.  Yo también soy víctima de la impunidad.  El 26 de junio de 1994, mi vehículo fue destruido por hombres fuertemente armados. Dejaron un mensaje al conductor para que me lo transmitiera: "Abandone el caso Carpio  o alguien de su familia morirá." Al día siguiente abandoné el país con mis dos hijos menores de edad, con destino a los Estados Unidos. Tres meses de exilio, mientras mi familia organi­za­ba un equipo de segu­ri­dad a la altura de los peligros que se veían venir. El Gobierno no abrió una inves­tigación en torno al caso y mi vehículo desapareció. Actual­mente mi vida depende de cuatro guardaespaldas y poseo una vida personal restringida por medidas de seguridad." (58)

Si éstas son las penalidades que afectan a las personas de muy alto nivel econó­mico y social que se muestran activas contra la impunidad, atreviéndose a denunciar alguno de los desmanes del Ejército y de sus servidores (las PAC), cabe imaginar lo que le espera al ciudadano común, y, más aún, al ciudadano muy pobre (la inmensa mayoría de los guatemaltecos lo son) que se atreva a actuar en esa misma dirección.

Continúa el patético relato de Karen Fischer:

"A mi regreso se fijó fecha para que prestara declaración testimonial sobre nuestra hipótesis de la autoría intelectual del asesinato de Jorge Carpio. Marta de Carpio y yo fuimos entonces víctimas de múltiples llamadas anónimas con amenazas de muerte, pre­sio­nándonos a abandonar el caso. "

"El 29 de septiembre (1994) me citó el entonces viceministro de Gobernación, coronel Mario Alfredo Mérida González, que cuando asesinaron a Jorge Carpio ocupaba el puesto de Director de Inteligencia del Ejército. Frente a testigos, el coronel Mérida se identificó como 'un buen enemigo mío' y me advirtió que no compareciera a declarar ante el Tribunal,  ni accionara para esclarecer el crimen, ya que desestabilizaría al Ejército y le ocasionaría daño internacional a Guatemala, apareciendo como un vocero más de la Unidad Revolucio­naria Nacional Guatemalteca (URNG).” (59)

He aquí, una vez más, una de las más habituales armas utilizadas al servicio de la impunidad, y que es aplicada insidiosamente contra cualquiera que señale las violaciones de derechos huma­nos imputables al Ejército: la acusación de colaborar, o simpatizar, o mantener estrecha vinculación con la guerrilla, o, como en este caso, de actuar como su 'vocero' (portavoz). Es decir, como una de tantas personas y organizaciones defensoras de los derechos humanos, acusadas permanentemente de ser 'órganos de fachada' de la guerrilla, a través de los cuales ésta, supuestamente, hacía oír su voz. La misma acusación que en El Salvador recayó sobre monseñor Romero y sobre los jesuitas de la UCA antes de sus asesinatos respectivos. La misma acusación que en Guatemala sufrieron Fuentes Mohr, Colom Argueta y Myrna Mack antes de caer asesina­dos, como tantos otros más. Acusación que no sólo podía recaer sobre activistas de derechos humanos, dirigentes más o menos izquierdistas, líderes campesinos o sindicales, sino también sobre profesores y prestigiosos catedráticos, altas autoridades eclesiásticas, e incluso, como vemos en este caso, sobre miembros de la clase privilegiada, en caso de que su actuación profesional o familiar les hiciera entrar en cualquier terreno que supu­siera alguna forma de amenaza a la impunidad de la institución militar.

Continuaba Fischer en su ponencia testimonial:

"Acompañada de Marta, visité diez embajadas de países amigos y la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado para denunciar las intimidaciones de las que fui objeto."

"El 2 de noviembre de 1994 comparecí a prestar declaración sobre lo que me constaba de antes y después del atentado de Jorge Carpio. La negativa de Jorge a apoyar una amnistía por delitos políticos y comunes conexos cometidos por militares y funcionarios del Gobierno, y el peligro que significaba para la línea dura del Ejército la asunción (la reciente llegada a la presidencia de la República) del ex Procurador de Dere­chos Humanos Ramiro de León, le ocasionaron su muerte.” (60)

En efecto, Ramiro de León Carpio había ocupado el cargo de Procurador de Derechos Humanos (más o menos equivalente a lo que sería en España al Defensor del Pueblo) hasta que fue proclamado presidente de la República, como desenlace del "serranazo" (el ya citado autogolpe, fracasado, del presidente anterior, Jorge Serrano). Apenas un mes después de asumir la presidencia Ramiro de León Carpio, se producía el asesinato de su primo Jorge Carpio. Tal como señala Fischer, la llegada de un alto dirigente de derechos humanos a la jefatura del Estado resultó, en un primer momento, un factor gravemente alarmante para los sectores más duros del Ejército, cargados con un terrible historial en materia de derechos humanos, y que, al menos teóricamente, podían verse duramente atornillados por quien pasaba a ser su jefe directo, como comandante supremo constitucio­nal de las Fuer­zas Armadas.

En este contexto, la interpretación de Karen Fischer coincide con la de los más lúcidos analistas de dentro y fuera de Guatemala. La eliminación de Jorge Carpio habría supuesto para los militares guatemaltecos, especialmente para el sector más endurecido y máximo controlador de los servicios de información y de sus potentes órganos represivos, dos logros no despreciables. Primero, suprimir una amenaza para el futuro, pues Carpio era un político frontalmente adverso a la impunidad militar y con posibilidades de llegar en su día a la presidencia de la República (de la que ya estuvo cerca en dos elecciones, ganando la primera vuelta y perdiendo la segunda). Y segundo: dejar muy claro, ante el nuevo jefe del Estado recién llegado a su puesto, cuál era el verdadero poder que seguía mandando en Guatemala.

En efecto, la eliminación física de un importante político de fuertes convicciones democráticas y humanistas, con grandes posibilidades futuras, y, por añadidura, primo hermano del nuevo presiden­te, constituiría para éste un frontal desafío, audaz, criminal, pero no por ello menos inteligente. Desafío que, caso de ser ésta la interpretación acertada  -y como tal es hoy asumida de forma prácticamente general salvo por quienes se ven forzados a negarla (el Ejército y sectores afines)-, tal desafío, deci­mos, fue plena­mente ganado por el Ejército, pues el presidente De León, golpeado por este hecho trau­máti­co sin haber tenido prácticamente tiempo de hacerse con los resortes del poder, reaccionó con notable debilidad. Su actuación a partir de entonces consistió en no irritar a los militares, asumiendo que, pese a lo que dijera la Constitución de la República, el poder fáctico por excelencia seguía siendo el de siempre: el Ejército de Guatemala, verdadero poder máximo de hecho, aunque él, como presi­dente, lo fuera de derecho.

Para empezar, el nuevo presidente asumió -o fingió asumir como cierta- la invero­símil tesis del delito común, es decir, la versión del robo con homicidio múltiple perpetrado por una supuesta banda de ladrones. Estrafalaria versión, según la cual una banda de tan enorme tamaño y tan poderoso armamento se limitó a robar cinco ridículos objetos, de insignificante valor, matando para ello a cuatro personas e hiriendo de gravedad a una quinta. Una banda que, desde el primer instante, localizó e increpó por su nombre a Jorge Car­pio, y cuyo jefe ordenó a gritos su asesinato, repitiendo nuevamente su nombre. ¿Puede alguien creer honestamente que un grupo de 25 ó 30 hombres que actúa de esta forma lo hace para robar dos navajas de bolsillo, un reloj, un anillo y unas gafas de sol? La doctora Mónica Pinto, experta de Naciones Unidas, declaraba al abandonar Guatemala a principios de diciembre de 1993 (cinco meses después del crimen): "El asesinato de Jorge Carpio fue una ejecución extrajudicial" (61).  En el léxico propio de los ámbitos de derechos humanos y de la propia ONU se designa como 'ejecuciones extrajudiciales' a aquellos asesinatos que son ordenados por motivación política desde los poderes del Estado, aun­que con frecuencia se trate de disfrazarlos con la apariencia de delitos comunes (como en los casos Mack y Gerardi, por citar sólo los de mayor significación). Incluso el propio ministro del Interior, Ortiz Moscoso, en reunión celebrada con la viuda y la nuera de Carpio el día 8 del mismo mes de diciembre, reconoció que el asesinato fue "un crimen político". (62)

El hecho de que el nuevo presidente Ramiro de León fingiera creerse la burda patraña del robo, como supuesta motivación del cuádruple asesinato, fue la primera de una serie de actitudes en las que evidenció su debilidad frente al estamento militar.  Después, durante sus cuatro años de mandato presidencial, no dio excesivas muestras de ser un decidido defensor de los derechos huma­nos -pese a su cargo anterior- sino, muy al contrario, rehuyó cualquier choque serio con el Ejército, permitiendo, entre otras cosas, que la justicia fuera sistemáticamente obstaculizada al servicio de la persis­ten­te impuni­dad militar.  Ello dio fundamento a Christian Tomuschat (experto en derechos humanos de la ONU y posterior presidente de la Comisión de Esclarecimiento Histórico) para afirmar: "Ramiro de León es un virtual prisio­ne­ro de los militares".(63)

Tras la declaración ante la justicia prestada por Karen Fischer, las amenazas e intimidaciones continuaron:

"En el mes de noviembre (de 1994) un comunicado anónimo de la Unión Patriótica Anticomunista, distribuido a los diferentes medios de comunicación, listaba los nombres de diez per­so­nas que prontamente iban a ser eliminadas. Yo figuraba segunda en la lis­ta." (64)

"A finales del mismo mes, el fiscal especial del caso Carpio, Abraham Méndez, fue  víctima de un atentado: balearon su carro. Afortunadamente salió ileso." (65)

"En mayo de 1995, cinco oficiales del Estado Mayor Presidencial llegaron al Minis­terio Público a buscar al fiscal especial del caso Carpio. En declaraciones de prensa (el citado fiscal Méndez) había revelado que el Jefe del Estado Mayor del Ejército ocultó varios informes que fueron enviados, en torno al asesinato de Jorge Carpio, por el Comandante de la Zona Militar núm. 20. MINUGUA (Misión de la ONU en Guate­mala) lo res­ca­tó del lugar y lo protegió." (66)

Esta urgente necesidad de prestar protección a alguien tan directamente amenaza­do como el fiscal Abraham Méndez obligó a requerir la presencia inmediata de funciona­rios de la ONU para ponerle a salvo. Menos de un mes después, ante esta acumulación de hechos, intimidaciones y amenazas, la Corte Interame­ricana de Derechos Humanos (CIDH), reunida en Montruis, Haití, emitió el 4 de junio de 1995 una resolución cuyos tres primeros puntos eran literal­mente los siguientes:

"1. Solicitar al Gobierno de la República de Guatemala que adopte sin dilación cuan­tas medidas sean necesarias para asegurar eficazmente la protección de la vida e integridad de las siguien­tes personas: Marta Elena Arrivillaga de Carpio, Karen Fischer de Carpio, Mario López Arrivillaga (sobreviviente del múltiple crimen), Angel Isidro Girón Girón (testi­go) y Abraham Méndez García (fiscal del caso), y para investigar las amenazas y hostigamien­tos a las personas mencionadas y sancionar a los responsables. (Los parén­tesis son nuestros).

2. Solicitar al Gobierno de la República de Guatemala para que adopte cuantas medidas sean necesarias para que los testigos del caso Carpio puedan ofrecer sus declaraciones testimoniales y para que el fiscal instructor del caso, Abraham Méndez García, pueda desarrollar su cometido sin presiones ni represalias.

3. Solicitar al Gobierno de la República de Guatemala que informe a las autoridades mili­tares de la Zona Militar de la cual dependen los Comités de Autodefensa Civil de San Pedro Jocopilas para que instruyan a éstos de abstenerse de realizar cualquier actividad que ponga en riesgo la vida e integridad personal de los individuos mencionados." (67)

Este pronunciamiento de la Corte Interamericana revela hasta qué punto se halla­ban amena­zados los protagonistas del caso, y hasta qué extremo estaba clara la proce­den­cia de tales amenazas: ciertas autoridades militares y ciertos patrulleros de la PAC de San Pedro Jocopilas.

Sin embargo, el proceso judicial siguió el camino calamitoso y frustrante que cabía esperar, habitual en la justicia del país en todos los casos de implicación militar. De los cuatro patrulleros inicialmente detenidos, sólo Juan Acabal Paztán llegó a ser juzgado y condenado en 1997 a 30 años de prisión.

Ante esta sentencia, Karen Fisher, al presentar su recurso ante la Sala de Apelaciones, hizo público en noviembre de 1997 el siguiente comunicado, difundido en “El Periódico”, diario de la capital:

Con Nombres y Apellidos”

“Tuvieron que transcurrir cuatro años y meses para que el octavo juez que conoce el proceso judicial por los asesinatos de Jorge Carpio, Juan Vicente Villacorta, Rigoberto Rivas y Alejandro Avila dictara sentencia y nos dejara con un solo hombre: Juan Acabal Patzán, quien se encuentra en prisión desde 1993. Al patrullero civil se le demostró que estuvo en el lugar de los hechos, pero no asesinó a ninguna de las cuatro víctimas. Ahora le toca a la Sala de Apelaciones enmendarle la plana a su colega y dejar abierto procedimiento en contra de los demás autores materiales, intelectuales, cómplices y contra las siguientes personas:

 

1. General José Domingo García Samayoa, ex ministro de la Defensa. Delitos: Amenazas y falso testimonio. Negó haber amenazado a Jorge Carpio para que pasara en el Congreso una Amnistía General y negó asimismo que el Ejército estuviere presionando a favor de la misma, lo cual se desvirtuó con declaraciones testimoniales y con la copia de los proyectos de Amnistía.

 

2. General José Luis Quilo Ayuso, entonces Jefe del Estado Mayor de la Defensa. Delitos: Encubrimiento impropio y falso testimonio. Se negó a declarar teniendo la obligación de hacerlo, lo cual constituye delito. Nunca aportó al proceso los informes enviados por el Comandante de la Zona Militar número 20 en torno al cuádruple asesinato, según el testimonio de éste último, y era a quien informaban del caso las diferentes instancias militares.

 

3. General Víctor Augusto Vázquez Echeverría, entonces Comandante de la Zona Militar número 20. Delitos: Encubrimiento impropio y falso testimonio. En su declaración testimonial ocultó la verdad y se negó a pro­por­cionar los nombres del oficial y los 15 soldados que fueron los primeros en llegar al lugar de los hechos esa misma noche, incluso antes que la Policía Nacional.

 

4. Ramiro de León, ex presidente. Delitos: Abuso de autoridad, encubrimiento impropio, incumpli­miento de deberes y falso testimonio. Ocultó por diez meses la nueva investigación que implicaba a patrulleros civiles y comisionados militares, la cual reemplazaba por la de Los Churuneles. Nunca aportó al proceso los informes de balística practicados por el FBI, la Guardia Civil española y un experto del Gobierno mexicano, según su propia declaración. Autorizó sacar el arma del delito, Colt calibre 45, a Washington sin autorización judicial, rompiendo así la cadena de custodia del arma. Mintió al decir que el Ejército nunca investigó el caso, según declaración de varios oficiales.

 

5. Coronel Ricardo Bustamante, entonces Director del Archivo (en proceso de cambio de nombre). Delitos: Encubrimiento impropio y falso testimonio. Negó haber investigado el caso y haber interrogado extrajudi­cialmente y filmado a los sobrevivientes, lo cual quedó desvirtuado con las declaraciones de éstos últimos.

 

6. Coronel Mario Alfredo Mérida González, entonces Director de Inteligencia. Delitos: Encubri­miento impropio y falso testimonio. Negó en su declaración que la G-2 hubiere efectuado alguna investigación. Sin embargo, en video que obra en el proceso y en la prensa reconoció que los primeros en llegar al lugar de los hechos e investigar fueron oficiales de Inteligencia.

 

7. Tenientes Coroneles Víctor Hugo Rosales Ramírez y Mario Enrique Gómez Ayala, el primero a cargo del caso Carpio en la Policía Nacional, el segundo se encontraba de alta en la Policía Nacional. Rosales nunca aportó la primera investigación policíaca realizada al proceso. Gómez fue uno de los oficiales enviados a Quiché y a Sololá a investigar y participó en el denominado Plan Utatlán, según oficio del Ministerio de la Defensa Nacional, lo cual negó en su testimonio.

 

8. Arnoldo Ortiz Moscoso, entonces ministro de Gobernación. Delitos: Abuso de autoridad, encu­bri­miento impropio, incumplimiento de deberes y falso testimonio. Ocultó pública y judicialmente la nueva investi­gación que involucraba a patrulleros civiles y comisionados militares. Ordenó a Roberto Solórzano y a Oscar Abel García Arroyo sacar el arma incautada al patrullero a Washing­ton, según declaración testimonial de este último, lo cual el imputado negó en su declara­ción.

 

9. Mario René Cifuentes Echeverría, entonces Director de la Policía. Delitos: Encubrimiento impropio, in­cum­pli­miento de deberes, desobediencia y falso testimonio. Ocultó la nueva investiga­ción y autorizó la salida del arma del Almacén de Guerra de la Policía para que la pudieran sacar del país. Redujo de veinte a diez la lista de sospechosos. Fue citado a declarar tres veces y se negó a comparecer teniendo la obligación de hacerlo, lo cual constituye delito.

 

Juzgue el pueblo de Guatemala qué hay detrás de tanta mentira y encubrimiento. Juzgue el pueblo si se hizo justicia dejando a un solo hombre en prisión.”

 

Karen Fisher. (El Periódico, Guatemala, 27 de noviembre de 1997).  

Pese a su condena a 30 años de prisión como único autor material identificado, Acabal Patzán fue liberado cuatro años después, pues ni siquiera existía constancia alguna -por la citada desaparición de los proyectiles extraídos de los cuerpos- de que sus disparos alcanzaran a ninguna de las personas asesinadas, aunque sí había constancia de haber sido su arma allí disparada, por otros proyectiles inicialmente hallados en el lugar. Ningún otro autor mate­rial ni intelectual del cuádruple crimen ha sido procesado hasta hoy.

Ya en 1998, Marta Arrivillaga de Carpio, dos años después de los anteriores pro­nun­cia­mientos de Karen Fischer y de la CIDH -y cinco años después del asesinato de su esposo- formulaba las siguientes preguntas, que resumían la desesperada impotencia no sólo de una familia sino de toda una sociedad, ante la catástrofe moral y social de una impunidad impenetrable frente a los crímenes de más extrema gravedad:

"¿Por qué tanto encubrimiento? ¿Por qué tantas anomalías? (...) ¿Por qué se perdieron las autopsias? ¿Por qué incendiaron el archivo? ¿Por qué nos amenazaron a mi familia y a mí? ¿Por qué atentaron contra el fiscal del caso Carpio, Abraham Méndez, quien final­men­te tuvo que salir exiliado con su familia a Canadá? ¿Por qué asesinaron a Augusto Medina Mateo, jefe de la policía a cargo del caso en Quiché, de dos balazos en la espalda y uno en la boca como una advertencia para callar? (...) ¿Por qué no hicie­ron pública la verdadera investigación que se llevó a cabo por un contingente enviado de la capital, al día siguiente del crimen, llamado Operación Utatlán y comandado por el teniente coronel Gó­mez Ayala, según informe de un alto jefe de la inteligencia militar, dado en 1996? ¿...?", etc. (Continúa con otra serie de preguntas que no consideramos necesario repro­du­cir). (68)

He aquí, pues, algunas de las interrogantes planteadas por esta mujer que vio morir trágicamente a su esposo, asesinado por unas fuerzas que siguen amenazándola a ella y a los suyos, sin que la justicia guatemalteca consiga atravesar el ciclópeo muro de la impunidad. Finalmente, Marta Arrivillaga manifestaba su impotencia en estos térmi­nos:

"Del momento del asesinato de Jorge Carpio a la fecha he visto desfilar y he hablado con ellos clamando justicia a: dos presidentes de la República, seis presidentes de la Corte Suprema de Justicia, nueve jueces del caso Carpio, dos fiscales generales de la nación, tres fiscales especiales encargados del caso, y la justicia está muy lejos de ser aplicada a los asesinos, tanto materiales como intelectuales, que segaron la vida de mi esposo." (69)

"En mi calidad de acusadora particular lo único que pido es justicia. Estoy en mi pleno derecho. Pero estoy convencida de que la impunidad persistirá." (70)

En efecto, así fue. Tras los fallos adversos de la Corte de Apelaciones y de la Corte Suprema, la causa quedó agotada en Guatemala tras la correspondiente sentencia de casación.

Posteriormente, después de otras vicisitudes, ya en el año 2001 el caso Carpio volvió a verse reactivado, aunque ya no en Guatemala, sino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Uno de los elementos decisivos de estas actuaciones consistió en la presentación de un testimonio de gran valor: el de una mujer, con estatus de testigo protegido por la ONU, que aporta datos de primera mano, absolutamente decisivos sobre la autoría material del múltiple crimen:

“Una cinta de video, que recoge el testimonio de la testigo en la investigación que se sigue por la muerte de Jorge Carpio Nicolle, dirigente del Partido de Unión de Centro Nacional (UCN), es la pieza fundamental del caso que sigue la familia de la víctima para lograr una condena al Estado de Guatemala, ocho años después de su asesinato.”

“La testigo ya fue presentada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).”

“De acuerdo con datos del testimonio, 25 patrulleros civiles se reunieron en casa de la testigo para afinar los detalles del asesinato del dirigente, entre ellos su esposo. Aseguró que en un cuarto de su casa se guardaron los pasamontañas, uniformes y botas militares utilizados por los victima­rios.” (71)

Tras consumar los cuatro asesinatos, el esposo de la testigo la envió a comprar bebidas para celebrar en la propia casa el éxito de la operación. A la pregunta de qué se celebraba, y tras sucesivas negativas a responder, finalmente el esposo, ya suficiente­mente bebido, confesó a la mujer: “Conse­gui­mos matar a Carpio”.

Con esta nueva y valiosa prueba testimonial –el ya citado video-, la infatigable familia Carpio y la insobornable Karen Fischer continúan en su empeño de lograr en el ámbito internacional una justicia que les fue negada en su propio país. De cualquier forma, el caso Carpio, igual que el anterior de Myrna Mack, y el del asesinato del obispo Juan Gerardi -que más adelante veremos en profundidad-, entre tantos otros casos de no tan destacado relieve social, nos ilustran ampliamente sobre la trágica indefensión de una sociedad civil ante una institución militar que se sitúa, fácticamente, por encima de todos los poderes del Estado a la hora de eliminar a aquéllos que considera sus enemigos, asegurándose para ello la más sistemática impunidad.

 

2.2.  LA REPRESIÓN MILITAR EN EL ÁMBITO RURAL:  INAUDITA ACUMULACIÓN DE CASOS DE TORTURA Y OTROS TRATOS CRUELES, INHUMANOS Y DEGRADANTES

Creemos necesario advertir al lector que, a partir de aquí, se produce un salto cualitativo y cuantitativo de terrible magnitud respecto a lo ya visto en todas las páginas precedentes. Se trata de un salto, en primer lugar, ambiental, pues entramos en un escenario rural, de humildes comunidades mayas dedicadas a la agricultura (una modesta agricultura de subsistencia), habitantes de pequeñas poblaciones y aldeas, en las cuales el Ejército y las PAC (las ya citadas Patrullas de Autodefensa Civil, formadas por civiles obligados a actuar a las órdenes de aquél), tratando de impedir la colaboración de los campesinos con la guerrilla, y, sobre todo, tratando de exterminar a ésta, cometie­ron un tipo de atrocidades que superan todo lo ya referido sobre la represión política y social en los ámbitos predominantemente urbanos, cuyo módulo represivo fue diferente, como ya señala­mos más atrás.

En efecto, la represión en las áreas rurales, practicada principalmente contra las comunida­des mayas, fue mucho más allá que el modelo anterior en amplitud y crueldad. Los sucesivos gobiernos militares guatemaltecos, y muy especialmente los de los generales Fernando Romeo Lucas García (julio 1978 - marzo 1982) y Efraín Ríos Montt (marzo 1982 - junio 1983) consideraron a la población maya, por sus muy pobres condiciones de vida, como “aliada natural de la guerrilla”. Es decir, como un amplio sector social que supuesta­mente había de verse arrastrado por los ejemplos castrista y sandinista (casos, ambos, de movimientos guerrilleros triunfantes en Cuba y Nicaragua), lo que, a cualquier pre­cio, era necesario impedir. Y fue precisamente en ese ámbito étnico y rural, contra esas comuni­dades mayas (que consti­tu­yen el 60% de la población de Guatemala) donde el modelo de represión guatemalteco alcanzó unos niveles de horror y de barbarie criminal absolutamente desconocidos en cualquier otro lugar de Centroamérica o de América Latina en su totalidad.

Según precisa el Informe de la CEH en el párrafo 87 de sus Conclusiones y Recomendaciones:

"Especial gravedad reviste la crueldad que la CEH pudo constatar en muchas actuaciones de agentes estatales, especialmente efectivos del Ejército, en los operativos en contra de comunidades mayas. La estrategia contrainsurgente no sólo dio lugar a la violación de derechos humanos esenciales, sino a que la ejecución de dichos crímenes se realizara mediante actos crueles cuyo arquetipo fueron las masacres. En la mayoría de las masacres se han evidenciado múltiples actos de ferocidad que antecedieron, acompaña­ron o siguieron a la muerte de las víctimas. El asesinato de niños y niñas indefensos, a quienes se dio muerte en muchas ocasiones golpeándolos contra paredes o tirándolos vivos a fosas sobre las cuales se lanzaron más tarde los cadáveres de los adultos; la amputación o extracción traumática de miembros; los empalamientos; el asesinato de personas rociadas con gasolina y quemadas vivas; la reclusión de personas ya mortal­mente torturadas, mante­nién­dolas durante días en estado agónico; la abertura de los vientres de las mujeres embarazadas y otras acciones igualmente atroces constituye­ron no sólo actos de extrema crueldad sobre las víctimas, sino, además, un desquicia­miento que degradó moralmente a los victimarios y a quienes inspiraron, ordenaron o toleraron  estas acciones." (72) 

La tarea de expresar y concentrar aquí en un número razonable de páginas el contenido de documentos tan largos y comprometidos como los informes del REMHI y de la CEH, y de otros referentes al mismo drama -dando al lector una idea lo más ajus­tada posible de la magnitud del cataclismo desencadenado en Guatemala en cuanto a derechos humanos y comportamientos milita­res se refiere-  resulta extremadamente difícil, incluso para quienes, como nosotros, he­mos trabajado para Naciones Unidas en la citada Comisión y contribuido a la redacción de su informe final.

Consideramos que el recurrir aquí a la descripción más o menos detallada de uno o dos casos específicos de masacres concretas (de las 626 registradas y atribuidas por la ONU a las fuerzas militares guatemaltecas, o a otras fuerzas actuantes bajo autoridad militar) daría una idea insufi­ciente de lo que allí sucedió.  Por ello, esta vez nuestra exposi­ción de hechos consistirá en la presenta­ción de una serie de testimonios, tal como aparecen registrados en distintas fuentes documenta­les de diversos orga­nismos y procedencias, especialmente de los dos informes citados y, muy particular­mente, del más completo de ellos: el de la ya citada CEH de Naciones Unidas.

En la descripción de horrores aquí reproducidos nos limitaremos a recoger y clasificar algunos de los miles de casos testificados para la mencionada comisión de la ONU en su vasta tarea investigadora a lo largo y ancho del país, así como algunos del informe REMHI del Arzobispado, junto a algunos otros de diversas fuentes solventes.

De todas esas fuentes, entre sus miles de casos y testimonios registrados, son muchos, demasiados, los que podrían ser señalados como ejemplos increí­bles de una increíble realidad. De entre ellos, tomaremos aquí un conjunto de casos suficientemente descriptivos de lo que fue aquella represión.

Como veremos, y según constata el citado informe de Naciones Unidas (rati­ficando, a su vez, numerosos informes anteriores de diversas procedencias, incluido el también citado REMHI), las formas de tortura fueron tan variadas como crueles. Entre las más utilizadas estuvieron el fuego (aplicado a ciertos miembros, o de forma total y conti­nuada hasta la muerte de la víctima); el colgamiento prolongado (suspensión de las víctimas por las muñecas, o cabeza abajo colgados de los tobillos durante horas o días); la asfixia o ahogamiento en sus diversas formas; las mutilaciones por amputación traumática de miem­bros; la introducción de las víctimas en piletas de agua (sometidos al frío y a la privación de sueño y de alimento por largo tiempo), así como la reclusión en profundos ho­yos durante días, a veces hasta la muerte, junto a personas agonizantes o junto a cadá­veres en des­com­posición. El empalamiento fue también utiliza­do, como otra forma de muerte terrible. Los golpes bruta­les (patadas, puñetazos o culata­zos con las armas) acompañaban habi­tual­mente, o prece­dían, a cualquiera de los trata­mientos anteriores.

En muchos casos estas formas de tortura iban encaminadas inicial­mente a la obtención de informa­ción, pero después -obtenida ésta o no- los torturadores continuaban su actuación hasta producir la muerte de la víctima, que muchas veces ignoraba realmente aquello que se le preguntaba. En muchos otros casos, la tortura se aplicaba sin interro­gatorio alguno, como castigo ejemplificante en presencia de vecinos o de comunida­des ente­ras, tratando de sembrar el terror, buscando el mayor impacto psicoló­gi­co en las pobla­cio­nes campesinas a través del sufrimiento máximo infligido públicamente a los torturados.

Con frecuencia, varios  tormentos distintos eran aplicados de forma sucesiva a las mismas víctimas, como se comprueba en casi todos los casos reproducidos a continua­ción. A pesar de ello, y con objeto de proporcionar una visión mínimamente sistemática, agrupa­re­mos estas gravísimas violaciones de derechos humanos en varios tipos, atendiendo a su distintas modalidades de ejecución.

 

a) El fuego como instrumento de tortura y de ejecución extrajudicial

El fuego fue uno de los medios más utilizados, sin perjuicio de otras formas de tortura aplicadas también a las mismas víctimas. (Hacemos notar, para no repetirlo sistemáticamente, que los subrayados incluidos dentro de cada caso son nuestros y no del texto original, salvo indicación en contrario). He aquí algunos casos en que el fuego fue la tortura principal:

“Este hombre había sido guerrillero, pero después se presentó a la zona 302 y empezó a denunciar gente. Llegó con la cara tapada, pero lo reconocieron por la voz. Comenzó a señalar a los hombres. Entonces encerraron a estos hombres en la cocina de la iglesia, les quemaron los pies y la espalda. Los colgaron boca abajo, de los horcones, y les gritaban: “¡Usted es guerrillero!”, cortaban el lazo y los dejaban caer. A otros los colgaban de los brazos. Así, los torturaron toda la noche en presencia de todos los hombres de la comu­nidad. Al día siguiente, estos hombres fueron amarrados a un poste y fusilados delante de los demás. (...) El oficial advirtió a los sobrevivientes: 'Que no les pongan cruz, que no los entierren, porque estos cabrones no lo merecen'.” (Caso 262 de la CEH, San Martín Jilotepeque, Chimaltenango, octubre 1982) (73)

En ocasiones la tortura se prolongaba ininterrumpidamente hasta produ­cir la muer­te, como en el caso siguiente:

"...pude ver cómo le aplicaron la tortura psicológica, después la tortura física y después como lo terminaron" (...) "El Ejército tiene cierta gente capacitada, porque no toda la tropa está en capacidad de hacer eso, sino que ellos seleccionan los más malos" (para este tipo de tareas). (...) "...le echaron leña debajo y gasolina, y le prendieron fuego. Aquel olor de la carne, como si fuera carne de res, ni más ni menos... Se comenzó a quemar primero el pelo de la cabeza, los dedos, así las partes más delgadas. Lo que no se terminaba (de quemar) era la parte del fémur, del hueso; se iba encogiendo la carne para arriba. Primero se iba quemando, y como vieran que con la primera tanda de gasolina y cable no se murió, volvieron a rociar con más gasolina, mas leña... Era el trabajo de la tropa, hasta convertir­lo en cenizas (...). Y así desaparecieron muchos. (Tes­tigo clave TC 3 de la CEH,  Brigada Mariscal Zavala, 1967) (74)

En algunas bases militares funcionaban hornos donde los militares quemaban a sus víctimas, para interrogarlos o simplemente para matarlos. Eran hornos pertene­cientes a explotaciones agrícolas antiguas, anteriores a la instalación de las bases, pero que fueron ampliamente utilizados dentro de los procedimientos de tortura y asesinato perpetrados en el marco de la represión militar. He aquí el testimonio relatado por un refugiado en México, perteneciente a una de las numerosas comunidades mayas que, huyendo de la represión, se refugiaban en las proximidades de la frontera mexicana, cruzándola e instalándose al otro lado de ella. Lo cual no siempre les libraba de los rigores de la represión, pues las tropas guatemaltecas, por tratarse de fronteras prácticamente desguarnecidas, efectuaban incursio­nes en territorio mexicano en las que secuestraban a algunos de los campesinos refugiados, volviendo con ellos a territorio guatemalteco. Así fue en el caso siguien­te:

"El Ejército de Guatemala incursionó al campamento de refugiados de Santa Marta, en 1983. El Ejército logró capturar a tres refugiados y luego los llevó al desta­camento en Ixquisis, San Mateo Ixtatán, Barillas. Allí les torturaron, los pusieron en un horno de cardamomo (producto agrícola cultivado en la zona, que requiere un cuidadoso proceso de secado), donde les quemaban cada día poco a poco, a fuego lento. Esto duró unos tres días. Las víctimas estaban en muy mala condición, con muchas quema­du­ras. El cuarto día obligaron al hijo a matar a su propio padre con un machete. El hijo lo hizo para terminar con los sufrimientos del padre. Después de esto, los soldados mataron al hijo con sus armas de fuego".(Caso 5296 de la CEH. Barillas, Huehuete­nango, San Mateo Ixtatán, julio 1982). (75)

Otro terrible caso de tortura muy lenta y muy prolongada (durante días, hasta la muerte) fue la aplicada por calentamiento progresivo, hasta provocar el fallecimiento por deshidratación y abrasamiento de las víctimas, en el caso siguien­te:

“...pusieron a los cuatro hombres, dos de ellos muchachos, en una pila de agua durante ocho días. Durante estos días los cuatro no recibieron comida y fueron pateados y pegados duramente. Después de los ocho días, los pusieron en la secadora de café del dueño de la finca. Echaron fuego a la secadora y durante tres días calentaron a las cuatro personas, quienes poco a poco se murieron de calor y sed. Cuando habían muerto los cuatro los enterraron en un hoyo del destacamento.” (Caso 6176 de la CEH. San Mateo Ixtatán, Huehuetenango, agosto 1982). (76)

He aquí otro caso, en el que varios prisioneros fueron enviados a limpiar un viejo horno de pan. Una vez limpio y  barrido, ellos mismos fueron quemados en él:

"Lo hicieron en el horno de pan que antiguamente estaba allí en esa casa vieja (...)  Morían quemados... Se incineraba todo, cenizas sí quedaban. Los mismos que barrían fueron los muertos... Los que fueron mandados a limpiar los hornos eran los que posterior­mente fueron quemados."(Testigo clave TC 85 de la CEH) (77)

Es de notar que muchos de estos testimonios proceden de soldados que cumplían su servicio militar en aquellas unidades o destacamentos donde, años atrás, fueron testi­gos directos de estos terribles episodios, cuya descripción detallaron ante la Comisión. He aquí, por ejemplo, otro testimonio de un miembro de los servicios de inteligencia militar, que ratificó el amplio uso de este tipo de hornos agrícolas para una finalidad harto distinta de la que motivó su instalación. Dice el tan repetido informe de la CEH:

"En las zonas militares existieron sitios de reclusión clandestina. En (las insta­laciones de) la Zona Militar de Huehuetenango existía una casa que contaba con un horno, donde se torturaba y cremaba a las víctimas. Un ex especialista de la la G-2 que estuvo de alta (destinado) en esta Zona Militar narró a la Comisión: 'Para la tortura de la gente que capturaban (utilizaban) un horno de barro que había en una casa vieja en el interior de la Zona Militar, porque esa casa vieja ya estaba cuando el Ejército ocupó el predio donde se construyó la Zona (...) Tantísimos cientos de personas (murieron allí)... De Aguacatán, de Ixtahuacán, Colotenango, San Sebastián, San Juan Atitlán, Santa Bár­ba­ra, Cuilco, Malacatancito, todas esas de Pajuil País, Chex...'." (Testigo clave TC 5 de la CEH, Zona Militar de Huehuetenango. (Los dos primeros paréntesis son nues­tros. Los dos últimos pertenecen al texto original). (78)

He aquí otro caso de muerte por el fuego, previa mutilación, relatado por la esposa de la víctima, un campesino que se había resistido fuertemente a su secuestro:

"Allí mismo en el patio, con su mismo machete, le quitaron a mi marido sus huevos, o sea, lo caparon pues. Se lo llevaron amarrado y a golpazos (...) el día 26  de enero de 1981, en horas de la madrugada, unos trabajadores (...) vieron que se estaba quemando una persona, que aún no estaba muerta, e intentaron apagarla con ramas. Pero otros les dijeron que no lo hicieran, porque 'lo había quemado la autoridad'. De allí, me dijeron que había un cadáver frente a la entrada del Ingenio Magdalena, y lo fui a ver. Era él, sola­mente lo conocí por el dedo gordo del pie, que era bien cortito, ­porque estaba comple­ta­mente quemado... Su cuerpo tenía señales de tortura, quemado y ma­neado (las manos atadas) con alambre." (Caso 13.255 de la CEH, Parcelamiento El Pilar, La Democracia, Escuintla, enero, 1981). (79)

Otro caso, en el que la víctima fue empalada y tostada como si se tratara de asar a un animal, fue el siguiente:

"Cuando él llegó a su vivienda, ya varios patrulleros y soldados estaban robándole las tejas y preparando el fuego. También robaron unos 70 quintales de maíz y a él le qui­taron 500 quetzales que llevaba en la bolsa. Después lo estuvieron dorando (asan­do) en un palo, como desde la una hasta las dos de la tarde." (Caso 5296 de la CEH, San Pedro Necta, Huehuetenango, septiembre, 1982). (80)

Otro procedimiento más expeditivo fue el incendio de viviendas, con personas pre­viamente encerradas en su interior, como en el caso siguiente:

"El tercer jefe de la patrulla de la cabecera de Zacualpa llegó a la casa de Jerónimo Sinaj Toj, lo capturó delante de la familia, lo encerró en la vivienda y luego prendió fuego a la misma. La persona murió quemada en su propio hogar." (Zacualpa, septiembre, 1982) (81)

En otras ocasiones, la brutalidad se iniciaba por otros procedimientos de trato traumático de extrema crueldad, para acabar en el fuego como forma de ejecución. Las llamadas Patrullas de Autodefensa Civil (las repetidamente citadas PAC) incurrieron con frecuencia en actos de este tipo, caracterizadas por su inaudito salvajismo y ferocidad:

"En multitud casos, las ejecuciones realizadas por las PAC fueron perpetradas con especial crueldad. El 16 de junio de 1982, Pedro Ramírez Ajmac, su esposa e hijos y su hermano salieron de Chacagex hacia la aldea Chuahoj, municipio de Sacapulas, Quiché, cuando vieron que por el camino se acercaba un grupo de patrulleros de San Sebastián. Al verlos, Tomás huyó de inmediato, pero Pedro salió corriendo después y le dieron alcance, lo ataron de un pie al vehículo y se lo llevaron arrastrándolo aproximada­mente dos kilómetros hasta llegar a la sede de la patrulla de San Sebastián. Pedro llegó en un estado terrible; aparecía con graves heridas, en especial, en el rostro; su esposa e hijos corrían detrás de él gritando y llorando por lo que le estaban haciendo. Pedro pidió agua a los patrulleros y el jefe de las PAC le ofreció orina; (...) A la esposa le dijo que la iba a asesinar. Después los demás patrulleros hicieron una hoguera, quemaron a Pedro, abrieron una fosa dentro del destacamento y lo enterraron." (Caso 16016 de la CEH, Sacapulas, Quiché, junio, 1982). (82)

Otra intervención de los patrulleros, terminada, como tantas otras, en la muerte por el fuego de la víctima en presencia de sus hijos, fue registrada en estos términos por la CEH:

 "Unos veinte patrulleros, entre ellos el jefe de patrullas de San Bartolo y los jefes de patrulla de Molubá, los Cimientos, Sinchaj, rodearon la casa de Micaela, en la cual se encontraban sus hijos. Los patrulleros iban armados con escopetas Galil (el testigo se refiere a los potentes fusiles automá­ticos Galil, de fabricación israelí) y con palos con clavos para golpear. En la casa de Micaela se encontraban sus hijos. Buscaban a Francisco, el hijo mayor, pero él no estaba. Procedieron luego a interrogar a Micaela. La amenazaron con quemar su casa, la golpearon, le daban duro con el palo con clavos, de un puñetazo le sacaron una muela, la tiraron a las ascuas del fuego provocándole quemadu­ras en el brazo. Los hijos de Micaela, Josefa y Juan (14 años), fueron golpeados brutal­mente, tanto que Juan quedó algo sordo de los golpes". (...) "Los patrulleros recorrían constante­mente todos los cantones haciendo cateos (registros) casa por casa. Cinco días después, los patrulleros volvieron a la casa de Micaela. En esta ocasión capturaron a Francisco. Lo amarraron, (...) le echaron gas y le prendieron fuego, le quemaron vivo, nos rodearon para que mirásemos; los niños -los hijos de Francisco- nunca pudieron olvidar cómo quemaron a su papá; todavía hoy, cuando recordamos nos ponemos a llorar, siempre lloramos para adentro, cuando lo hablamos también lloramos para afuera. A los quince días, hacía el 18 de enero, los patrulleros regresaron a la casa de Micaela, robaron cuanto de valor había, y quemaron la casa y la producción". (Caso 2798 de la CEH, Quiché, diciembre 1981). (83)

El saqueo y la destrucción de los bienes, como culminación de la tarea represiva, constituyó otra práctica muy habitual, tanto en los casos individualizados como en las masacres de carácter colectivo.

En otras ocasiones, la muerte por el fuego fue dada a familias enteras, directamente y sin torturas previas, junto con la destrucción de la vivienda familiar. Tal fue este caso (registrado por  la comisión investigadora del Arzobispado para el informe REMHI), cuya víctima fue una familia acusada de proporcionar alimento a la guerrilla:

"Llegó un pelotón de soldados, guiados por Fernando Jom Cojoc (patrullero civil de ese lugar), que dijo: 'Ellos son guerrilleros y ahí está la prueba, las hojas de los tamales que han quedado, ya que ellos alimentan a la guerrilla'. Y los soldados, sin hacer pregunta alguna, los amarraron a todos dentro de la vivienda, rociaron con gasolina la casa y le prendieron fuego. Todos murieron quemados. Entre ellos un niño de aproximadamente 2 años de edad. (Caso 3164 del Remhi, Aldea Najtilabaj, San Cris­tóbal Verapaz, Alta Vera­paz, 1982). (84)

  

b) El colgamiento y las distintas formas de asfixia

Otra forma habitual de tortura, causante de dolores insoportables, fue el colgamien­to por largas horas o días. A este respecto, dice el informe de la CEH:

"El 'colgar' a una persona era una técnica por medio de la cual se enganchaba por lo alto a la víctima y se la mantenía suspendida por horas, en una posición antinatural. Esto provocaba dolores intensos y permanentes, impedía dormir, era un sufrimiento extremo que no requería ningún esfuer­zo por parte del ejecutor." (85)

"El castigo mencionado era acompañado generalmente de golpes en áreas como la zonas genitales o el vientre, y hacía más doloroso el castigo en esas partes del cuer­po, como lo evidencia el siguiente caso:

"Los delatores vestidos de civil gritaron entonces que los Ixbalán y los Chiviliú (todos eran menores de edad, e incluso uno tenía 10 años) eran guerrilleros... Los amarraron fuertemente y los llevaron con golpes al destacamento militar de Panabaj. Los comen­zaron a torturar para que dijeran dónde se encontraba el campamento de la colum­na guerrillera Javier Tambriz, siendo acusados ante los oficiales (...). Ante la nega­tiva fueron golpeados con salvajismo, les ataron las muñecas y los tobillos; fueron colgados del techo dejando el vientre descubierto y colgando como si fueran hamacas. Fueron pateados toda esa tarde y la noche, en el abdomen y los órganos genitales. Los torturadores se turnaban, tres a la vez; a los quince minutos estaban bañados en sudor. A la mañana siguiente entró un nuevo turno de torturadores. Tras varias horas de estar suspendidos y golpeados los descendieron al suelo. En tono de burla les dijeron: 'Pobreci­tos muchá' (abreviatura de 'muchachos', habitual en el lenguaje de la tropa gua­te­malteca). 'Tie­nen frío. Pobrecitos'. Y burlándose más dijeron: 'Bueno, traigan los ponchos para nues­tros invitados, porque tienen frío'. Acto seguido entraron grandes troncos de árboles y juntándolos los pusieron encima; sobre ellos tendieron unas colchonetas y sobre éstas se tendieron varios soldados, debidamente abrigados. Así, tuvieron que soportar (el peso aplastante) por varias horas."

"José fue bajado dos veces al llamado 'paredón', en donde lo 'fusilaban' (simula­cro de fusilamiento). Luego, entre insultos y preguntas, era retornado al sitio del suplicio físico. En el transcurso de la tortura, les vendaron los ojos y les introdujeron sendos lienzos empapados en aceite y tierra, en la boca. Al día siguiente llegó el teniente y dio la orden de descenderles y desatarles y les dijo: 'Ya vino su familia a buscarles, muchá. Y ya les dije que a ustedes les secuestró la guerrilla y les torturó, y que nosotros los rescatamos; así que coman lo que quieran. ¡Vengan a comer, muchá!'. Nadie pudo comer, sus manos se encontraban extraordinariamente hinchadas y eran incapaces de sostener el tazón, y aunque fueron ayudados por los soldados no pudieron tragar, debido a que tenían cerrada la tráquea de los golpes, la sangre y el dolor. No podían caminar, por la tremenda inflamación de sus pies y el dolor insoportable de sus testículos." (Caso 4099 de la CEH. Santiago Atitlán, Sololá, agosto, 1987) (86) (El primer paréntesis pertenece al texto original. Los tres últimos son nuestros).

Otra técnica muy usada fue la asfixia en sus distintas formas, para las cuales se aplicaban diversos instrumentos. Uno de ellos era la bolsa o capucha de "gamezán". Este era un insecticida que ejercía un fuerte efecto como agresivo químico sobre los ojos y las vías respiratorias de la víctima.  Cuando ésta,  próxima ya a la asfixia, no podía evitar el as­pi­rar aire, penetraba el producto por nariz y boca, produciendo efectos que podían llegar a la asfixia total, y que, en todo caso, producían tremendos sufrimientos, sólo inte­rrumpi­dos a voluntad del torturador. También se utilizaba la bolsa de cal, de uso similar al anterior, o la aplicación directa de líquidos agresivos, fuertemente irritantes, sobre los ojos de las víctimas, como en este caso registrado por el informe REHMI del Arzobispado:

"Me fijé como a Roberto le dolió cuando recibió el líquido. Cuando me tocó a mí  -mis manos y mis pies estaban amarrados- cerré los ojos pero el líquido penetró.  Blasfe­mé interiormente. Era cien veces peor que el jabón  en los ojos cuando uno se lava. Cada vez (...) entraba un poco más de líquido. Pasamos una hora de retortijar y luchar con el dolor" (...) “Oí que uno de los soldados preguntaba: '¿Qué hicieron con ellos?' Otro le explicó que 'les habían aplicado el doberman.'." (Caso 5372 del informe REMHI, Nueva Concepción, Escuintla, 1982). (87)

Este último dato escuchado por la víctima, aunque ajeno al tema específico de este apartado y aunque sin saber a qué otras victimas se refería, alude a otra de las formas (el empleo de animales) utilizadas para interrogar bajo tortura a las víctimas de la represión.

Otro instrumento muy usado -tanto para torturar como para ejecutar a las víctimas- fue la asfixia mediante el empleo del llamado "garrote" o "torniquete", denominado en otros lugares "la tórtola", consistente, en definitiva, en una forma muy frecuente de ahor­ca­miento manual. Sin perjuicio de utilizar también con frecuencia el ahorcamiento clásico -col­gamiento por el cuello hasta la muerte-, a la hora de torturar a las víctimas se usaba frecuentemente este sencillo instru­mento, com­pues­to por un palo corto y una cuerda o correa, también corta, atada a él por ambos extremos. Al anudar la cuerda al cuello de la víctima y girar el palo cada vez más, se produce un efecto de presión creciente, capaz de causar la muerte en caso de prolon­garse lo suficiente tal presión. Normalmente se apreta­ba hasta que, viendo amoratado el rostro de la víctima, ya al borde de la muerte por asfixia, se aflojaba la cuerda para poder continuar el interrogatorio después de su reanimación. También se aplicó muchas veces, según los testimonios, el ahogamiento por inmersión forzada del rostro en agua sucia u otros líquidos repugnantes (lodo, orina, aguas fecales).

Respecto a las varias formas de asfixia como método de tortura y ejecución, la Comisión registró abundantes testimonios, tales como los siguientes:

"Usaban un método que ellos llaman la tórtola. Eso consistía en amarrarles un lazo  en el cuello y, con un palo, enrollárselo hasta que murieran de asfixia."(Ex soldado, testigo clave TC 53 de la CEH") (88)

"Como a las diez de la mañana entró el Ejército a la casa de la víctima. Lo golpean, acusándolo de ser miembro de la guerrilla y con la culata de sus armas le golpean el estómago. Le interrogan sobre nombres de compañeros y dónde esconden sus armas. Al no responder le aplican un torniquete en el cuello y lentamente lo aprietan. Al ver que se pone morado, lentamente se lo aflojan. Las torturas duran desde las diez de la mañana hasta las seis a siete de la noche. Otro compañero de la comunidad es igualmente secuestrado. La esposa es violada por quince soldados, en presencia del cónyuge, quien en ese momento es colgado debajo de un árbol."(Caso 2502 de la CEH, Joyabaj, Quiché, enero, 1982) (89)

"La operación fue dirigida por la G-2 y ejecutada por un capitán. A las trece horas iniciaron el proceso de interrogatorio y tortura acusándolo de pertenecer al PGT. (...) Las torturas acompañadas de interrogatorio duraron desde el 3 de febrero hasta el 24 de abril del mismo año. Los interrogadores eran militares. La primera semana le aplicaron las siguientes torturas: lo asfixiaban con llantas, lo ahogaban en un tonel de agua, lo colgaban de un lazo colocándole una venda y una capucha con gamezán". (Caso 390 de la CEH, Ciudad de Guatemala, febrero, 1983) (90)

"16 personas fueron capturadas por una patrulla del Ejército y conducidas al destacamento militar en la Playa de El Estor, Izabal."  "Llevaron a cuatro de ellos que hablaban español al cementerio de El Estor. Allí tenían otro puesto para castigar gente. Después de unos días llevaron a los demás al cementerio donde todos fueron torturados e interrogados... Pusieron bolsas de cal a todos. Con patadas y palos los estuvieron golpeando toda la noche..." (Caso 1093 de la CEH, El Estor, Izábal, octubre, 1982) (91)

"...sin motivo alguno lo sujetaron, atándole las manos hacia atrás... Lo llevaron al destaca­men­to militar.  Estando ya en ese lugar, empezaron a golpearlo y lo interrogaban sobre sus compa­ñeros, constantemente lo golpeaban en la cabeza y en muchas ocasio­nes perdió el conocimiento. Lo amenazaban con un puñal diciéndole que... lo iban a degollar. Al no responder, le colocaron un lazo en el cuello, lo colgaban, cuando veían que estaba a punto de morir lo bajaban, dándole tiempo para que se recuperara (...). Le colocaron una bolsa plástica en la cabeza amarrándosela en el cuello con objeto de asfi­xiarlo (también sin llegar a matarlo). Constantemente cambiaban a la pareja de soldados que lo torturaban y cada quien tenía su propio procedimiento de torturar. Llegó un momento en el que ya no lo soportaba, por lo que pidió a los soldados que lo mataran." (Caso 2485 de la CEH, San Andrés Sajcabajá, Quiché, marzo, 1983) (92)

  

c) Las mutilaciones, como formas atroces de tortura y de ejecución

Una de las prácticas más atroces y más frecuentemente aplicadas fue la mutilación en todas sus formas. Según constató la comisión investigadora de la ONU:

"La mutilación de miembros, los dedos de los pies o de la mano, la propia mano entera, o partes de la cara, o la lengua, era algo común a muchos torturados. Sobre todo arrancar la lengua, los ojos, era una práctica común y los cadáveres eran botados (arrojados) posteriormente en las calles o en las plazas para infundir terror. La mutilación de los órganos sexuales de los hombres fue aplicada sistemáticamente." (93)

La búsqueda del terror ejemplificante, con objeto de paralizar a la población y disuadirla de toda colaboración con la guerrilla, imponiéndoles el miedo irresistible a sufrir formas de tortura y de muerte tan terribles como las ya sufridas por sus vecinos casti­gados, fue un arma psicológica intensamente utilizada por los represores, mediante diversas formas de exhibición de los cadáveres mutilados y torturados:

"Abandonar los cadáveres expuestos en estacas, colocar las cabezas de las víctimas degolladas sobre postes o colgando de los arboles, cortar las lenguas o las manos, mutilar los senos o los genitales, fueron prácticas que llegaron a ser habituales y que se realizaban antes o después de la muerte de la víctima. Aquellos macabros hallazgos y estos usos contribuyeron en gran medida al ascenso del terror." (94)

He aquí lo acontecido a un grupo de campesinos en la finca Chacayá, en Santiago Atitlán:

"Las víctimas aparecieron al día siguiente botadas (arrojadas) a lo largo del camino entre Godínez a Patzún, aproximadamente a 30 kilómetros de los hechos. Las víctimas aparecieron con signos de tortura, les habían arrancado pedazos de sus cuerpos... También les habían quitado toda la piel de las plantas de sus pies y tenían heridas de machete en la cabeza. A otro le habían cortado sus genitales y se los pusieron en la bolsa (bolsillo) de la camisa. A otro le quitaron los ojos y se los pusieron en la bolsa. Al pastor le habían quitado toda la piel de su cara, fue pelada. El acta de levantamiento del cadáver del señor José Chicajau, elaborada por el juez de paz, señala que éste presentaba quemaduras en el abdomen y en ambos pies, y muchos golpes amoratados en distintas partes del cuerpo." (Caso ilustrativo CI 11 de la CEH, Santiago Atitlán, Sololá, enero, 1981) (95)

Un grupo de mujeres, que fueron torturadas en el Cuartel de Reservas Militares de Santa Cruz de Quiché, atestiguaron ante la Comisión que:

"...las llevaron a una habitación chiquita, oscura, se sentía que había más gente, sólo se quejaban. Poco a poco pudieron distinguir a varios hombres que tenían cortados pedazos de nariz, orejas, dedos..." (Caso 16570 de la CEH, Santa Cruz, Quiché, diciembre 1983) (96)

Otra forma recurrente de tortura fue el arrancamiento de las uñas, según recoge el informe de la CEH en casos como el siguiente:

"A Juan Tomás, Matías Tomás y Manuel Tomás, los soldados sacaron un puñal, les sujetaron las manos y les empezaron a sacar una por una las uñas. Los gritos de dolor eran muy fuertes. " (Caso 5549 de la CEH, Concepción, Huehuetenango, mayo, 1983) (97)

Uno de los torturadores que "trabajaba por encargo de uno de los terratenientes locales en la región de Cahabón" -según precisa el informe de la CEH-, pero sometido, igual que los comisio­nados militares, a la autoridad del Ejército, declaró ante la Comisión:

"Yo les arranqué las uñas de los pies y después los ahorqué; en Chiacach y Chioyal las torturas que hacíamos era que les rajábamos con las bayonetas de los soldados, las plantas de los pies a los hombres... las uñas se las arrancaba con alicate... les picaba el pecho a los hombres con bayoneta, la gente me lloraba y me suplicaba que ya no les hiciera daño... pero llegaba el teniente y el comisionado... y me obligaban cuando veían que yo me compadecía de la gente...". (Caso 15253 de la CEH, Cahabón, Alta Verapaz, 1981-82). (98)

Otra forma de tormento era la tortura dental, consistente en extraer de forma brutal piezas dentales de la víctima, así como el corte de la lengua, como en el siguiente caso registrado por la CEH:

"A Jesús  le comenzaron a golpear en la boca hasta romperle los dientes. Luego se los sacaron con cuchillo y se los iban haciendo tragar, de uno en uno, mientras lo interro­gaban sobre los nombres de sus compañeros guerrilleros. Finalmente el oficial, enojado porque no le decía nada, le agarró la lengua y amenazó a Jesús con cortársela, mientras volvía a ordenarle que dijera los nombres. Unos soldados sacaron un palo donde tenían colgadas una fila completa de lenguas, y le dijeron: 'La tuya será la próxima'. Golpearon fuertemente a Jesús y después le cortaron la lengua." (Caso 5355 de la CEH, Jacalte­nango, Huehuetenango, septiembre, 1982) (99)

Respecto a los organismos militares implicados en la práctica de torturas, en cuanto a número y gravedad de los casos de este género, lógicamente el mayor peso de tales prácticas recaía sobre los servicios de Inteligen­cia (en especial los G-2 adscritos a cada unidad), y, en efecto, así quedó registrado por el informe de la CEH:

"El sistema de Inteligencia Militar, encargado de recopilar y registrar información, fue la estructura interior del Ejército que estuvo más involucrada en hechos de tortura. Un ex soldado de alta en (destinado en) Playa Grande, al describir la forma en que se interro­ga­ba, explica: 

"Los de inteligencia eran los encargados de sacarle la verdad a la gente. Les ponían una capucha con gamezán, les sacaban los ojos con cuchara, les cortaban la lengua, les colgaban de los testículos. Esa gente era criminal. El grupo se dividía entre los encargados de torturar para sacar información (los investigadores y captores)  y los encargados de matar (denominados 'destazadores'). (Caso ilustrativo CI 17 de la CEH, Ixcán, Quiché, 1981 y 1982) (100)

Sobre este mismo punto, otro ex soldado que prestó sus servicios en Playa Grande atestiguó ante la Comisión:

"En el interior de la base militar había personas que se dedicaban exclusivamente a asesinar y eran conocidos como 'matagentes' o 'destazadores'. Eran especialistas de la Sección 2" (es decir, dependientes del área de información o 'inteligencia militar'). (Testi­mo­­nio correspon­diente al caso 11431 de la CEH, Ixcán, Quiché, abril, 1983) (101)  

Otro testimonio más detallado, prestado por un soldado de la misma base militar de Playa Grande y recogido por el jesuita Ricardo Falla, precisaba:

"Hay dos que son 'destazadores'. Tienen una estrella en la frente y una cruz en el brazo, y en medio de la cruz una espada. Ellos nunca se ponen de servicio, ni patrullan. Ellos son soldados que sólo esperan. Tres veces me llevaron a conocer  ese hoyo donde queman a la gente. ¡Yo nunca me olvidaré! Allí hay un gran hoyo (...). Bajan a los pobres a patadas del camión. He aquí cómo hacen los destazadores: los agarran uno por uno. Sólo embrocan (tumban boca abajo) al hombre que agarran y, ¡tás!, le meten el puñal, y lo sacan con sangre y lo lamen. '¡Sabroso el pollo!', dicen los soldados matagentes. Y así agarran al otro, y al otro, y al otro... Y los van matando, y los van echando al hoyo. Los soldados agarran leña, porque hay leña jateada allí. Tiran la gente al hoyo. La gente se va al hoyo y encima echan leña y leña. Riegan gasolina encima. Bien rociada hacen la leña. Se salen de lejos y tiran el fosforito. Cuando cae es como una bomba. ¡Pum!, el gran fuego. Toda la boca del hoyo se llena de llama hasta arriba. Está ardiendo como veinte minutos. La leña toda­vía se mueve, porque las víctimas todavía están pataleando. El espíritu está vivo. Pero cuando miran que va calmando el fuego, ¡más gasolina! Y en media hora se termina el fuego. Y los cadáveres quedan pura ceniza.” (Playa Grande, Ixcán, Quiché, 1982). (102)

Entre los numerosos casos de persecución y tortura que sufrieron los líderes campesinos e indígenas, tendentes a desarticular sus organizaciones y cooperativas, cabe señalar el asesinato del líder cooperativista Lorenzo Set y sus compañeros. La comisión de la ONU resume el caso en estos términos:

"Lorenzo Set era un líder comunitario, de la Aldea Cerro Alto, en Chimaltenango, que se encontraba organizando la cooperativa Pedro de Betancourt. El 22 de febrero de 1981 llegó el Ejército a las 9 a.m. y observó una reunión en la comunidad. Más tarde, ese mismo día, unos hombres cubiertos con pasamontañas llegaron hasta la comunidad y secuestraron a Lorenzo y Matías Set, Angel Pirrir, Mateo Socoy y Francisco Colán. Todos pertenecían a la junta directiva de la cooperativa. Unos delatores habían acusado a las víctimas de ser miembros del CUC (sindicato campesino ilegal). Se llevaron a las víctimas y les dijeron a los otros miembros de la comunidad que no dijeran nada o regresarían a secuestrarlos".

"Los familiares comenzaron a buscar a las víctimas en diferentes lugares,  inclu­yen­do morgues, hospitales, etc. El 25 de febrero aparecieron muertos en San Cristóbal, en Ciudad de Guatemala. Las víctimas presentaban señales de tortura, no tenían lengua y la cabeza estaba completamente destrozada. El día que trajeron los cuerpos, se encontraba el testigo en el parque central cuando un hombre se le acercó y le dijo que el Ejército no quería que se reunieran más para formar la cooperativa." (...) "A raíz de estos hechos la cooperativa dejó de funcionar. Una parte de la finca fue parcelada y el resto fue entrega­do a la Zona Militar de Chimaltenango, en donde se encuentra todavía asentada". (Caso 355 de la CEH, Aldea Cerro Alto,  Chimaltenango, febrero, 1981) (103)      

Los casos de mutilación sexual fueron particularmente abundantes. He aquí algunos ejemplos:

" Habían secuestrado al compañero Julio Vásquez Recinos, quien apareció 15 días después en el río Selegua, en El Tapón, sin testículos, sin uñas, y sin la mano derecha, atado con otro compa­ñero, del que nunca se logró identificar su cadáver". (Testimonio aportado por la Comisión de la Verdad de la Universidad de San Carlos, USAC, de Guate­mala) (104)

"...el 17 de diciembre de 1983, les avisaron a los familiares que Fausto había sido descu­bierto asesinado en el río Samalá, en Retalhuleu. Se notaba que lo habían dejado sin alimen­tación, pues estaba completamente desnutrido y esquelético. Además le habían puesto descargas eléctricas y le habían cortado sus genitales". (Caso 7009 de la CEH. San Pedro Sacatepéquez, San Marcos, agosto, 1983). (105)

"Desde Sechaj lo maniataron, lo patearon y le gritaron que él había comprometido a su pueblo por ser comunista, y que por culpa suya iba a morir mucha gente en su aldea. Los soldados lo desnudaron y así lo tuvieron durante una semana entre las montañas. Lo pisotearon cuantas veces quisieron, le arrancaron la lengua, y finalmente lo colgaron de los testículos en un lugar que se llama Tzubilpec. Su cuerpo nunca fue recuperado." (Caso 10163 de la CEH. Cahabón, Alta Verapaz, agos­to, 1982). (106)

Dentro de esta práctica de torturas que incluían la mutilación sexual, he aquí la forma en que fue eliminado un concejal del municipio de Tacaná:

"El 19 de diciembre de 1981 fue detenido en su residencia el concejal del municipio de Tacaná, San Marcos, Quirino Pérez Hernández, quien desde días atrás venía siendo amenazado de muerte. Fue capturado por hombres que vestían uniformes de la Guardia de Hacienda y que llevaban sus rostros cubiertos con pasamontañas, quienes irrumpieron en su vivienda con amenazas e insultos que intimidaron a los moradores. Dos días después su cadáver fue encontrado cerca del municipio. Sobre el estado en que se halló el cuerpo dice el testimonio: 'Estaba torturado, le faltaban dos dedos, lo habían estrangu­lado y seguramente le habían echado cal en la cara, le quita­ron los testículos, fue bárbaro, Dios quiera que estas cosas no se repitan'." (Caso 7221 de la CEH, Tacaná, San Marcos, diciembre, 1981) (107)   

En ocasiones, casos de tortura y mutilación sexual también se habían dado en el área urbana de la capital:

"En abril de 1971, en la ciudad capital, cuatro hombres armados, vestidos de civil, ingresaron a la residencia de Alfredo Ramiro Sandóval Arroyo, registraron su casa y se lo llevaron detenido. Su cadáver fue encontrado en el camino al Colegio Austríaco, exhibía señales de tortura, le habían cortado los genitales y se los habían puesto en la boca. Tenía quemaduras de cigarros en todo el cuerpo. La víctima había apoyado activamente la candidatura de Manuel Colom Argueta para la alcaldía capitalina." (Caso 13222 de la CEH, Ciudad de Guatemala, abril, 1971) (108)

Pero los casos más frecuentes y más extremos de mutilaciones se dieron sistemáticamente en el ámbito rural y contra la población indígena. En este sentido, el Tomo II del informe de la CEH vuelve a señalar el arrancamiento o amputación de partes del cuerpo a personas vivas (es decir, su mutilación) como una de las formas más crueles, pero también más usuales, en los asesinatos individuales o colectivos:

"En áreas rurales con predominio de población maya, la mayoría de ejecuciones inclu­yó elementos de crueldad y solían realizarse públicamente. Algunas de estas accio­nes fueron perpetradas tanto en masacres indiscriminadas como en ejecuciones indivi­duales. Entre las formas más crueles de ejecutar la Comisión registró las siguientes, entre otras: quemar a las personas vivas, darles machetazos, decapitarlas, arrancar partes del cuerpo a personas vivas, matar a golpes, asfixiar, estrellar a los niños contra las paredes y piedras, abrir los vientres de las mujeres embara­za­das." (109)

En efecto, la mutilación como forma de muerte aparece abrumadoramente reiterada en muy numerosos testimonios prestados ante la Comisión. En este sentido constata la CEH:

"Fue también usual que en lugar de ejecutar a una persona con arma de fuego se optara por darle machetazos a las víctimas o acabar con su vida a golpes para causarles más dolor antes que se produjera el fatal desenlace. En noviembre de 1982, en el municipio El Naranjo, Petén, Roberto Castillo Manzanero fue capturado en la noche. Lo torturaron cortándole los dedos de los pies y las manos, luego los pies y manos, y así prosiguieron poco a poco hasta que sólo quedó el torso y la cabeza, y por lo tanto murió desangrado." (Caso 10195 de la CEH, La Libertad, Petén, noviembre, 1982) (110)

He aquí otros casos registrados por la CEH:

"En algunos casos incluso se dejaban mensajes escritos en el cadáver, como aviso para quienes lo encontraran. Alfonso Simaj, de 25 años de edad, salió el domingo 22 de marzo de 1981 hacia el monte Paraxaj. Como no regresaba, su padre fue en su búsqueda después del mediodía y lo encontró colgado de un árbol, con la lengua arrancada y algo escrito con sangre en la piel, que no pudieron entender por no saber leer. (Caso 363 de la CEH, San Andrés Itzapa, Chimaltenango,  marzo, 1981). (111)

"El 8 de febrero de 1989 en el municipio Río Bravo, Suchitepéquez, aparecieron los cadáveres de Melecio Darío de Léon Régil Gamboa y de su hijo Melecio Aarón de León Régil Rosales que previamente habían sido torturados. Los cuerpos estaban amarrados; habían sido estrangulados con alambres de púas que rodeaban sus cuellos, las muñecas y los tobillos. Sus caras habían sido quemadas con un líquido inflamable; presentaban perforaciones de bayoneta y de armas de fuego en sus piernas. Estaban sin ropa, solamente en calzoncillos, los dos juntos. En los brazos de Melecio Darío estaban los pies (amputados) de Melecito y en los brazos de Melecito estaban los pies de su padre". (Caso 4275 de la CEH, Río Bravo, Suchitepéquez, febrero, 1989). (112) (Los parénte­sis siguen siendo nuestros, salvo indicación en contra cuando pertenecen al texto original).

Esta práctica de mutilar los cuerpos de las víctimas, colocando miembros amputados de una de ellas en la boca, o en las manos, o entre los brazos de la misma víctima o de otra, como forma de acentuar la burla y la humillación ejercida sobre las víctimas, fue registrada igualmente en otros casos por la Comisión, algunos de ellos ya vistos más atrás.

Otra práctica, registrada en numerosos testimonios, incluía el cortar o "pelar" (despe­lle­jar) las plantas de los pies de las víctimas, obligándolas después a caminar por los pedre­go­sos caminos rurales, como, por ejemplo, en el caso siguiente:

"En 1975 en la comunidad Los Llanitos, Jupiltepeque, Jutiapa, Anselmo Monzón Rodríguez fue acusado por un soldado de un delito que no cometió, debido a rencillas personales. Elementos del Ejército se presentaron en la casa de Anselmo donde mataron inmediatamente a su hijo, Jesús Monzón, y a Anselmo lo torturaron con golpes, flagela­ciones y ahorcamiento ante el resto de su familia. Le cortaron las plantas de los pies y lo hicieron caminar varios kilómetros con el cadáver de su hijo a cuestas, hasta que finalmente lo ejecutaron de un disparo en la cabeza." (Caso 10201 de la CEH, Yupiltepe­que, Jutiapa, 1975). (113)

Huelga decir que las palabras "ahorcar" y "ahorcamiento" en todos estos casos, igual que en tantos otros, no se refieren a la suspensión por el cuello como forma de ejecución, sino como forma de tortura sin llegar a la muerte, practicada con el instrumento manual de palo y cuerda ya descrito más atrás al referirnos a las técnicas de asfixia y estrangulación.

El informe REMHI de la Iglesia Católica (Arzobispado de Guatemala), ya citado más atrás, es pródigo también en testimonios de brutales mutilaciones de todo tipo:

"...a nuestros compañeros por allí cerca les fueron a matar, con lazo en el pescuezo, los torturaron, los ahorcaron, a unos les cortaron la lengua, sus orejas, yo vi cuando los enterraron, los dejaron en un solo hoyo y un poco de tierra les echaron. Después comenzaron a prender fuego a nuestras casas." (Caso 7446 del REMHI, Chichupac, Baja Verapaz, 1982). (114)

"25 hombres del Escuadrón de la Muerte entraron en varias casas de la aldea y mataron a seis personas, cortándoles la cabeza con serrucho." (Caso 7342 del REMHI, San José las Canoas, San Martín Jilotepeque, Chimaltenango, 1982). (115)

"Lo botaron del palo, le sacaron pedazos de su canilla (pantorrilla) y después le sacaron sus orejas. ¡A la pura fuerza lo mataron!" (Caso 3623 del REMHI, Las Guacama­yas, Quiché, 1982). (116)

"Llegó el Ejército, se estuvieron en una casa, colgaron a unas personas, fueron tortura­das. Fueron quitados por poquitos sus cachetes (mejillas) con machete. 'Dígannos sus otros compañeros', dice el Ejército, y les fueron quitando (cortando) sus oídos. Así murieron diez personas. (Caso 1368 del REMHI, Aldea Tierra Caliente, Quiché, 1981). (117)

" 'María', me dijo, 'vení. ¿Qué vamos a hacer? Ocho días te vamos a torturar', me dijo. 'Un día te vamos a quitar una oreja, otro te quitaremos los dientes, pasado mañana te vamos a quitar el pelo (arrancamiento total o parcial del cuero cabelludo). Y después te sacaremos los ojos, y de ahí te vamos a quitar los dedos.'  Había un hoyo lleno de muertos  y otro que estaba por llenarse; mucha ropa había allí con mucha sangre." (Caso 4612 del REMHI,  Tzalbal, Quiché, 1981). (118)

Este último testimonio, de una mujer que fue amenazada en estos términos, y estan­do rodeada de cadáveres mutilados, demuestra que los victimarios tampoco se privaban de las crueldades de la tortura psicológica. Decirle a una persona que va a ser mutilada perdien­­do sucesivos miembros de su cuerpo, en presencia de cuerpos de personas que acaban de sufrir esa misma suerte y de ropas empapadas de sangre, junto a un hoyo lleno de cadáveres y otro todavía vacío, constituye sin duda -por la absoluta credibilidad de la amenaza y, sobre todo, por su terrible magnitud e inmediatez- una de la formas más agudas y crueles de tortura psíqui­ca que quepa imaginar. Incluso en el caso de que, finalmente, tales amenazas no se llegasen a cumplir.

         

d) Empalamientos y crucifixiones

Otra terrible forma de matar, repetidamente constatada tanto por el informe CEH de la ONU como por el informe REMHI del Arzobispado de Guatemala, fue la vieja técnica del empalamiento, empleada en ciertos países en épocas medievales y aun posteriores. La introducción, por el ano o por la vagina, de una estaca afilada por un extremo, forzándola a penetrar a través del intestino, estómago y órganos superiores, a veces hasta asomar la punta por la espalda o por un hombro -para lo cual se sentaba por la fuerza a la víctima sobre la estaca, previamente "sembrada" verticalmente en el terreno-, constituye una de las formas de dar muerte más atroces y más aniquiladoras de la dignidad de las víctimas. Esta práctica, en los múltiples testimonios registrados, es descrita por los declarantes con  términos tales como "las sentaron" o "las sembraron", para referirse a las personas que eran asesinadas de esta forma, tras la preparación de las estacas correspondientes.

He aquí el relato de uno de los numerosos victimarios que, muchos años después de los hechos, prestó su testimonio voluntariamente ante los investigadores del Arzobispado:

"...cuando los sentaban en las estacas la gente gritaba, y al poco tiempo ya no se oía, ahí se quedaban sentados. Eso era por parte del grupo de matadores a los que vi. Fueron a esas cuatro personas, y cinco mujeres también, de las que hicieron uso los oficiales y las mataron sobre estacas (...). Yo estoy tranquilo al morir de un balazo, ya que de una vez se muere, pero sentarlo a uno en una estaca que llega hasta el estómago y le salga a uno, imagínense qué gritos (...) ...yo me sentía mal, pero qué podía hacer (...) Como uno recibía órdenes..." (Caso 9524 del REMHI). (119)

La misma forma de ejecución aparece registrada en testimonios como los siguientes:

"En la misma mañana secuestraron a otro señor que se llamaba José Reinoso, a quien también torturaron: le metieron un palo en la garganta, le hicieron un asiento de estacas y lo sembraron. Allí se quedó muerto. Y allí empezó el temor. Entonces la gente ya no le tuvo confianza al Ejército." (Caso 2176 del REMHI, Salquil, Quiché, 1980). (120)

"Esa noche encontramos cuatro mujeres y el oficial dijo que en un cerro dormiríamos con ellas. Luego de hacer uso de ellas, el oficial nos dio la orden de hacer unas estacas y sembrarlas allí. Allí las sentaron y quedaron las figuras en fila en la montaña." (Testimonio de victimarios registrado por el REMHI, recogido también por la CEH). (121)

Cuando el palo era suficientemente largo y los ejecutores suficientemente hábiles, éstos lograban que la punta del palo saliera por la boca de la víctima, al modo de los antiguos verdugos del imperio otomano, verdaderos expertos en la materia, y al igual que su implacable enemigo rumano, el famoso conde Vlad, conocido como "el Empalador" por su práctica predilecta con los prisioneros turcos que lograba capturar. Exactamente así fueron ejecutadas varias mujeres, en el caso correspon­diente al siguiente testimonio colectivo, prestado por una comunidad de Huehuetenango ante la comisión investigadora del REMHI:

"Hay mujeres colgadas, pues se ve el palo adentro de sus partes, y sale el palo en su boca, colgando así como una culebra." (Testimonio colectivo registrado por el REMHI, Huehuetenan­go, s.f.). (122)

En cuanto a las crucifixiones, he aquí algunos de los casos registrados por la misma Comisión:

"Mi hermano de 15 años fue capturado y torturado. Le obligaron a decir donde estaba el resto de la gente. Junto con otros dos capturados, J.M.T. y J.T.L., comenzaron a juntar a la gente y a decirle que se vengan, que el Ejército no hace nada, que no los matan. Nos dijeron: a tu hermano sí lo torturaron, le quitaron una oreja y carne de las canillas (pantorrillas), unos pedacitos. Hicieron una cruz de madera y lo crucificaron, manos y pies, con clavos, como a Jesús. Después le echaron gasolina y lo quemaron dentro del convento de Parraxtut; dijeron que crucificado gritaba. Los otros dos, que con mi hermano iban a buscar gente, no fueron crucificados sino colgados por el cuello con lazo de las vigas del convento." (Caso 3893 del REMHI, Parraxtut, Sacapulas, Quiché, 1981). (123)

"Antes de asesinarla la clavaron en una cruz que hicieron, le metieron unos clavos bien grandes en las manos y en el pecho, después la metieron a la casa para que se quemara, la encontraron quema­da todavía en la cruz. Su niño estaba a su lado, también quemado, bien quemado." (Caso 1319 del REMHI, Parratxut, Sacapulas, Quiché, 1983). (124) 

"Yo dije: 'Me van a matar, después de lo que me hicieron lo único que puede pasar es que me maten'. Pero no fue así. Entonces me llevaron a otra puerta, y en esa puerta había unas tablas en el techo. ¿Usted ha visto la crucifixión? Pues aquí (había) casi un Jesucristo, había un hombre, era un medio hombre -la cosa más horrible que yo he visto en mi vida-, un hombre desfigurado totalmente, un hombre que ya tenía gusanos, no tenía dientes, no tenía pelo, con la cara desfigurada, colgando, es decir, de los brazos." (...) "En eso llegó uno de la Judicial, llevaba una hoz pequeñita como para cortar café, roja hirviendo, y agarró el pene y se lo cortó, y el tipo dio un grito que nunca se me ha olvidado, dio un grito terrible, tan espantoso que durante muchos años recordé ese grito. El murió." (Caso 5447 del REMHI, Ciudad de Guatemala, 1979). (125)

"Lo que hemos visto ha sido terrible: cuerpos quemados, mujeres con palos enterrados (clavados) como si fueran animales listos para cocinar carne asada, todos dobla­dos, y niños masacra­dos y bien picados con machetes. Las mujeres, también matadas como Cristo." (Es decir, crucificadas). (Caso 0839 del REMHI, Cuarto Pueblo, Ixcán, Quiché, 1985). (126)

Este último caso, correspondiente a una de las más terribles masacres perpetradas en Ixcán (la de Cuarto Pueblo), registró numerosas variantes en sus formas de asesinar a hombres, mujeres y niños. Variedad que, tal como refleja este párrafo testimonial, incluyó la quema de personas, la crucifixión de mujeres y el empalamiento de otras, aparte del encarnizamiento con los niños, aspecto que más adelante examinaremos de forma más general en los apartados de "Violencia contra la mujer" y "Violencia contra la niñez", áreas de la represión que fueron específicamente estudiadas por la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, según más adelante podremos ver.

 

e) Civiles forzados a matar a sus vecinos y allegados

Con gran frecuencia los militares, ahorrándose el esfuerzo, obligaron a los patrulleros (civiles), o incluso a simples vecinos de los mismos pueblos, a matar a cuchilladas o a garrotazos a los que eran acusados de guerrilleros o de algún tipo de colaboración con la guerrilla. Esto introducía un ingrediente psicológico de gran crueldad, pues los verdugos -for­zados a ello- eran casi siempre miembros de la misma comunidad que las víctimas, a veces unidos por lazos de amistad o incluso de parentesco directo con las mismas personas a las que eran obligados a matar.

Entre los episodios calificados específicamente por la CEH como "casos ilustrativos" cabe señalar el que se resume a continuación, en el que un patrullero, testigo directo de los hechos, detalla ante la Comisión la forma en que un teniente del Ejército ordenó el castigo de otros tres patrulleros de San José Sinaché. Acusando a las tres víctimas de impedir que la PAC de su pueblo colaborase con el Ejército, obligó a los restantes patrulleros de San José (vecinos, por tanto, de la misma comunidad) a matar a sus tres compañeros por machetazos sucesivos, asestándoles cada uno, por turno, un golpe que no fuera mortal:

“El 24 de mayo de 1982, casi un mes después de haber creado las PAC en San José Sinaché, el teniente, acompañado de unos 40 soldados, reunió a los patrulleros del municipio de Zacualpa frente a la iglesia de San Antonio Sinaché, comunidad vecina a San José Sinaché. A esta reunión asistieron alrededor de 800 patrulleros de varias aldeas vecinas (...).  El teniente ordenó luego que los patrulleros de San José Sinaché formaran una fila. Frente a ellos se encontraban los soldados y detrás el resto de los patrulleros. Los despojaron (a los de San José) de sus palos y machetes.”      

“El teniente ordenó que los soldados ataran a cada uno de los tres patrulleros a los cipreses, frente a la iglesia, con las manos amarradas por detrás.  El teniente entregó un machete al resto de los patrulleros de San José Sinaché.  Al primer patrullero de la fila le increpó: 'Vos, mátalo a éste. Si vos no lo matás te mato a vos'. Les ordenó que no propi­-naran machetazos que pudieran matar a sus compañeros rápidamente, pues su muer­te de­bía ser lenta.  Comenzaron por Martín Panjoj Ramos. Le tocó el turno a un amigo suyo y Panjoj le suplicó, mostrándole el cuello: 'Dámelo aquí de una vez'. Entonces el teniente insistió en que debía hacerse 'despacito, que hay que aguantar bastante'. Cuando Martín Panjoj murió, el teniente expresó que era una 'lástima que no aguantó bastante, sólo con tres machetazos se fue'.”

“Manuel Toll Canil murió después de cuatro machetazos. Antonio Castro Osorio fue mache­teado seis veces; en una de las tandas intervino incluso un familiar; pero como tarda­ba en morir, un soldado le dijo al teniente: '¿Qué vamos a hacer? Este pisado no se muere.' El teniente ordenó que le partieran la cabeza. Entonces, el soldado le quitó la cabeza (...).  Doce patrulleros tuvieron que pasar dando machetazos antes que sus tres compañeros murieran. Una vez muertos, hacia las siete de la noche, el teniente ordenó a los propios patrulleros de San José Sinaché que los enterraran y dijo, señalando a los cadáveres: 'Si no entregan a todos los de la guerrilla, así les vamos a hacer a ustedes'." (Caso CI  53, San José Sinaché, Zacualpa, Quiché, mayo, 1982)  (127)

De esta forma, a pesar de estar presentes centenares de patrulleros de otras comunida­des, el ofi­cial obligó a que fueran precisamente los de la misma comunidad de las víctimas quienes las mataran, aumentando así el castigo psicológico tanto de las víctimas como de los forzados verdugos.  Y el hecho de que tales muertes no se produjesen a tiros, sino a machetazos, implica para los verdugos obligados una acción física mucho más agresiva y cruel, que requiere de ellos un mucho mayor esfuerzo físico y mental, con un grado de desgarro moral y de crueldad forzada mucho mayor que el simple acto -aunque también difícil y terrible en tal situación- de apretar el gatillo de un arma de fuego.  Y este factor, la imposición del arma blanca como instrumento de muerte, supone un factor adicional de envilecimiento y crueldad.

Otro de los llamados “casos ilustrativos” de la CEH (designados por las siglas CI seguidos del número del caso), dentro de este mismo tipo de crímenes, fue el de los patrulleros de Cucabaj, obligados también por un oficial del Ejército a matar a sus compañe­ros. El 19 de diciem­bre de 1982, los militares reunieron a 150 hombres en el cementerio de dicho pueblo. Una vez concentrados y rodeados allí por los soldados, un "guía" (delator encapu­chado), después de ser fuertemente presionado y amenazado por el oficial, señaló a uno de los patrulleros allí reunidos como supuesto miembro de la guerrilla. El informe de la CEH, mediante testimonios de varios testigos presenciales, precisa lo siguiente:

"...(el encapuchado) señaló a Diego Nato, un patrullero joven, y éste señaló entonces a Santos López Tipaz, también patrullero. 'Sólo yo soy guerrillero, yo no voy a entregar a ninguno, si me matan me matan a mí, pero a balazos, no quiero que me amarren y me torturen', exclamó Santos López, y, en un intento desesperado por escapar, salió corriendo. Fue acribillado a tiros por el teniente.”

"Acto seguido, comenzaron a torturar a Diego Nato.(...) 'Estaba en el piso, lo golpea­ron, lo patearon, le sacaban pelos a montones'.  Nato dio los nombres de otros patrulleros, que fueron detenidos (...). 'Hay que sacar los que están podridos, para que no pudran a los demás (...)', reprendió el oficial."

"A continuación el oficial ordenó a los patrulleros que pasaran, uno por uno, y que cortaran el cuello de sus compañeros (los recién nombrados por Nato bajo tortura), hasta matarlos. Un testigo presencial afirma que debieron hacerlo 'hasta quitarles la cabeza; tam­bién tuvimos que darles con piedras y palos.' De esta manera el Ejército obligó a los hombres de Cucabaj a matar a sus vecinos Santos López López, Tomás Ventura González, Tomás López Tiño y Diego Ventura López." (...)

"Diego Nato también señaló a Tomás Lux, Juan González y Miguel Lux Tiño. Estos, junto con quien los había delatado, fueron llevados detenidos por los militares, que reanu­daron las torturas para obtener más nombres de gue­rri­lleros de la comunidad." (Caso ilustrativo CI 43 de la CEH, Cucabaj, Santa Cruz, Quiché, diciembre, 1982). (128)

Nueve días más tarde, en el mismo lugar, continuó el drama,  reproduciéndose la escena en términos muy simi­lares:

"El 28 de diciembre patrulleros de Lemoa llegaron a Cucabaj con las personas que habían sido detenidas el 19 de ese mes. Llegaron con evidentes muestras de las torturas sufridas (...) Y, de nuevo en el cementerio, obligaron a los patrulleros que estaban de turno a cortarles poco a poco, con un cuchillo, hasta matarlos." (Mismo caso anterior). (129)

En total, entre estos dos episodios anteriores, englobados ambos bajo el nombre de  Caso ilustrativo CI 43, la CEH identificó a un total de 14 víctimas. Todas ellas eran de la comunidad de Cucabaj, y miembros de la PAC creada por el Ejército en dicha población. Sin embargo, todos ellos, pese a ser patrulleros, fueron acusa­dos de guerrilleros o de colaboración con la guerrilla y fueron sometidos a su trágico destino a partir de la tortura de otros compañeros. Los cuales, torturados a su vez, denunciaron a otros, en una trágica cadena de delaciones sucesivas que condujo a una muerte horrible para todos los nombrados. Delaciones que muchas veces -en este caso como en tantos otros- podían carecer de todo fundamen­to, por tratarse de nombres arbitrariamente mencionados en el ansia de­ses­pe­rada por poner fin a unos terribles tormentos que las víctimas ya no podían soportar.

El impacto de estos hechos en las comunidades así castigadas, donde los represores impusieron a sus miembros estas formas de fratricidio intracomunitario, quedó reflejado en esta frase de un superviviente de la masacre de Cucabaj, en su declaración ante la CEH:

"Nos hicieron matar a nuestros hermanos, eso no podemos olvidarlo nunca; con ese peso es que seguimos viviendo. Eso es peor que nos maten los soldados; tenemos ese doloroso recuerdo para siempre en nuestros pensamientos." (130)

En otros casos el arma obligada no fue el machete sino otra igualmente cruel, el ga­rro­te:

"Los expusieron ante todos los moradores de la aldea, mostrando los signos de tortura de los prisioneros para que la población aprendiera lo que le iba a pasar si se unía a la guerrilla. Toda la aldea debía estar mirando, o de lo contrario los mataban, porque ‘si no querían mirar se debía a que también eran guerrilleros’. Después, los soldados los arrodillaron y obligaron a los patrulleros a gol­pear­los con un garrote, hasta matarlos. Antes, les gritaron que fueran rezando porque iban a morir. Las víctimas iniciaron el 'Padre nuestro' pero el oficial les interrumpía diciéndoles que no lo hacían correctamente y los comenzaba a insultar: 'Asesino, no tenés perdón de Dios, te vas a pudrir en el infierno.' Los soldados llamaron a los patrulleros, los formaron en fila con un garrote cada uno en la mano. Y así fueron pasando uno por uno. Pasaron todos y como no morían, uno de los soldados los acuchilló, y más tarde les dieron el tiro de gracia. Una vez muertos, los soldados encargaron a los patrulleros que tiraran los cadáveres por ahí y que no les ente­rra­ran en el campo­santo, porque eran gente de zopilote." (Caso 5680 de la CEH, Jacalte­nango, Huehuetenango, sep­tiem­bre, 1982).(131)

He aquí otro caso en que los militares obligaron a la patrulla de un determinado pueblo del Quiché a matar a doce de sus convecinos:

" 'En este momento nosotros no hacemos la muerte (no matamos), sino que la misma patrulla de aquí, de la comunidad, son ellos los que los matarán. Esta gente que está aquí, doce hombres, van a morir. Claro está escrito en la Biblia: El padre contra el hijo y el hijo contra el padre.' Así dijo el hombre. Así hicieron empezar, y los patrulleros unos llevan cu­chi­llo, otros llevan palo, a puro palo y a puro cuchillo los mataron a esos doce hombres (...) Después que ya habían matado a los doce hombres (...) fueron a traer gasolina  y los juntaron, mandaron a los patrulleros que los amontonaran y les dijeron: 'Ustedes mismos los van a quemar.' Nos mandaron juntar a seis y seis.  Fuimos a traer palos, hoja de pino y les dieron gasolina a ellos, y se hicieron ceniza de una vez, delante de nosotros (...) Cuando se quemaron todos dieron un aplauso (los soldados) y empezaron a comer."  (Caso 2811 del REMHI, testimonio de un ex soldado, Chinique, Quiché, 1982). (132) 

El mismo caso es relatado por otro testigo, éste civil, que aportando más detalles explica como doce mujeres fueron enviadas a traer otras tantas gallinas para que comieran los soldados.  He aquí el relato de este testigo:

" 'Vayan a traer una gallina cada una (ordenó el oficial), son doce hombres y doce son ustedes, muje­res, entonces son doce las que traerán para el almuerzo.' Ellas se fueron rápido y trajeron las gallinas de sus casas. Entonces empezó la masacre. Si el hijo cumple con las patrullas y el padre no, es el hijo el que mata al papá, si es el hijo el que no cumple, es el papá el que se mancha las manos para matar al hijo.  Después (...) las señoras mis­mas empezaron a preparar las doce gallinas. El Ejército las mandó hacer bien la comida, después que ya habían matado a los doce hombres." (Mismo caso 2811 del REMHI, recién citado). (133)

Esta forma de disponer de las mujeres obligándolas a traer comida, a cocinar, otras veces incluso a bailar, al mismo tiempo que mataban a sus hombres o a sus hijos  -o, como en este caso, inmediata­mente después de haberles obligado a matarse unos o otros-, fue una de las formas de humillación y burla utilizadas por el Ejército en las masacres de los pueblos.  Otras veces, el uso y abuso llegó aun más lejos, cuando la tropa usó a las mujeres de una determi­nada comunidad como cocineras y como objetos sexuales mien­tras duró su estancia en un pueblo, para finalmente matarlas al abandonarlo, según se registra en algunos testimonios del REMHI y de la CEH.

También, este último caso –igual que los siguientes- refleja la coacción, no ya grave sino mortal, ejercida por el Ejército sobre los campesinos de las PAC para que cumplieran las tareas de vigilancia y exploración encomendadas a tales patrullas. Igualmente refleja el tipo de crímenes que eran obligados a cometer en el seno de su propia comunidad, y, a veces, dentro de su más íntimo ámbito familiar (entre padres e hijos). He aquí otro testimonio que refleja el mismo hecho: el grado de coacción que pesaba sobre los civiles de las PAC a la hora de cometer los asesinatos que el Ejército les ordenaba ejecutar.

"Y ese oficial nos decía que si no los matábamos nosotros, a todos nos iban a matar. Y así sucedió que tuvimos que hacerlo, no niego que sí tuvimos que hacerlo, porque nos tenían amenazados." (Caso 1944 del REMHI, testimonio de un ex miembro de las PAC, Chiché, Quiché, 1983). (134)

Aunque, a veces, patrulleros de otras comunidades eran utilizados para realizar ejecuciones, preferentemente eran designados para ello los patrulleros de la misma comunidad de las víctimas, para acentuar con ello los factores de escarmiento y ejempla­ridad. Así fue, entre tantos otros, en el caso siguiente:

"Juan Ixchop, vecino de la comunidad de Xoljuyub, fue muerto en el mes de julio de 1985; ése era día de mercado, lo estaban esperando en el camino y lo mataron con cuchillo, lo degollaron; fue en la cabecera municipal, cerca de la entrada del pueblo. Como él no quería patrullar, por eso lo mataron. Quienes no hacían patrulla eran mal vistos por los jefes de las PAC y los ponían en la lista negra.  Los que le dieron muerte eran patrulleros de Xoljuyub." (Caso 2362 de la CEH, San Pedro Jocopilas, Quiché, julio, 1985). (135)

Fue, por tanto, la patrulla de su propia comunidad la encargada de la eliminación de la víctima, en este caso por negarse a patrullar.

Con frecuencia, los asesinatos cometidos por los patrulleros civiles revistieron formas de extrema crueldad:

"Tomás Xon Tecún fue sacado de su casa por los patrulleros civiles, llevándoselo para el cementerio del cantón.  Estando allí le colocaron los lazos en el cuello; cada extremo del lazo era jalado (estirado) por tres patrulleros, y otro le acertó un garrotazo en la cabeza, provocándole desmayo. Los patrulleros le dieron por muerto y lo enterraron. En ese momen­to la víctima empezó a gritar, pero rápidamente le echaron tierra sobre el cuerpo y los gritos poco a poco se fueron perdiendo." (Caso 2836 de la CEH, Chichicastenango, Quiché, mayo 1983). (136)

"En 1981 los patrulleros capturaron a tres miembros de la misma familia: Marcelino Pou, Jacinto Yat y a Josefina Yat. A ella la balearon, y a Marcelino y Jacinto los amarraron con una soga al cuello, los introdujeron en un hoyo al que echaron gasolina y los quemaron. Las PAC siguieron persiguiendo al resto de los familiares, pero huyeron." (Caso 11052 de la CEH, Cobán, Alta Verapaz, 1981). (137)

A veces, las denuncias, dentro de la misma comunidad, procedían de miembros de la propia familia de las víctimas, que provocaban la acción de los patrulleros:

"Edmundo era integrante del EGP. El día que lo mataron había llegado a visitar a su esposa a la cabecera municipal (...). Su suegra dio aviso a los patrulleros de que estaba allí, y el jefe de las PAC lo capturó. Los patrulleros le dieron muchos golpes con palos en el cuerpo, y cuando ya se estaba muriendo lo colgaron en el palo de durazno que quedaba frente al puesto de salud, allí lo ahorcaron. El lazo se reventó y buscaron otro lazo más grueso y lo volvieron a colgar. Su cuerpo pasó un día colgado." (Caso 5399 de la CEH, Con­cep­ción Huista, Huehuetenango, enero, 1983). (138)

 

f) Otras formas de tortura de gran crueldad y larga duración: hoyos, pozos, fosas fecales, reclusión con cadáveres descompuestos

Tal como precisa el informe de la CEH:

"Los centros de interrogatorio de las unidades militares contaban con instalaciones preparadas especialmente (...) Eran calabozos, pozos con agua, retretes, fosas con cadá­ve­res. La sola permanen­cia en estos recintos suponía una tortura permanente y ago­ta­do­ra que podía volver demente a la víctima." (139)

"Las fosas donde tiraban los cadáveres, en las unidades militares, también se em­plea­ban como lugares de detención, para mortificar a los detenidos, torturándolas con el espectáculo de los restos de las personas que con anterioridad habían sido ejecutadas en las bases militares. Esta fue la experiencia de Juan, secuestrado por soldados del desta­ca­mento militar de El Chal, Santa Ana, El Petén: encerrado en un casa oscura donde había más gente, sin darles de comer, ni beber, donde incluso había cadáveres ya engu­sa­na­dos de gente que mataban y ahí la dejaban".(Caso 12148 de la CEH, Santa Ana, Pe­tén. sep­tiem­bre, 1982). (140)

"En la base militar de Playa Grande había celdas especiales construidas totalmente de lámina, que eran sumamente calurosas en el verano, y en el invierno se llenaban de agua. También habían hoyos y piletas cubiertas con láminas (...). Los detenidos defecaban en este lugar, por lo que había un hedor permanente en el ambiente". (Caso ilustrativo CI 17 de la CEH, Cantabal, Quiché, 1981-82). (141)

Dentro de este tipo de torturas, a la vez físicas y psíquicas, a las que podríamos calificar de “extremada crueldad ambiental”, cabe citar el caso de un guerrillero que (al igual que se hizo con otros), mediante un largo proceso de "ablandamiento" y "reeduca­ción", fue obligado a colaborar con el Ejército y a señalar los campamentos de sus antiguos com­pañeros. Entre los tratamientos “ablandatorios” y “reedu­ca­tivos” a los que fue sometido se incluyó la larga permanencia en un calabozo de dimensiones mínimas, junto a un cadáver putrefacto y otros restos humanos.  Según precisó ante la Comisión:

"Fue detenido en el mercado de Pochuta por tres soldados que lo acusaron de guerrillero. Lo llevaron al destacamento de esa población a las 12 del día. Fue some­tido a un severo interrogatorio: se le colgó de los tobillos, se le aplicaron electrodos en el ano, se le suspendió de las muñecas y tobillos de tal manera que fuese más fácil patearle los testículos; cuando estaba a punto de perder la conciencia, una y otra vez; se le introdujo en una pila de agua friísima. No durmió durante una semana entera porque le despertaban con agua o disparando armas muy cerca de sus oídos. No comió; para man­te­ner­le vivo le daban agua mezclada con harina (...) ".

"A los siete días de estar ilegalmente detenido, como a la una de la madrugada, fue sacado del destacamento y llevado al cuartel general de la zona militar, en Mazatenango. Fue introducido en un retrete nauseabundo. Allí permaneció atado recibiendo orina de los soldados, quienes además le introducían en la boca los papeles con los que se habían limpiado el ano. Los jefes castrenses le hicieron una proposición: si cooperaba le darían comida, vestido, botas, y un salario. Si rehusaba le torturarían lentamente hasta morir. No tuvo más remedio que aceptar. Lo trasladaron a una bartolina (calabozo) estrechísima, húmeda, maloliente; pero le quitaron las ataduras de pies y manos. En esa bartolina había restos humanos, un cadáver en estado de putrefacción. Había otros huesos y restos de pantalones y camisas". (Caso 4212 de la CEH, Pochuta, Chimaltenango, julio, 1988). (142)

Sometido a esta insufrible situación, la víctima no pudo resistir y empezó a colaborar con sus torturadores:

"Una vez a la semana le ponían uniforme militar y un pasamontañas (...); al llegar a los lugares se le obligaba a señalar los campamentos guerrilleros. En una ocasión encon­tró un campa­mento guerrillero y se dio un combate entre las tropas. Tres días después de esta acción militar, por la noche, fueron ingresados varios hombres civiles e indígenas, se les veía heridos o torturados. En la madrugada se oían gritos terribles. Desde su cuarto presenció aterrorizado el despedaza­miento de varios detenidos, a filo de machete. Pasa­ron varios meses. Quería suicidarse, pero no encontraba el arma ni la oportunidad para hacerlo."  (Mismo caso anterior). (143)

Otro caso descriptivo de estas mismas técnicas de tortura, incluyendo la reclusión  en hoyos o pozos junto con cadáveres descompuestos, fue el tratamiento sufrido por el hermano pequeño de Rigoberta Menchú en el campamento militar donde permaneció detenido. He aquí algunas de las torturas que sufrió, antes de ser asesinado:

"En el campamento lo sometieron a grandes torturas, golpes, para que él dijera dónde estaban los guerrilleros y dónde estaba su familia. Qué era lo que hacía con la Biblia, por qué los curas son guerrilleros. Ellos acusaban inmediatamente a la Biblia como un elemento subversivo, y acusaban a los curas y a las monjas como guerrilleros. Le preguntaron qué relación tenían los curas con los guerrilleros. Qué relación tenía toda la comunidad con los guerrilleros. Así lo sometieron a grandes torturas. Día y noche le daban grandes, grandes dolores. Le amarraban, le amarraban los testículos, los órganos de mi hermano, atrás con un hilo, y le mandaban correr. Entonces, eso no permitía, no aguantaba mi hermanito los gran­des dolores, y gritaba, pedía auxilio.  Y lo dejaron en un pozo, no sé cómo le llaman, un hoyo donde hay agua (...) y allí lo dejaron desnudo durante toda la noche. Mi hermano estuvo con muchos cadáveres en el hoyo, donde no aguantaba el olor de todos los muertos. Había más gentes allí, torturadas. Allí donde estuvo, él había reconocido muchos catequis­tas, que tam­bién habían sido secuestrados en otras aldeas, y que estaban en pleno sufrimiento como él estaba."

"Mi hermano estuvo dieciséis días en torturas. Le cortaron las uñas, le cortaron los dedos, le cortaron la piel. Muchas heridas, las primeras heridas estaban hinchadas, estaban infectadas. El seguía viviendo. Le raparon la cabeza, le dejaron puro pellejo y, al mismo tiempo, cortaron el pellejo de la cabeza y lo bajaron por un lado y los dos lados, y le cortaron la parte gorda de la cara. Mi hermano llevaba torturas en todas partes de su cuerpo, cuidando muy bien las arterias y las venas para que pudiera aguantar las torturas y no se muriera." (144)

Una de las formas más crueles de dar muerte, por el propósito que implicaba de prolongar al máximo los sufrimientos de la víctima y de sus seres queridos, fue el abando­no de personas previamente debilitadas por la tortura, que eran atadas a un palo, árbol o similar, y abandonadas hasta su muerte por los efectos del hambre, la sed, el frío nocturno, los calores abrasadores del sol, y la agresión de los animales salvajes. He aquí algunos de los casos de este género registrados por el informe de la CEH:

"Uno de los efectos de la frecuente exposición pública de cadáveres (incluso de víctimas todavía agonizantes) fue facilitar que los cuerpos fueran comidos por perros y otros animales, lo que contribuía a la deshuma­nización de los sacrificados y al sufrimiento de los familiares. En un caso la víctima fue atada a un palo y lo dejaron expuesto al sol del día y al frío de la noche, sin comida y sin agua. No lo apartaron de allí, ni siquiera después que hubo muerto, sino dejaron que los perros y los zopilotes lo devorasen." (Caso 5383 de la CEH, Nentón, Huehuetenengo, junio, 1985). (145)  

"A Santos lo amarraron, para depositarlo a continuación en un pozo de agua donde permane­ció colgado por un día y una noche. Sufrió mucho porque en esa época hacía mucho frío y hubo lluvia. Cuando lo sacaron del pozo, todavía mojado, lo ataron a un palo. Lo colocaron cerca de la escuela y lo abandonaron allí hasta que murió." (Caso 5135 de la CEH, San Pedro Necta, Huehuete­nango, 1986). (146)   

En ocasiones, el ataque de los animales salvajes podía producirse incluso con las víctimas todavía vivas, cuando su debilidad extrema ya no les permitía defensa alguna. Tal fue el caso de Mariana, niña de dos años, y de su padre, en el siguiente caso registrado por la Comisión de la ONU:

"Luego de que los soldados mataran a su madre, dejaron sola a Mariana para que se la comieran los coyotes. Los coyotes le comieron las piernas y los brazos. Su padre también fue torturado hasta desfallecer y dejado en el campo para ser comido por los animales. Era dueño de una tienda. Los soldados llevaron un camión grande donde carga­ron toda la mercadería." (Caso 13021 de la CEH, Uspantán, Quiché, junio,1981). (147) 

Dentro de estos casos de abandono hasta la muerte se incluye, de forma destaca­da, el de la madre de Rigoberta Menchú. Resumiendo los datos referidos en el libro testimonial de su hija, dicha señora fue secuestrada el 19 de abril de 1980 y conducida al campa­men­to militar de Chajup (el mismo donde su hijo pequeño fue en su día largamente torturado). Allí fue inicialmente sometida a las mis­mas torturas que padeció su hijo: introducida en los mismos ho­yos, fue también torturada y mutilada, además de sistemáticamente violada. Considerada como responsable de una familia subversiva, fue Interrogada sobre el paradero de sus hijos, pero siempre se negó a contestar. Al tercer día ya le habían cortado las orejas, pero la tortura continuó. Durante muchos días se la mantuvo sin alimento alguno. Después fue nuevamente reanimada y alimentada para someterla a nuevos interroga­torios.

Con sus heridas infectadas y ya en estado preagónico, fue abandonada bajo un árbol, sometida a los calores sofocantes y a los fríos nocturnos, en un lugar plenamente vigilado dentro del recinto militar, con el designio de dejarla morir, castigo que en aquel campamento solía aplicarse en los hoyos o pozos destinados al efecto. Aquella mujer, de fortaleza física poco común, resistió mucho más allá de toda previsión. Algunas de sus heridas iniciales estaban ya tan gravemente infectadas que aparecían llenas de gusanos, por el efecto de ciertas moscas tropicales que producen dicho efecto sobre las heridas cubiertas de suciedad.

Cuando finalmente falleció, sus restos fueron deliberadamen­te mantenidos en aquel lugar hasta ser devorados y dispersados por perros, animales salvajes, zopilotes y otras aves carroñeras.  Final­mente, al cabo de cuatro meses  apenas quedaba resto alguno de su cadáver. Datos, todos ellos, detallados en el libro sobre Rigoberta Menchú anteriormente citado. (148) 

 

g) Las masacres. Matanzas colectivas y exterminio de comunidades

El informe REMHI del Arzobispado de Guatemala contabiliza 422 masacres (149), y el informe de la CEH de Naciones Unidas, más exhaustivo y realizado con más medios, eleva la cifra a 626 para todo el período estudiado, de 1962 a 1996 (150).  Hay que preci­sar que estas masacres tuvieron como víctimas a comunidades mayas,  precisamente en núcleos rurales de población civil desarmada que no opuso resistencia alguna. En ningún caso, por tanto, estas matanzas correspondieron a choques armados entre el Ejército y la guerrilla.

Precisa el informe REMHI:

La mayor parte de las masacres se llevaron a cabo mostrando una crueldad extrema, con un carácter de destrucción total y de terror ejemplificante contra la población civil. En gran parte de los testimonios se asocia la quema de las casas (56%) y la quema de los cuerpos, lo que coincide con el relato de los testigos que refieren en ocasiones cómo mucha gente murió calcinada, o se quemaron los cuerpos dentro de las casas, una vez que habían sido asesinados.” (151)

Junto con la quema y destrucción de las casas, las torturas y atrocidades masivas cometidas (también en el 56% de los casos) y las capturas de población (52%), fueron los elementos más frecuentes que aparecieron en más de la mitad de las masacres analizadas." (Los porcentajes entre paréntesis pertenecen al texto original). (152)

Los datos testimoniales registrados sobre la realización de las masacres resultan  atroces de por sí.  He aquí el testimonio de una persona cuya muy amplia familia fue exterminada en una de las numerosas masacres perpetradas en 1982:

"Estaban tirados. A algunos les perforaron la garganta con machete, a otros les partieron la cabeza, a otros les cortaron o machetearon el rostro (como cuando pelan un palo), así encontré a mis papás. Pues diez estaban muertos en la casa con arma de fuego, primero les dispararon y después (para rematarlos) les cortaron la garganta, a cada uno le cortaron la garganta. (...). A una niña pequeña de nuestro sobrino le sacaron su pierna, estaba tirada a un lado, y su cabeza estaba lejos.  Un joven muchacho iba a irse y allí fue donde lo mataron, sólo estaba su pie y sólo estaba su cabeza, lo dejaron tirado. Y mi papá estaba embrocado (tirado boca abajo) en medio de la casa, y mi abuela estaba sentada cerca del fuego entre la ceniza (...).  Y a dos sobrinos los mataron, les cortaron el cuello. Y a otra mujercita también la llevaron y la tiraron encima con las piernas abiertas. Había algunos que estaban con la cara pelada. Ya no se reconoce que son personas, y la sangre en la casa era demasiada." (Caso 0553 del REMHI, masacre de Aldea Chiquisis, San Pedro Carchá, Alta Verapaz, 1982). (El primer paréntesis pertenece al texto original). (153)

En el  transcurso de las masacres, el empleo del fuego como forma directa de matar a personas en sus respectivas  casas fue ampliamente utilizada, como en los casos siguientes:

"Entraron los soldados a la casa. Francisca se encontraba torteando (asando tortas) en compañía de sus dos nietas. Ella no quiso abandonar su casa. El Ejército las torturó, juntaron basura para prender fuego y las quemaron." (Caso 4656 del REMHI, masacre de Aldea Xolcuay, Chajull, Quiché, 1982). (154)

"Alfonso Molina y Enrique Molina se quemaron en la casa. Ya sólo (se veían) los huesos, las cabezas, pequeñitas en el fuego. También estaban, entre esta familia, Venancio y Florinda, que murieron carbonizados en el fuego." (Caso 4050 del REMHI, masacre de Aldea Xix, Chajul, Quiché, 1981). (155)

Otros casos revelan también, junto al horror del exterminio de las víctimas, la destrucción de los bienes de las comunidades masacradas:

"En la misma aldea,  el 10 de febrero de 1985 entraron nuevamente  y allí asesinaron a 19 per­sonas, unos con cuchillos, otros con balas y otros fueron quemados vivos. También quemaron las casas, cortaron las milpas, mataron todos los animales, quebraron las piedras de moler, los machetes, los azadones." (Caso 4163 del REMHI, masacre de Chacalté, Chajul, Quiché, 1985). (156)

En otras ocasiones, las matanzas fueron seguidas de saqueos sistemáticos de los bienes de las víctimas:

"Después de todo esto, cuando habían matado ya a mucha gente, entonces los comisionados de varias aldeas alrededor de Cahabón se juntaron y, con los soldados, llegaron a recoger todo lo que tenían aquellas personas: sus machetes, sus ropas nuevas,  'naguas' nuevas (prendas femeninas), azadones,  piedras de moler, sus cubetas, y todo lo que les servía a las personas (...) se lo llevaron." (Caso 5931 del REMHI, masacre de Sechaj, Pinares, Alta Verapaz, 1982). (157)

Tanto los comisionados militares como las PAC tuvieron importante protagonismo en las masacres y en la destrucción de las comunidades. He aquí un testimonio sobre la actuación de las PAC de Xoxoc en la masacre de Río Negro, donde mataron a los adultos y se llevaron a los niños, para obligarles a trabajar a su servicio en su propia comunidad:

"Después de todas las violaciones (las PAC de Xoxoc) se llevaron a los niños a su comunidad. Se reían porque lograron acabar con la comunidad de Río Negro. Uno decía: yo maté ocho, yo diez, yo quince. Y otro dijo: yo veinte. Allí estaban escuchando los niños que se llevaban de nuestra comunidad. Los niños ya no fueron a la escuela, sino que fueron obligados a trabajar, y así quedó destruida nuestra comunidad." (Caso 0544 del REMHI, masacre de Aldea Río Negro, Rabinal, Baja Verapaz, 1982). (158)

Por su parte, el informe de la CEH de Naciones Unidas señala en estos términos la gravedad del fenómeno de las masacres y la extrema crueldad exhibida por sus autores:

"Las cifras revelan la magnitud del fenómeno de las masacre como parte de las operaciones militares del Ejército para acabar con el 'enemigo interior'. En la aplicación de la estrategia contrainsurgente, cientos de comunidades fueron arrasadas en diferentes regiones del país a lo largo del enfrentamiento armado.  Los métodos utilizados durante estas ejecuciones colectivas demuestran el nivel de crueldad con que los hechores se ensañaron contra las víctimas, todas ellas población civil indefensa y desarmada." (159)

Dentro de las masacres registradas, la CEH señala dos tipos: las indiscriminadas y  las selectivas. Las primeras eran las efectuadas "sin que existiera ningún elemento de selección indivi­dual" (160). Entre estas masacres indiscriminadas cabe mencionar por ejemplo  la siguiente, perpetrada en 1982 en la hacienda San José del Río Negro, en Cobán, Baja Verapaz:

"Los soldados habían ingresado a la comunidad desde el día 20 de octubre de 1982 y realizaron la masacre el día 22. Mataron a todos los que se encontraban en el lugar, salvo a una persona que logró huir y es el único superviviente.  Antes de iniciar las ejecuciones, las mujeres fueron separadas de los hombres y violadas sexualmente. A todos se les negó el alimento durante dos días. El día de la masacre los hombres fueron levantados y obligados por miembros de la tropa a cavar una zanja.  Una vez finalizada la tarea, todos los miembros de la comunidad fueron forzados a hacer una fila alrededor de la zanja, y a cada uno le preguntaron donde estaban los comunistas y los guerrilleros. En la medida que no respondían , un teniente daba la orden de asesinar a machete a cada una de las víctimas, incluidos los niños. Luego de que los cuerpos caían en la zanja,  el teniente ordenaba rematarlos con ráfagas de ametralladora. Después la tropa saqueó las casas, para luego quemarlas y comerse a los animales domésticos que quedaban . Antes de abandonar el lugar machetearon la milpa y los frijoles, y les pren­die­ron fuego." (Caso 9001 de la CEH, Cobán, Alta Verapaz, octubre, 1982). (161)

Las masacres selectivas, en cambio, se caracterizaron por "algún elemento claro de selección de las víctimas, individualmente consideradas"(162). Este elemento de selección podía ser de dos tipos. Uno, el uso por los militares de una lista de los supuestos guerrilleros o colaboradores, conseguida previamente bajo tortura de algún o algunos otros miembros de la misma comunidad. Y la otra forma de selección, más directa y dramática, pues implicaba la presencia física del delator, consistía en el uso de un "señalador" que, generalmente encapuchado, identificaba y señalaba a los supuestos guerrilleros. Generalmente el señalador había sido previamente torturado hasta obligarle a delatar a sus convecinos.

Esta forma de selección comportaba un dramatismo de difícil descripción, pues el simple hecho de ser señalado por el delator equivalía a una fulminante e inapelable  sentencia de muerte, casi siempre precedida de mutilaciones o torturas de variable duración. Por otra parte, estas situaciones sirvieron no pocas veces para zanjar viejas rivalidades y disputas intracomu­nitarias, pues ciertas personas fueron señaladas -y con ello sentenciadas a terrible muerte-  por motivaciones de venganza  o viejos rencores de carácter personal o familiar, y, a veces, incluso por intereses económicos, según señala el informe de la CEH a partir de su amplia casuística testimonial. (163)

He aquí el relato de un campesino de San Mateo Ixtatán, que narró así ante la CEH su participación forzada en una de las masacres, en julio de 1982:

"Aquel día los soldados llegaron llevando a un guerrillero enmascarado y amarrado. Tenía como una gorra sobre su rostro...  Reunieron a las mujeres en un lugar, y a los hombres en otro. A ellos los pusieron en cinco filas. Luego el guerrillero pasó cinco veces entre los hombres, diciendo 'aquél sí, aquél no'.  Este guerrillero caminaba como un loco. No podía caminar bien y apenas lograba sostenerse en pie. Vimos una parte de su cara, que estaba hinchada y tenía moretones (...) Creo que ya había perdido el control y sólo imaginaba quienes entre nosotros eran guerrilleros...  Después de haber señalado 37 ó 38 hombres, el Ejército nos obligó  a  afilar palos, igual que los palos que usamos para sembrar maíz.  Nos preguntó el teniente: '¿Saben cómo matar a la gente?'  Nos enseñó como matar (con los palos afilados), era como sembrar milpa, sólo que en el cuello de las gentes, en vez de en la tierra. Nos dijo el teniente: 'Ustedes saben cómo manejar machetes', y nos obligó a machetear a nuestros hermanos.  A unos les quitamos la cabeza, a otros los brazos.  Unos aguantaron mucho y sufrieron mucho el dolor. Al fin unos quedaron puros trozos, otros no murieron (...), y luego él disparó a los que no habían muerto todavía. La verdad es que no sabíamos manejar armas. Luego obligaron a los hombres a hacer uno hoyo grande para echar los cuerpos. Los cadáveres todavía se encuentran allí." (Caso 6075 de la CEH, San Mateo Ixtatán, Huehuetenango, julio, 1982). (164)

La actuación de ese delator, supuesto guerrillero, con el rostro -parcialmente visible- hinchado y golpeado, evidenciaba el tratamiento que había recibido antes de su actuación como señalador. Y el hecho de que "caminaba como un loco" y que "apenas lograba sostenerse en pie" añade el dato de que, con gran probabilidad, había sido torturado con profundos cortes o despellejamientos de las plantas de los pies, práctica muy habitual dentro de las formas de tortura que el Ejército solía practicar.

Otro caso, dentro de este mismo tipo de masacres previo señalamiento individual de las víctimas, fue el siguiente:

"El Ejército llegó e hizo formar a los hombres. Llevaron a una mujer prisionera de la vecina aldea de Xejolón, quien fue obligada a señalar a algunos de ellos. Estuvo envuelta en una capa y con su güipil enrollado y medio escondido en la cadera. Fueron señalados once varones y una mujer, a quienes torturaron durante unas dos horas. Les quebraron las piernas, les quemaron las lenguas, los colgaron, los amarraron del cuello con lazos. Se pararon encima de ellos (se subieron sobre ellos, pisándolos) y les sacaron los dientes a culatazos. Fueron asesinados, degollados algunos y fusilados otros." (Caso ilustrativo CI 19 de la CEH, Patzún, Chimaltenango, 1982). (165)

A modo de descriptivo resumen de lo que fueron los centenares de masacres registradas por la Comisión de la ONU, cabe reproducir el párrafo 3052 de su informe:

"En la mayoría de los casos, las masacres no se limitaron a la eliminación masiva de indivi­duos, sino que fueron cometidas mediante acciones de barbarie de tal magnitud que, en una primera lectura, hasta podrían provocar cierta incredulidad. Sin embargo, las imágenes -todavía vivas en los testigos- de cuerpos degollados, cadáveres mutilados, mujeres embarazadas con sus vientres abiertos a bayoneta o machete, cuerpos 'sembra­dos' en estacas, 'olor a carne quemada' de las personas abrasadas vivas, y perros devoran­do los cadáveres abandonados que no se pudieron enterrar, corres­pon­den a lo realmente acaecido. La reiteración de los hechos en decenas de comunidades, contados por miles de personas que dieron sus testimonios en forma individual o colectiva, y recogidas en otras fuentes ple­na­mente confiables registradas por la CEH, los hacen innegables. Asimismo las exhumaciones reali­zadas en los casos de masacres han aportado elementos de prueba material sobre el grado de sevicia con el que se realizaron." (166)

 

h) Violencia desatada contra la niñez

Dentro del terrible panorama de violación de derechos humanos de todo género registrado en Guatemala durante aquella vasta represión militar (especialmente durante el terrible quinquenio 1978-83), llama la atención el trato inhumano aplicado al  más inocente y vulnerable de los sectores sociales: la niñez.

Dice al respecto el informe de la ONU:

”Durante el enfrentamiento armado interno uno de los sectores que fue profunda­mente afectado por la violencia fue la niñez. En su afán de desatar el terror en la población, el Estado generalizó la violencia en las áreas de conflicto, ocasionando la muerte de la población de modo indiscriminado. Miles de niños fueron objeto de violaciones de sus derechos humanos en un contexto de violencia que rebasa la imaginación más poderosa. La muerte de nonatos como consecuencia de la tortura o muerte de mujeres embarazadas, en circunstancias aterradoras, así como la ejecución arbitraria de los niños más pequeños, estrellándolos contra el suelo, piedras o árboles, refleja el grado de crueldad que se ejerció contra uno de los grupos más vulnerables de la sociedad.” (167) 

Empezando por los nonatos, reiterados testimonios muestran que la muerte de mujeres en avanzado estado de gestación fue una práctica sumamente frecuente, encaminada a impedir la transmisión de la vida en aquellas comunidades mayas que se trataba de destruir.  En este sentido, constata el informe de la CEH:

"El efecto directo de las matanzas de nonatos consistió en impedir nacimientos dentro del grupo indígena. El ensañamiento con que se realizaron produjo también un efecto simbólico. Para el pueblo maya, las matanzas de nonatos tenían el mensaje cultural de matar la semilla, la raíz, afectando las posibilidades de la continuidad biológica de los colectivos indígenas." (Caso ilustrativo CI 91 de la CEH, Quiché, 1979-1983). (168)

Entre múltiples testimonios similares, cabe citar los siguientes:

"Mi hija no tenía delito, estaba embarazada de nueve meses. Dentro suyo llevaba la vida. Los soldados se la llevaron igual. Los soldados no respetan a nuestra gente. En su vientre llevaba la semilla a punto de dar cosecha, como la madre tierra." (Testigo clave TC 591 de la CEH). (169)

"Se podía ver cómo las golpeaban en el vientre con las armas, o las acostaban y los soldados les brincaban encima una y otra vez, hasta que el niño salía malogrado (...), y en las iglesias había residuos como de placenta y cordón de ombligo, cosas de parto." (Caso ilustrativo CI 31, La Libertad, Petén, diciembre, 1982). (170)

"El Ejército vino otra vez, rodeando el lugar. Abrieron la panza de una mujer embara­zada y sacaron al nene, y al nene le pusieron un palo por atrás hasta que salió por su boca. Y se quedaron pudriendo los dos." (Caso 11314 de la CEH, San Cristóbal, Alta Verapaz, marzo, 1982). (171)

"A la víctima, que estaba embarazada, la violan. Luego la cortan con cuchillo, degollándola, y finalmente le abren el vientre. Ya tenía ocho meses de embarazo. Le arrancan al niño y luego intentan quemarla. A las horas regresan algunos vecinos, que la logran enterrar, no así al niño, quien ya está casi comido por los perros." (Caso 2309 de la CEH, Uspantán, Quiché, octubre 1981). (172)

"A algunas mujeres les habían abierto el vientre, porque estaban embarazadas (...) Luego las colgaban como chivos." (Caso 16043 de la CEH, San Miguel, Uspantán, Quiché, 1983). (173)

"Cuando secuestraron a nuestro padre y lo torturaron delante de nosotros, el que actuaba como jefe  del grupo de la G-2 nos dijo: 'A ustedes hay que exterminarlos a todos, desde el más grande hasta el más chiquito, hasta que no quede uno solo, para que la raíz no retoñe de nuevo'." (Caso 13375 de la CEH, Santa Lucía Cotzumalguapa, Esquintla 1981-1983). (174)

Respecto a la forma de eliminar a las víctimas infantiles, la repetidamente citada  comisión investigadora de la ONU pudo comprobar que, según la edad de las víctimas, los militares aplicaron distintas formas de matar. "Durante las masacres la crueldad para ejecutar a los niños entre los cero meses y los cinco años fue particularmente impactante", afirma el informe de la CEH. (175)

Esta trágica realidad queda patente en casos como los siguientes:

"Ella está muerta por las balas, pero sus hijos de tres y cinco años están con sus cabezas estrelladas contra otro palo (tronco) de mango. Se ve la sangre y el cerebro (...)" (Caso 2756 de la CEH, San Antonio Sinaché, Quiché, marzo, 1982). (176)

"A los niños de pecho los mataban contra el piso o las paredes (...)". (Caso 3002 de la CEH, Nebaj, Quiché, septiembre, 1984). (177)

"Debajo de la cama encuentro a los tres niños. No han muerto por balas. Levanto a uno y veo que tiene toda la cara destrozada, como que lo hubieran golpeado con palas o los hubieran reventado en el suelo. Ya no tienen dientes, y los huesos de la cara, cerca de la boca, están como colgando. Los tres están muertos de la misma forma, y los tres son de edades muy pequeñas (...) Cuando ya creo que algunos han sobrevivido, al final del frutal, encuentro que debajo del mangal se hallan tres niños, los cuales tienen el cráneo destro­zado. En el tronco hay aún señales de que fueron estrellados contra ese tronco, ya que además de sangre hay parte del cerebro (...)" (Caso 2756 de la CEH, San Antonio Sinaché, Quiché, marzo, 1982). (178)

"Durante todo el día los soldados siguieron torturando y masacrando a los niños, mujeres y hombres en varias formas. Primero quitaron los niños a sus mamás y se quedaron amontonados juntos y llorando. A algunos les rompieron la cabeza mientras que a los que estaban mamando, vivos les quebraron (...) Conocí a un soldado que participó en la masacre de Cuarto Pueblo (...) Me dijo que a él le daba lástima, pero como veía que los demás lo hacían, él también lo hacía. Cuando los niños veían caer a sus padres salían huyendo, y había un soldado detrás de la pared y con un machete les cortaba el cuello según pasaban (...)" (Caso CI 4 de la CEH, Ixcán, Quiché, 1982). (179)

"Los agresores se presentaron en su casa a las pocas semanas de que tuviera una criatura, consecuencia de las violaciones sexuales que sufrió. 'Esa mierda es un hijo de puta', dijeron refiriéndose al recién nacido. Lo asesinaron con cuchillo delante de su madre, enterraron el cadáver cerca de la casa, y continuaron violando a la muchacha." (180)

"En la huida, la madre y los dos pequeños hijos han sido alcanzados por las balas (...). Los tres están juntos y la madre está en actitud de proteger a la bebé, quien murió siendo amamantada por ella. Sin embargo, el dolor del padre es grande cuando se da cuenta de que la cabeza de la bebé (de dieciocho meses) ha sido cortada con machete en forma horizontal (...)". (Caso 248 de la CEH, San Martín Jilotepeque, Chimaltenango, septiembre, 1982). (181)

"En el camino  vi a un nene llorando y mamando, pero su madre ya estaba muerta; con miedo, cogí al nene y lo limpié, porque estaba lleno de sangre (...) Al bebé se lo llevaron con sus familiares, pero después murió de una infección en la boca (...)". (Testimonio 2501 del REMHI recogido por la CEH). (182)

"Los mataron a machetazos, ahorcados o a balazos. Y a los niños los agarraron de los pies y les pegaron a (contra) un palo (...)" (El testigo se refiere, con toda probabilidad, al estrecho tronco de un árbol frutal, contra el que estrellaban la cabeza de los niños, en este caso como en otros ya visto más atrás).(Caso 3336 del REMHI, Río Negro, Rabinal, Baja Verapaz, 1982). (183)

"Después de comer empezaron a llevarse a las mujeres entre las casas, de 10 a 15, y vivas las quemaron. A los niños los llevaron otra vez a las casas, sólo los agarraban de las piernas y zumbaban (golpeaban con ellos) en el horcón de las casas, y hechas polvo quedaron las cabezas." (Caso 2268 del REMHI, San Francisco, Coyá, Huehuetenango, 1981). (184)

"Después de que se rindieron, los soldados llegaron a su casa y agarraron a sus tres hijos más pequeños (cuatro, dos y un año) y los mataron 'somatando' (golpeando) su cabeza contra las piedras, por lo que los niños murieron al instante (...) La señora está dramáti­camente afectada  por la violencia. Da la impresión de querer olvidar toda su vida pasada y no lo logra." (Caso 876 de la CEH, San Martín Jilotepeque, Chimaltenango, 1981). (185)

"Un niño de doce años estaba pastoreando cuando llegaron los soldados. Fue herido al intentar huir. Una vez que lo hirieron lo capturaron. Le abrieron el estómago con un cuchillo y le rajaron la frente. Luego lo quemaron." (Caso 16038 de la CEH, Chichicastenango, Quiché, diciembre 1980). (186)   

En este terreno de la crueldad extrema empleada contra las criaturas mayas de muy corta edad, cabe reflejar aquí una anécdota humana, sumamente ilustrativa al respecto. Un miembro del Gobierno de Vinicio Cerezo -primer presidente civil tras largos años de gobiernos militares- nos refirió personal­mente la siguiente anécdota.  Tal como era habitual para la seguridad de los ministros, le fue asignado un escolta para su protección personal. Aquel escolta resultó ser un antiguo kaibil, es decir, miembro de las fuerzas especiales del Ejército (kaibiles) especialmente endurecidas para la lucha contra la guerrilla. En cierto momento, la pequeña hija de aquel ex kaibil se vio afectada por una grave enfermedad de la vista. El ministro, compadecido por el caso, y conocedor de los escasos recursos económicos de aquella familia, consiguió que la niña pudiera ser traslada­da a los Estados Unidos para ser tratada de su grave dolencia. Pero, ante su sorpresa, el padre de la criatura le dijo lo siguiente: “De todas formas, me consta que ese tratamiento resultará inútil.” Al preguntarle cómo podía afirmar tal cosa, respondió con profundo abatimiento: “Porque lo que le ocurre a mi hija es un castigo de Dios. Sé muy bien que esa terrible enfermedad de mi niña es el castigo que Dios me envía por las atroces crueldades que yo cometí con los niños mayas cuando era kaibil.”

Este reconocimiento de las atrocidades perpetradas contra los niños (creencias religiosas aparte) viene a ratificar, por vía humana y anecdótica, esa terrible realidad consta­ta­da por los numerosos testi­monios registrados por informes tan irrefutables como los del REMHI y de la CEH.

A veces las víctimas infantiles no eran asesinadas, pero sí sexualmente violadas:

"Encerraron a sus padres en una de las habitaciones, y a la niña -nueve años- se la llevaron a la habitación contigua, y allí la violaron (...) La niña quedó tirada en la habitación, a punto de morir y con abundante hemorragia." (Caso 16159 de la CEH, Chichicastenango, Quiché, octubre, 1981). (187)

"...la casa fue rodeada por un número indeterminado de soldados, que entraron en la vivienda y al ver que únicamente estaba la madre de esta familia con sus hijos, todos menores de edad, tomaron a la más grande, quien contaba con apenas nueve años, y, junto a la madre, las violaron entre todos los soldados." (Caso 2496 de la CEH, Chiché, Quiché, julio, 1982). (188)

"Elementos del Ejército capturaron al padre y al hermano de una niña de 14 años. Ella y la esposa de su hermano decidieron ir al destacamento militar para ver qué sucedía y al mismo tiempo llevar la cédula de vecindad de ellos. Les permitieron entrar en el destacamento. Unos soldados se llevaron a la niña a un cuarto y formaron en fila para violarla. La estuvieron violando durante tres horas, desde las once de la mañana hasta la una de la tarde. Las dejaron salir del destacamento hacia las seis de la tarde. La niña no podía caminar. Continúa viviendo en la comunidad, nunca se casó." (Caso 45 de la CEH, Chichicastenango, Quiché, enero 1982). (189)

Por su parte, la investigadora norteamericana Angela Delli Sante, de la Universidad Libre de Berlín, tras prolongada investigación de lo que fue el drama guatemalteco a lo largo de la década de los 80, recoge en su obra datos como los siguientes:

"El derecho a la integridad física y mental de los niños fue transgredido aun en mayor grado, mediante la muy extendida práctica de violar a las jóvenes muchachas mayas. Por ejemplo (...) un grupo de campesinos de Chichicastenango testificó pública­mente ante el Comité de Derechos Humanos del Congreso lo siguiente:

"El patrón de conducta habitual del Ejército consistente en violar a las adolescentes ha hecho difícil, en algunas comunidades, encontrar mujeres entre las edades de once y quince años que no hayan sido víctimas de abusos sexuales por el Ejército.” (190)

En otras ocasiones, los niños fueron víctimas de graves traumas psicológicos, al verse obligados a presenciar torturas o crímenes perpetrados en su presencia. En este sentido, dice el mismo informe:

"En muchos casos los niños fueron víctimas, tanto de tortura física como psicológica, al ser obligados a presenciar actos de extrema crueldad contra sus seres queridos." (191)

Ilustrando este párrafo del informe, un testigo de la CEH recuerda en estos términos lo sufrido por él y su hermano menor, entonces de seis años, cuando presenciaron cómo su padre era torturado y conducido a la muerte:

"Mi hermano sólo lloraba, tenía como seis años. El sólo lloraba. Cuando se llevaron a mi papá, ya no podía hablar, le ponían el nylon (la capucha de plástico), lo asfixiaban, y aparte lo golpeaban. Mi papá sólo se nos quedó viendo con una mirada de mucha tristeza (...), una de esas miradas que nunca se le borran a uno. Ya no nos dijo nada (...) Cuando mi hermano gritaba: 'Papá, dígales lo que sepa para que lo dejen', a ellos (a los soldados) eso como que les hacía felices." (Caso 13375 de la CEH, Santa Lucía Cotzumalguapa, Escuintla, 1982). (192)

En cuanto a la tortura en general, el informe de la ONU constata que niños y adolescentes también fueron sometidos a ella:

"De acuerdo con los testimonios recabados por la CEH, un 14% del total de víctimas de tortura corresponde a menores de edad." (193)

En cuanto a la desaparición forzada de menores, muchos niños guatemaltecos fueron víctimas de esta grave modalidad de quebrantamiento de sus derechos, que implica la brutal separación de sus familias y de su entorno social, cuando no otros daños de mayor magnitud:

"También se presentaron casos en los cuales los niños fueron desaparecidos cuando se fueron en busca de sus padres, quienes habían sido capturados o desaparecidos con anterioridad. En otras ocasiones los niños fueron tomados de entre los cadáveres desparra­mados en el campo después de una masacre, o arrebatados cuando lloraban junto a los restos de su padre o de su madre muertos, después de una operación militar. Aunque es probable que muchos de ellos estén muertos, también lo es que haya un buen número de niños, desaparecidos en apariencia, que están vivos, lejos de sus familias verdaderas y desconocedores de la realidad que los llevó adonde se encuentran en la actualidad." (194)

Respecto a esta cruda realidad de la desaparición de miles de criaturas, hay que señalar que se trata de un drama de hondo arraigo en aquella sociedad. La sustracción de gran número de menores, seguida unas veces de su adopción ilegal y otras de su venta y exportación a países extranjeros, constituye un fenómeno ya de por sí muy grave y extendido en Guatemala, más que en cualquier otro país centroamerica­no, según constatan reiterada­mente los informes de las organizaciones de derechos huma­nos. La Relatoría de la ONU para la Niñez señala que “el niño en Guatemala es objeto de transacción comercial y no está protegido por la ley”, y que en ese país “las leyes no son tan estrictas en este tema comparadas con las del resto de Centroamérica.” (195) 

No cabe, pues, atribuir todas las desapari­ciones de menores en aquellos años 80 a la represión militar contra la población maya.  Pero sí hay que señalar que las masacres de 1980-83 y demás actuaciones militares represivas, con tan alto número de padres y madres asesinados,  favorecieron en grado sumo el robo de muchos niños abandonados, cuyo desti­no final, previsible­mente, no se sabrá jamás.

En este sentido, la ya citada profesora Delli Sante precisa:

“...la Asociación Internacional de Juristas Democráticos, juntamente con la Federación Internacional de los Derechos del Hombre, denun­ciaron que niños guatemaltecos estaban siendo vendidos en los Estados Unidos, al precio de 20.000 dólares cada uno.” (196)

El mismo informe, a modo de ejemplo ilustrativo, citaba el dato proporcionado por un implicado en una de tales operaciones:

“Una persona implicada en la operación, y que fue detenida, confesó este tráfico ilícito, declarando que los niños no eran para adopción sino que servían como ‘materia prima’ para el trasplante de órganos, que aparentemente se realizaba en los Estados Unidos.” (197)

“Este y otros informes también precisaban que los órganos de los niños guate­maltecos estaban siendo vendidos en Estados Unidos y en Israel por cantidades  que podían  alcanzar  los  75.000 dóla­res.” (198)

Los mismos informes mencionan orfanatos clandestinos (199), donde los niños, una vez roba­dos, secuestrados, o simplemente recogidos de su total abandono, eran retenidos en espera de ser vendidos a las redes encargadas de este ignominioso tráfico comercial. Salta a la vista la magnitud del negocio: si cada niño es comprado a sus secuestradores por 20.000 dólares, y después uno sólo de sus órganos puede ser colocado por cifras del orden de 50.000 ó 75.000, está claro que los beneficios de tales organizaciones resultan suficientes para comprar muchas conciencias al margen de la ley.

El conocimiento de estos datos provocó vivas reacciones de organismos tales como el Parla­men­to Europeo, la sede de Naciones Unidas en Ginebra y la Federación Internacional de Profesionales de la Salud. A su vez, el ICCHRLA (Inter-Church Committee on Human Rights in Latin America), con sede en Canadá, emitió la siguiente conclusión:

“A la luz de estos terroríficos y persistentes informes, y de las declaraciones prestadas por los guatemaltecos arrestados (implicados en tales prácticas), el ICCHRLA urge al Gobier­no de Guatemala a emprender una exhaustiva investigación sobre estas alegaciones.” (200)

Con independencia, pues, de lo que este fenómeno pueda tener -y tiene mucho- de lacra social permanente, y volviendo al tema específico que nos ocupa –los comportamientos militares-, no cabe duda que el masivo incremento de huérfanos y de niños abandonados como resultado de las mortíferas operaciones repre­sivas desarro­lladas por el Ejército de Guatemala en aquellos años, fue un factor que sentenció la suerte de miles de menores desparecidos –nada menos que el 11% del total de las desapariciones registra­das de todas las edades-, determinando que muchas de tales criaturas, en su deambular por los campos, calles y basureros, cayeran en manos de dichas organizaciones y acabaran siendo vendidas, ya sea para su adopción ilegal, ya sea para algo mucho peor.

Como resumen del tratamiento infligido a los menores por la represión militar en Guatemala, el informe de la ONU precisa:

"La tortura, la desaparición forzada y la violación sexual, junto con la ejecución arbi­traria, constituyeron violaciones que afectaron a los niños indiscriminadamente. Las estadís­ticas registradas por la base de datos de la CEH reflejan que el 18% del total de violaciones de los derechos humanos (contra víctimas de edad conocida) fueron cometidas contra niños (...).  Esto significa que (aproximada­mente) una de cada cinco víctimas era un menor.” (El primer paréntesis pertenece al texto original. El segundo es nuestro). (201) 

Pormenorizando esta cifra media (18%), la CEH establece los siguientes porcentajes para los distintos tipos de violación de derechos humanos sufridos por los menores de edad:

"Del total de víctimas con edad conocida, los niños conforman el 20% de las personas muertas por ejecución arbitraria; el 14% de víctimas de torturas, tratos crueles, inhuma­nos o degradantes; el 11% de víctimas de desaparición forzada; el 60% de los muertos por desplazamiento forzado; el 16% de los privados de la libertad; y el 27% de los violados sexualmente." (202)

 

i) Violencia sexual contra la mujer

El apartado que lleva este mismo título en el informe de la CEH incluye, como primer párrafo, el siguiente:

Las mujeres fueron víctimas de todas las formas de violación de los derechos humanos co­me­tidas durante el enfrentamiento armado, pero además sufrieron formas específicas de violencia de género. En el caso de las mujeres mayas se sumó, a la violencia armada, la violencia de género y la discriminación étnica. Este apartado se refiere de modo especial a la violencia sexual contra las mu­je­res.” (203)

En efecto, los episodios de crueldad extrema, vinculados siempre al componente ra­cis­ta (desprecio a la etnia indígena), incluyeron también, de forma sistemática, ingredientes de desprecio explícito al sexo femenino, rayanos en lo increíble por su sadismo y ferocidad. Además de los muy numerosos casos hasta aquí referidos cuyas víctimas han incluido, entre otras  -co­mo ya se ha visto-, a mujeres sometidas a todo tipo de comporta­mien­tos salvajes y humillan­tes, cabe citar aquí, en este apartado específicamente dedicado a la mujer como víctima, otros casos como los siguientes:

"Dos hermanas de 18 y 16 años fueron capturadas. Se las llevaron al destacamento militar de la finca La Igualdad, donde las violaron repetidamente durante 15 días. Luego se las llevaron a la aldea Tibuj, donde las obligaron, junto con otras personas, a excavar su propia fosa y las enterraron vivas. (...)  Ellas estaban desplazadas desde que bombar­dearon su comunidad y secuestraron a su papá y un hermano." (Caso 7101 de la CEH, San Pablo, San Marcos, 1983). (204)

"Iba con mi hermana cuando apareció el cadáver de una señorita que trabajaba allí. Ella era indígena, estudió, se superó, fue ayudante de dentista. Entonces, como vieron que se estaba superando, la agarraron, la capturaron y la mataron, y la fueron a dejar allí. La tiraron en un barranco. Apareció sin los pechos y con las manos cortadas, y las plantas de los pies cortadas así como cuadritos bien picaditos. La reconocimos por la cara, ella ya no usaba traje típico." (Caso 5017 del REMHI, San Pedro Necta, Huehuetenango, 1982). (205)

"Luego de desnudarlas, los soldados formaron una rueda, colocándolas en medio del círculo. Después, se dividieron en dos grupos, cada grupo tomó a una de ellas y uno por uno, los soldados las fueron violando. Después, les amarraron las manos con las fajas que les servían para sujetarse el corte (la falda) y las colgaron en un árbol, las interrogaron sobre quiénes eran los guerrilleros en esa comunidad. Al no responder nada, les dispara­ron, a una de ellas en la boca desfigurándole el rostro, a la segunda en el cuello." (Caso 2765 de la CEH, Chiché, Quiché, febrero, 1982). (206)

El carácter general, y de ninguna manera excepcional, de las violaciones produci­das durante las masacres es evidenciado por la siguiente constatación de la CEH:

“Casi en la totalidad de los casos referidos a las masacres cometidas por elementos del Ejér­cito, los declarantes manifestaron que los militares ‘violaron a las mujeres’.” (207)

“Testimonios suministrados por miembros del Ejército fortalecen la convicción de que la violación sexual constituyó una práctica habitual e incluso sistemática (...)” (208)

Consta, por añadidura, a través de declaraciones de soldados participantes en las masacres que prestaron testimonio ante la CEH, que en ciertos casos las violaciones eran  expresamente ordenadas por los mandos, con instrucciones impartidas antes de entrar en los poblados cuya comunidad se iba a masacrar:

“...en algunas ocasiones (la violación de las mujeres) fue ordenada por los mandos superiores en forma previa a la entrada en las comunidades, con instrucciones precisas acerca de la forma de perpetrarlas. El oficial tiene sus grupitos de asesinos y les dice cómo tienen que matar: ‘Hoy van a degollar’ o ‘a guindar con alambres’, ‘hoy violan a to­das las mujeres.’ Muchas veces las órdenes las dan antes (...) También mandaban hacer percha’ con las mujeres (...), por una sola pasan 20 ó 30 soldados. Si caía bien la mujer, la dejaban ir, a otras las mataba el último que 'pasaba' con ellas (...)". (Testigo clave TC 87 de la CEH). (209)

Testimonios como el siguiente, prestados por soldados que presenciaron los hechos, señalan que las órdenes emitidas por los oficiales eran un factor de coacción  que la tropa no podía eludir:

"Capturaron a cuatro mujeres sospechosas de ayudar a la guerrilla. Antes de ase­si­narlas, las cuatro mujeres, dos jovencitas y dos mayores, todas indígenas, habían sido llevadas al campamento. A una de ellas la sacaron y dieron la orden de violarla, eran co­mo 160 hombres. Al final a todas las violaron” (...) “A todos los obligaban los oficiales bajo amenaza de matarlos si no cumplían las órdenes". (Caso 5011 de la CEH, El Porvenir Camitancillo, San Marcos, febrero, 1982). (210)

En cuanto a las mujeres que eran detenidas y llevadas a los destacamentos del Ejército, ya fuera en calidad de subversivas, de colaboradoras o de simples sospechosas de colaboración con la guerrilla, eran violadas sexualmente dentro de una práctica rutina­ria y común:

La violencia sexual fue un componente específico, utilizado por los militares en las torturas contra las mujeres detenidas en los destacamentos del Ejército. Estas violaciones sexuales fueron, en muchas ocasiones, reiteradas y cometidas por varios hombres. Ade­más se utilizaron otras formas de tortura: descargas eléctricas, ingestiones forzadas, asfixias, golpes, simulacros de ejecución, torturas infligidas a otros en su presencia, privación de alimentos y sueño. Estos hechos fueron confirmados a la CEH por declaracio­nes de miembros del Ejército, que reconocieron cómo esta violación se realiza­ba de ma­ne­ra rutinaria.” (211)

Respecto a estas mujeres que tenían la inmensa desgracia de ser conducidas a cualquier campamento o destacamento del Ejército, otro testigo militar declaraba a la CEH:

"Las violaciones dentro de los destacamentos siempre se hacían... A veces por gus­to, otras porque daban las órdenes. Decían: ‘Hay que quebrarles el culo a estas putas’, o cosas más gruesas.” (Testigo clave TC 53 de la CEH) (212) 

En cuanto a esas otras violaciones “por gusto”, es decir, sin necesidad de recibir órdenes, uno de los soldados que muchos años después de los hechos aportaron volunta­riamente su testimonio desde el lado de los represores –incluido entre los concep­tuados como “testigos clave” de la CEH- precisó lo siguiente ante la Comisión:

"La tropa no estaba pensando en excesos, ellos más bien pensaban en violar y en robar... más les importaban el saqueo y las violaciones.” (Testigo clave TC 53 de la CEH). (213)

Este último testimonio, procedente también, como otros anteriores, de militares participantes en las masacres (o que estuvieron presentes en ellas) revela con inequívoca claridad un dato especialmente relevante, y que vie­ne señalado como tal por el propio informe de la CEH: el hecho de que la tropa no consi­de­raba los saqueos y violaciones como “excesos(214). Habituados a prácticas mucho más atroces, como la tortura, la muti­lación y el asesinato, el simple saqueo o la simple violación no pasaban de ser prácticas comunes, que –para ellos- no podían ser calificadas como exce­sivas. Prácticas, estas últimas –vio­laciones y saqueos-, que eran, en realidad, las que “más importaban” a la tropa, según este último testimonio nos revela con su des­ver­gonzada sinceridad.

Otros testimonios vuelven a revelar hasta qué punto las violaciones no eran actos cometidos por la tropa fuera del control de sus mandos, sino que éstos aprobaban e incluso a veces ordenaban este tipo de actos, y, en todo caso, esperaban de la tropa ese tipo de conducta. “Los testimonios de los sobrevivientes coinciden en imputar la responsabi­lidad de estos hechos a los respectivos man­dos”, constata la CEH (215).  Ello se mani­fiesta, entre otros, en el siguiente testimonio:

“La violaron veinte soldados; algunos no querían hacerlo y eran insultados por los jefes". (Caso 2413 de la CEH, Uspantán, Quiché, febrero, 1982). (216) 

La premeditación de los actos y la concreción de las órdenes e instrucciones previa­mente recibidas se manifestaban en la forma de proceder de las tropas en los momentos que precedían a la consumación de las masacres:

"La separación por sexo de las víctimas, antes de la ejecución de las masacres, es un indicador de la premeditación con que se procedía, en tanto que muestra cómo, con anterioridad a los hechos, el destino de las víctimas estaba prefijado, escogiendo el tipo de abuso a cometer en razón al género. Tanto hombres como mujeres eran ejecutados extra­ju­dicialmente; sin embargo, las mujeres fueron previamente víctimas de violencia sexual. Este modus operandi rigió en muchas de las masacres. (217) 

En la tristemente célebre masacre de Cuarto Pueblo, en Ixcán, Quiché, realizada por elemen­tos del Ejército el 14 de marzo de 1982,  las víctimas fueron agrupadas de la siguiente forma:

"Separaron a mujeres y a hombres. A doce de las mujeres las dividieron de dos en dos. Cada par tenía que quedarse con cinco soldados en cada una de las seis garitas en las entradas del centro de Cuarto Pueblo. Fueron obligadas a cocinar y traer agua para la tropa. Los soldados las estuvieron violando durante quince días. El 15 de marzo terminaron de matar a las ancianas y a las mujeres embarazadas. Se quedaron solamente las jóve­nes. ‘Quince días vamos a estar aquí, estos quince días vamos a usarlas. Y si uste­des tienen paciencia, no se van a cansar’, decía el oficial. Había turnos para que cada mujer fuera violada por cinco soldados". (Caso CI 004 de la CEH, Ixcán, Quiché, mar­zo, 1982). (218) 

Otro ejemplo es la masacre de mayas ixiles en Chel, Chajul (Quiché), cometida por miembros del Ejército, el 3 de abril de 1982. Antes de la masacre, las tropas procedieron así:

"Enseguida los soldados empezaron a separar a la población por sexo, encerraron a los hombres en el juzgado auxiliar y a las mujeres en la escuela. Entre las mujeres, selec­cionaron a catorce adolescentes, las trasladaron a la iglesia donde las violaron entre varios soldados durante más de una hora". (Caso CI 060 de la CEH, Chajul, Quiché, abril, 1982). (219) 

Otra de las formas de humillar a las mujeres fue obligarlas a bailar antes de violarlas y matarlas. A veces se les hizo bailar inmediatamente después de haber presen­ciado la muerte de sus maridos o de sus hijos. 

He aquí el testimonio de un caso, correspondiente a la masacre de mujeres, niños y niñas mayas de la etnia achi, en Río Negro, Rabinal (Baja Verapaz), perpetrada el 13 de marzo de 1982  por miembros del Ejército y de las PAC de una comunidad vecina. Según el testimonio prestado ante los investigadores de la CEH,  he aquí lo ocurrido antes de la matanza:

"Reunieron a las mujeres. Les pusieron marimba y las obligaron a bailar (...) Las acusaron de bailar en las noches con los guerrilleros. A las mujeres jóvenes las llevaron aparte y las violaron.  Luego, las obligaron a caminar... montaña arriba (...). A las muje­res les pegaban mucho, les decían que eran vacas, las trataban como si fueran vacas (...). La mayoría de mujeres estaban desnudas, violadas, había mujeres que les faltaba pocos días para dar a luz y esos niños nacieron a puros golpes." (Caso CI 10 de la CEH, Rabinal, Baja Verapaz, marzo, 1982) (220)

Esta forma de separar a las mujeres de los hombres, para darles un tratamiento discriminado por razón de su sexo, no fue sólo usado en las acciones militares contra comunidades enteras, sino también en las matanzas cometidas contra familias:

"Llegaron a la casa, separaron a las mujeres de los hombres. Las siete mujeres allí presentes fueron violadas y baleadas (...) A los hombres los mataron por el camino". (Caso 486 de la CEH, San Martín Jilotepeque, Chimaltenango, febrero, 1982) . (221)

Habiendo decidido el asesinato de toda la familia, las mujeres fueron separadas y sometidas previamente al trámite repugnante de la humillación sexual. Sólo después se consumó el múltiple asesinato. Similar pauta se aprecia en el caso siguiente:

Sacaron de la cocina a la madre y sus dos hijas, las desnudaron y las tiraron al suelo. Frente a sus familiares directos fueron ultrajadas sexualmente... burlándose... todos los militares las violaron.  Luego pasaban sobre ellas pisándolas y picándoles ‘sus partes y sus pechos’ con las bayo­ne­tas. Mataron al padre frente a su esposa e hijos. A los hijos varones los dejaron libres. Rociaron con gasolina la casa y la quemaron. Cuando se retiró el Ejército (los vecinos) llevaron a las mujeres al hospital ‘porque las muchachas sangra­ban mucho y la mamá estaba como muerta’. Ellas murieron en el hospital de Zacapa." (Caso 12006 de la CEH, Jocotán, Chiquimula, 1980). (222)

Salta a la vista, también en este caso, el tratamiento diferenciado para hombres y mujeres: muerte del padre, liberación de los hijos varones, por una parte. Por la otra, viola­ción sistemática y tortura prolongada de la madre y de las hijas, hasta dejarlas moribun­das a las tres.

El pronunciamiento de órdenes directas, referentes a la violación de mujeres o de niñas, y su cumplimiento inmediato por los soldados que las recibían, es registrado en testimonios como algunos de los ya vistos, y también en los siguientes, prestados por soldados participantes en los hechos:     

"Llegamos como a las seis de la mañana... Había un poco de gente, pero todos se escaparon cuando no más vieron que iba entrando la columna de soldados, empezaron a sonar una campanita... Hubo gente a la que no le dio tiempo a salir... Nosotros agarramos dos... llegamos a una casita... encontramos a dos mujeres allí dentro, una como de 25 años, y una patojita (niña) como de unos diez o doce años... Encontramos unos papeles de subversivos... El capitán ordenó que dos soldados agarraran a la patoja esa y él la violó, así, él se arrodilló, con calma se quitó su equipo, se bajó su pantalón. 'La aga­rren bien, muchá' (muchachos), les dijo. El violó a la pequeña, y después la dejó para que la siguieran violando los demás, y a la otra, pues la violaron los demás... Después las mataron".(Testigo clave TC 53 de la CEH y testigo directo del REMHI). (223)  

"Encontramos a una señora: 'Usted es guerrillera', le dijo el subteniente... Llamé a   un soldado de primera (...) 'Hágase cargo de la señora', le dije, 'es un regalo del subte­niente'; 'Enterado, mi cabo', dijo...  Llamó a los muchachos y dijo: 'Hay carne, muchá'. Entonces vinieron, agarraron a la muchacha, le quitaron al patojito y la violaron entre todos, en violación masiva. Luego mataron a la señora y al niño." (Testimonio del mismo declarante anterior, cabo del Ejército. En los testimonios prestados por militares partici­pantes en los hechos, el informe de la CEH, además de mantener el imprescindible anonimato de los testigos, omite también los datos referentes a fecha y lugar, para dificultar, por razones obvias, la identificación de los declarantes). (224)

El drama de la huída forzada de comunidades enteras, bajo el acoso del Ejército, y las numerosas víctimas que estas fugas acarreaban, especialmente entre las mujeres embarazadas o cargadas de hijos, quedan reflejadas en estos términos por el informe de la CEH:

"Las operaciones de tierra arrasada forzaron al desplazamiento permanente, numerosas comunidades indígenas huyeron hacia las montañas, siendo perseguidas, cercadas militarmente y sometidas a constantes ataques por parte del Ejército y miembros de las PAC. Las huidas fueron continuas, así como la destrucción de los alimentos y bienes de supervivencia. En cada una de las acometidas, los militares capturaban a personas, en su mayoría ancianos, mujeres y niños que eran los grupos que más dificultades tenían para la fuga. Los hombres y jóvenes eran interceptados con más frecuencia cuando arriesgaban sus vidas en busca de alimentos." (225)

"La mayor responsabilidad de las mujeres durante las huidas fue cargar a sus hijos e hijas, al igual que los pocos utensilios de cocina de los que disponían, lo que las hacía más vulnerables a resultar violadas, heridas, muertas o capturadas. Las mujeres embara­za­das o que acababan de parir estuvieron mucho más expuestas a ser víctimas." (226)

Esta cruel realidad de las huidas trágicamente frustradas quedó plasmada en numerosos testimonios del REMHI y de la CEH. De hecho, las atrocidades cometidas en este contexto de la fuga forzada de muchas comunidades, y las consiguientes capturas de mujeres imposibilitadas de huir eficazmente por estar embarazadas o por ir cargadas con sus hijos, constituyeron episodios terribles, igualmente válidos para ilustrar las atrocidades cometidas contra la mujer como los crímenes perpetrados contra la niñez. Tal es el caso de algunos de los testimonios ya vistos anterior­mente, y de otros como los siguientes:

"En los lugares de desplazamiento el Ejército realizó una brutal cacería por ríos y barrancos, reiterando la violencia sexual contra las mujeres. Como muestra tenemos el siguiente testimonio recibido por la CEH de la masacre de miembros del grupo k'iche' (de la etnia quiché) en San Antonio Sinaché, Zacualpa, Quiché, el 18 de mayo de 1982, ejecutada por elementos del Ejército y miembros de las PAC:

"Cuando encontraron un lugarcito en el río se escondieron las mujeres y los niños y ahí llegaron los militares y los balearon (...). Ella estaba embarazada, iba con sus tres niños (...), los soldados la alcanzaron, la agarraron, la sentaron y la violaron enfrente de sus tres niños, después de violarla le dispararon (...), después mataron a los niños con cuchillo."  (Caso CI 068 de la CEH, San Antonio Sinaché, Quiché, mayo, 1982). (227)

"Había vigilancia, pero sobre todo los ancianos y mujeres que cargaban güiros (ni­ños)  no lograron salir. Ella estaba dando de mamar a su bebé de tres meses, la violaron, cortaron sus pechos, al bebé también lo mataron". (Caso 2594 de la CEH, Uspantán, Quiché, noviembre, 1982). (228)

Tal como constata la misma Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, tantas veces citada:

"La violencia sexual y las ejecuciones, en el contexto de la huida, también tuvieron lugar en muchas comunidades que se desplazaban ante las adver­tencias sobre la posible llegada del Ejército.” (A continuación la CEH menciona casos como los siguientes):

"La vigilancia dio aviso de que llegaba el Ejército. El marido salió corriendo, ella se queda con dos chiquitos, es alcanzada por una bala que hace impacto en una de sus piernas y cae, los soldados la sujetan, la levantan y la desnudan completamente. Entre todos hacen una rueda y uno por uno la violan; después de que todos 'pasan por ella', uno de los soldados saca su cuchillo y la degüella". (Caso 2500 de la CEH, Chiché, Quiché, junio, 1982). (229)

"Tenemos que ir a las montañas porque el Ejército estaba por llegar a la comu­nidad. Dormi­mos la primera noche bajo un árbol, al día siguiente seguimos caminando. Tenemos hambre, vemos una casa y paramos a descansar. Los soldados rodearon la casa, sólo estamos mi mamá y mis herma­nos menores que yo. Me agarraron a mí, tenía nueve años, y a mi madre, nos violaron entre todos los soldados.  Después nos encerraron en la casa, colocaron basura en la puerta, rociaron gasolina en el techo y prendieron fuego. Logramos salir y nos fuimos a las montañas, seis días sin beber agua ni comer nada. Cuando regresamos a la comunidad, nos habían robado todo." (Caso 2496 de la CEH, Chiché, Quiché, julio, 1982). (230)

Con o sin fuga de por medio, la comisión investigadora de la ONU señala con rotun­didad una de las conclusiones más duras, más terribles, pero también más ineludi­bles por su importancia, y más reiteradamente comprobadas en su larga tarea de investi­gación:

"Las violaciones sexuales revistieron modalidades crueles en extremo. El objetivo de los militares era el castigo ejemplar, sembrar el terror. El Ejército identificó a la guerrilla con la pobla­ción maya refugiada en las montañas, y en nombre de la guerra contrainsur­gente cometió graves violaciones. Muestra de ello fue encontrar los cadáveres de las mujeres desnudos, mutilados y con hemorragias vaginales." (231)

De hecho, muchos de los cadáveres femeninos no presentaban sólo tales hemorra­gias, sino muestras de crueldades mucho más inauditas y mutilaciones de mucha mayor magnitud. He aquí algunas de tales muestras registradas por el informe de la CEH:

"Fue violada a saber por cuántos soldados, le puyaron (pincharon con arma pun­zante) su lengua, le sacaron sus oídos y sus ojos, le quitaron los pechos y los dejaron encima de una piedra, le sacaron la planta de los pies... Llevaba puyones por todo el cuerpo, la dejaron colgada de un palo, desnudo lo que quedaba de su cuerpo".(Caso 2595 de la CEH, abril, 1982). (El informe de la CEH añade el dato siguiente: "Esta mujer llevaba un bebé de tres meses que también fue ejecutado"). (232)

Otra práctica muy frecuente, y reiteradamente registrada en los testimonios presta­dos ante los investigadores de la CEH y del REMHI,  fue la de dejar en los cadáveres de las mujeres elementos visibles que, a la vez que acentuaban el terror que se pretendía difundir, subrayaban también, escandalosamente, el desprecio a las víctimas, resaltando la humilla­ción de éstas precisa­men­te en su condición de mujeres. Tal como señala el informe de la CEH:

“Otro hecho significativo fue el dejar evidencias de la violencia sexual contra las mujeres, aun después de haber sido masacradas. Esto ilustra la importancia que se concedía a que esta forma de violencia se conociese para generar con eficacia el terror. El más usual fue la desnudez y la introducción de objetos en la vagina de las mujeres o estacas que clavaban en sus vientres." (233)

He aquí algunos casos de este género registrados por la CEH:

"La encontramos desnuda, sangrando, y con un palo largo metido en la vagina." (Ca­so 3546 de la CEH, Uspantán, Quiché,  diciembre, 1982). (234)

"El soldado... contaba que cuando estaban las señoras muertas les subía la falda y les metía un palo en la vagina... A una anciana la ahorcaron con un lazo en el cuello. Esta­ba desnuda, con un banano (plátano) en la vagina.“ (Caso 11451 de la CEH, Ixcán, Quiché). (235)

“Similares rasgos muestra la masacre perpetrada contra miembros del grupo ‘mam’ (una de las etnias mayas) en Sacuchum de San Pedro Sacetepéquez, San Marcos, que elementos del Ejército llevaron a cabo entre el 3 y el 4 de enero de 1982:  "Había diez verdugos (...). Hacían turnos para matar a la gente. Mientras cinco mataban, los otros cinco se venían a descansar. Como parte de su descanso tenían turnos para violar a dos señoritas (jóvenes de 15 y 17 años). Al darles muerte, les dejaron sembradas estacas en los genitales." (Testimonio incluido en los casos 7007 y 7011, y caso CI 73, todos ellos de la CEH, San Pedro Sacate­péquez, San Marcos, enero, 1982). (236)

“Lo anterior también se observó en una masacre contra miembros del grupo ’k'iche' en San Antonio Sinaché, Zacualpa, Quiché, realizada por elementos del Ejército y miem­bros de las PAC el 16 de marzo de 1982.” (Caso CI 78 de la CEH). (237)

“En la masacre ejecutada contra integrantes del grupo ‘kaqchikel’ (otra de las etnias mayas), en el río Pixcayá, Estancia de la Virgen, San Martín Jilotepeque, departamento de Chimaltenango, el 18 de marzo de 1982, elementos del Ejército cometieron violaciones como las que se describen a continuación:

“Muchas mujeres fueron violadas... el Ejército agarró a unas madres embaraza­das, las dego­lló; les partieron el estómago y sacaron el bebé... A las mujeres las viola­ron y les ensartaron esta­cas." (Caso CI 050 de la CEH, San Martín Jilotepeque, Chimal­tenango, marzo, 1982). (238) 

“Hubo veces que hicieron un palo con punta y lo metieron en el culo de las mujeres, o lo metieron en la panza”. (Caso CI 078, San Antonio Sinaché, Quiché, mayo, 1982). (239)

Con o sin el “sello” de las estacas incrustadas en los cuerpos ultrajados, la práctica de la violación se convirtió en una especie de ritual obligatorio, previo al asesinato de las víctimas femeninas. Este fenómeno, inicialmente esporádico pero frecuente a lo largo de la represión en las zonas rurales contra la población maya, llegó a hacerse sistemático durante un tiempo, no precisamente corto. Así lo constata la Comisión de Esclareci­miento Histórico, cuyo informe, refirién­do­se a un período concreto de dos años, señala lo si­guiente:

“De los testimonios recibidos por la CEH durante (referentes a) los años 1981 y 1982, se despren­de que las mujeres ejecutadas arbitrariamente eran violadas sexual­mente con antelación. Estas violaciones fueron cometidas, en su mayoría, por elementos del Ejército.” (240)

Evidentemente, no siempre la violación fue seguida de la muerte. De hecho, a lo largo de los años investigados, en muchas ocasiones y bajo muy diversas circunstancias, los violadores no culminaron el atropello sexual con la muerte violenta de sus víctimas, según consta en muchos de los testimonios del REMHI y de la propia CEH.

Por ejemplo, repetidos testimonios revelan que la violación, supuestamente consen­tida, fue utilizada con frecuencia como pieza de trueque a cambio de la vida de la víctima o de sus hijos. Otras veces, una vez aceptado este humillante intercambio, y con la víctima ya violada, el violador la mataba igualmente. Dice en este sentido el informe REMHI:

"La violación se constituyó también en moneda de cambio: algunas víctimas fueron violadas y, a cambio, lograron sobrevivir ellas mismas o sus hijos, o, simplemente, evitar que el violador las acusara de 'guerrilleras'. En otros casos, pese a ello, perdieron la vida." (241)

Según registra uno de los testimonios prestados ante la comisión del Arzobispado:

"Amenazaban a las señoras: ‘Si no te me entregás, te acuso de que sos guerrillera’." (Tes­timonio 1 del REMHI, caso Rabinal, Baja Verapaz, s.f. (242)

Dado que esta acusación de pertenecer a la guerrilla -e incluso la de simple colabora­ción con ella- acarreaba consecuencias y castigos mucho peores que la violación    -las más te­rribles torturas e incluso la muerte-, algunas mujeres mayas así presionadas accedieron a los deseos de sus violadores, en aras de evitar males mayores para sí y para sus hijos. A veces, este ignominioso pacto era inmediatamente quebrantado, pues el viola­dor demostra­ba a continuación ser también un asesino:

"...le dijo a mi mamá que se dejara en manos de él, y que los dejaba con vida (a ella y a sus hijos) . Pero sí la supo engañar; primero la violó, luego la agarró a patadas, y luego la fue a tirar viva sobre el puente de Pantelul." (Caso 3031 del REMHI, Rabinal, Baja Verapaz, 1981). (243)

Otras mujeres, más afortunadas, tras su violación no llegaron a ser asesinadas, lo que les permitió, en numerosos casos, prestar años después su valioso testimonio ante las comisio­nes de investigación del Arzobispado y de la ONU. Otras veces, fueron soldados participantes en los hechos quienes, voluntariamente, proporcio­naron con su declaración detalles reveladores sobre las formas en que se desarrollaban los mecanismos de la violación.  Ello permitió comprobar que ciertas circunstancias, a veces tan aleatorias como la simple ausencia o proximidad de un oficial, o apreciaciones tan subjetivas como el “caer bien o mal” o el mayor o menor grado de atractivo de la mujer violada, se convertían en el factor decisivo del que dependía la vida o la muerte de la víctima. Así se demuestra en testimo­nios como los siguientes, prestados por soldados participantes en las violaciones:

"Algunas mujeres se salvaban de morir por su belleza. Si una patoja (muchacha joven) está bonita y un soldado la viola, luego le da pena matarla y, si el oficial no mira, la deja marchar.  Si el oficial está mirando, igual hay que matarla".(Testigo clave TC 87 de la CEH). (244)

"Algunas mujeres se ofrecían (sexualmente)  para que no las mata­ran, pero sólo se salvaban algu­nas bonitas". (Testigo clave TC 83 de la CEH). (245)

Recordemos, en este sentido, uno de los testimonios ya vistos más atrás, corres­pon­diente a un soldado, testigo presencial de numerosas violaciones en fila:

Si caía bien la mujer, la dejaban ir, a otras las mataba el último que ‘pasaba’ con ellas (...)". (Testigo clave TC 87 de la CEH). (Anterior nota 209)

Tal como señala el informe de la CEH:

"Tanto en el contexto de las masacres como en otras circunstancias extremas, algunas mujeres entregaron su cuerpo para intentar salvarse ellas o a sus hijos. Aquí el cuerpo de la mujer se convierte nuevamente en una mercancía, lo único que poseían para 'negociar' era su vida." (246)

"En mayo de 1982 soldados del Ejército violaron a una mujer de 20 años (del grupo étnico 'mam') en el municipio de San Ildefonso Ixtahuacán, departamento de Huehuete­nango."  "Le dijeron a ella: 'Quítate la ropa, pero apúrate' (dáte prisa); y ella empezó a llorar. Después de violarla, no la mataron, la dejaron libre".(Caso 5110 de la CEH). (247)

En ciertas ocasiones, los motivos por los que las vidas de algunas mujeres fueron res­pe­tadas en plena masacre, después de haber sido violadas, resultan enigmáticos y de difícil interpretación, como en los casos siguientes:

"Durante la masacre de Paquix, Sacapulas, Quiché, ejecutada por elementos del Ejército en febrero de 1982, cinco mujeres miembros del grupo indígena maya 'k'iche' lograron sobrevivir tras ser víctimas de violación colectiva y múltiple:

“Iban sólo mujeres y niños en ese grupito, las agarraron unos soldados en un bor­do, las desnu­da­ron y las violaron... Lo hicieron delante de los niños, los niños llegaron contan­do eso; los mayores, en medio de tanta pena, decían que ya no anduvieran contando eso, que ya no lo digan más, pero ellos decían que vieron lo que hicieron a las mujeres... Las dejaron vivas, las dejaron que se fueran con los niños". (Caso CI 39 de la CEH). (248)   

"El Ejército llegó con un "guía", capturaron a hombres, los torturaron y los ma­ta­ron delante de la población. En una casa encontraron cuatro mujeres (...).  Las lleva­ron a la escuela. Mientras en un aula tortura­ban a los hombres, en otra violaron a las mu­je­res. A dos las desnudaron completamente. Uno de los soldados arrebató a la bebé, tenía dos años, de una de las mujeres, diciéndole que él quería probar carne tierna. Nadie sabe qué hizo con la niña. La violación sexual de las mujeres duró toda la noche, cada una fue viola­da por más de 50 soldados. Después de ejecutar a los hombres, a ellas las dejaron en libertad." (Caso 16162 de la CEH, Chichicastenango, Quiché, mayo, 1984). (249)

En todo caso, todas aquellas mujeres que sobrevivieron tras haber sido violadas por los militares describen su experiencia en términos de horror, de humillación y de vivencia indeseable y traumática, nunca superada con el paso de los años transcurridos. Ello queda patente en numerosos testimonios como los siguientes:   

"Cuarenta o cincuenta soldados entraron en nuestra casa, nosotros ya estábamos durmiendo. Dijeron a mi esposo: Usted nos va a acompañar. Yo me puse en medio de los soldados y mi esposo, suplicando a los soldados que no se lo llevaran porque mi esposo no tenía delito. Me agarraron y me tiraron a la cama y mientras los soldados secuestraron a mi esposo, tres soldados se quedaron para violarme. Fue una noche horrible y todavía estoy enferma por el susto y la tristeza." (Caso 6164 de la CEH,  Barillas, Huehuetenango, marzo, 1982). (250) 

“En las noches entraban para violar, más a las que sólo tienen uno o dos hijos, a las jóvenes. Pero una noche pusieron marimba y las violaron a todas. Yo tengo mucha pena por­que tengo muchos hijos, ya mataron a algunos, yo soy casi anciana; pero tenía como 40 años cuando me violaron... Yo cargo (llevo encima a) mi nena, jalan (me quitan) mi nena, me sacan a la capilla con otra señora y uno pasa conmigo... Sólo pasó uno conmi­go porque ya estaba vieja y querían más a las jóvenes... Yo no puedo olvidar (...), los solda­dos nos iban a matar si noso­tras no aceptábamos, y yo tenía que defender la vida de mi hija, que estaba chiquita.  Pero yo no quería y el soldado me abusó."  (Caso CI 77 de la CEH, San Miguel, Uspantán, Quiché). (251)

Los episodios de violación sin asesinato posterior de la víctima fueron también terribles, pues dieron lugar a situaciones y secuelas tan dramáticas como, por ejemplo, las del siguiente caso de la CEH:

"El 15 de septiembre de 1982 regresábamos con mi padre del mercado de Rabinal...  Nos detuvieron los soldados cerca del destacamento y nos encerraron por separado... me quitaron la ropa a tirones, todos se subieron, el capitán primero, ocho soldados más...  los demás me tocaban, me trataban muy mal y entre ellos decían al que estaba encima que se apurara, a mí me decían que me moviera y me pegaban para que me moviera."

"De pronto vi que entraban con mi papá, estaba muy golpeado, lo sostenían entre dos. Yo estaba desnuda sobre una mesa, y el capitán le dijo a mi padre que si él no habla ba lo iba a pasar mal. Entonces hizo que los hombres que tenía ahí comenzaran a violar-me otra vez. Mi padre miraba y lloraba, los hombres le decían cosas, él no hablaba, yo estaba cansada, ya no gritaba, creo que también me desmayé, pensé que me iba a morir, no entendía nada. Yo no creo que mi papá fuera guerrillero, no sé qué querían. De pronto el capitán pidió un machete y le cortó el miembro a mi papá y me lo metió a mí entre las piernas. Mi padre se desangraba, sufrió mucho, después se lo llevaron. A mí me dieron ropa, otra ropa (...) y me dijeron que me fuera."

"Le conté a mi marido lo que pasó, él me contestó que el Ejército tenía el poder, que no se podía reclamar, que si yo no hubiese ido al mercado nada me habría pasado."

"Un mes después mataron a mi marido, pero yo en lo más profundo sentía alivio. Des­pués de todo lo que me pasó ya no quería un hombre a mi lado. Pero ellos no te­­nían que morir así. Es todo." (Caso 9364 de la CEH, Rabinal, Baja Verapaz, septiembre, 1982). (252)           

Una vez más resultan también de interés, en este tipo de casos (violación sin asesinato) los relatos de quienes presenciaron los hechos desde el lado de los perpetra­dores y, mucho tiempo después, prestaron declaración voluntaria ante la CEH:

" ‘Vos’, me dijo (otro soldado), ‘¿no querés ir a echar un polvo?’...  Teníamos allí una carpa para prisioneros, pero había dos mujeres nada más...  Decían ellos que eran guerrilleras y las estaban violando masivamente, había una cola como de 35 esperando turno, y yo no quise pasar porque realmente como a unos dos metros a la redonda se sentía un olor fuerte, una hedentina así desagradable... Estaban rodeándolas y violándo­las, y se levantaba uno y pasaba el otro...  Y total, yo calculo que a estas pobres mujeres las violaron unos 300 soldados’." (El paréntesis pertenece al texto original) (Testigo clave TC 53 de la CEH). (253)

Incluso en el caso de que el cálculo subjetivo del testigo resultara excesivo y que esas dos mujeres no fueran violadas por 300 hombres sino “sólo” por 200 ó por 100, cabe imaginar lo que quedaría de ellas, en lo físico y en lo psíquico, después de tan especta­cular operación militar.

El horror del destrozo físico y anímico experimentado por las víctimas en las viola­cio­nes colectivas queda también patente en testimonios como el siguiente:

“Mientras uno tenía relaciones con ella, algunos otros se masturbaban, otros la sobaban, le ponían las manos en los pechos, le daban golpes en la cara, otros le ponían cigarros en el pecho; perdió varias veces el conocimiento y cada vez que lograba tener sentido, veía a otro hombre encima de ella, por lo menos unos 20 judiciales la violaron; estaba en un charco de orines, de semen, de san­gre, fue realmente una cosa muy humi­llante, una mezcla de odio, de frustración y de impotencia absoluta." (Testimonio 5447 del REMHI, recogido por la CEH, octubre, 1979). (254)

Cabe recordar que no sólo el Ejército sino también las Fuerzas de Seguridad del Estado practicaron este tipo de actuaciones, como es el caso de este último testimonio, correspondiente a una violación múltiple perpetrada esta vez por miembros de la policía judicial.

A modo de conclusiones sobre el trato recibido por la mujer en el marco de la represión militar en Guatemala, el informe de la CEH señala, entre otros, los siguientes puntos:

"La casi totalidad de casos de violaciones sexuales masivas e indiscriminadas que registra la CEH se realizaron en comunidades mayas ubicadas en el área rural, especial­mente durante el período más alto de la violencia, entre 1980 y 1983. Dichas violaciones   ocurrieron luego de la instalación de destacamentos militares o PAC, antes de masacres o como parte de las operaciones de tierra arrasada. Dichos actos se realizaron con extrema crueldad y dejando evidencias notorias de los mismos, como desgarramientos, estacas clavadas en los órganos genitales, descuartizamiento de fetos, entre otros." (255)

"Las mujeres fueron utilizadas para castigar a los hombres que las Fuerzas de Se­guridad habían calificado de enemigos, extendiendo de esta forma el castigo no solamente a los activistas, sino también, a sus compañeras. Por este motivo las mujeres de las fami­lias donde hubo hombres acusados de colaborar con la guerrilla fueron víctimas de la vio­lencia sexual; fueron indistintamente sus madres, esposas, compañeras, hijas, hermanas o simplemente vecinas." (256)

La magistrada Elizabeth Odio, vicepresidenta del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia entre 1993 y 1997, y actual miembro del Tribunal Penal Internacional, señala este punto fundamental, de validez general para aquellos conflictos en los que la violencia sexual es utilizada de forma sistemática, factor que es subrayado por la CEH como absolutamente aplicable al conflicto interno de Guate­mala:

"La violación de las mujeres no es una consecuencia, más o menos inevitable o intrascen­dente, de un conflicto armado, sino que es una política aplicada sistemáticamente para destruir a grupos humanos, además de a la propia víctima directa". (257)  

 

j) Falsa atribución a la guerrilla de crímenes perpetrados por fuerzas militares, con el propósito de criminalizar a los grupos insurgentes

En este sentido resulta especialmente reveladora la minuciosa aportación testimo­nial de un ex miembro de la PMA (Policía Militar Ambulante). Esta Policía, mandada por jefes, oficiales y suboficiales del Ejército, estaba nutrida por personal de tropa de ingreso voluntario, que cobraba salarios relativamente altos y era considerada como una fuerza profesional, a la que podían encomendarse trabajos de mayor confianza y responsabilidad que a la tropa común de reclutamiento forzoso. He aquí el testimonio de uno de sus miembros, que permaneció en dicha Policía entre 1979 y 1981.

Años antes había ya cumplido su servicio militar ordinario, pero en 1979 decidió integrarse en dicha PMA, sin tener idea de lo que le esperaba en aquel cuerpo policial. Su testimonio escrito -de más de cien folios mecanografiados, llenos de datos y precisiones sumamente valiosas- llegó en su momento a manos de la CEH, y constituye un docu­mento testimonial de primera magnitud res­pec­to a lo que fue aquella policía militar (después desaparecida en el marco de los acuerdos de paz).

Dicho testimonio se inicia en estos términos:

"Todo lo aquí relatado es verdad. Nada es ficticio. Yo, como miembro de la Policía Militar Ambulante entre 1979 y 1981 fui testigo de todos estos hechos." (...) "En todo ese tiempo, nunca se terminaron las matanzas, los secuestros y las torturas. Cientos de abogados, de maestros, de catedrá­ticos han muerto. Lo mismo, estu­dian­tes y dirigentes de los sindicatos. Y no digamos campesinos indígenas, que han caído por miles."

"Antes yo oía en la radio los comunicados y las informaciones del Ejército, donde decían que los guerrilleros cometían las masacres contra la población. Pero cuando trabajé como policía militar y conocí bien al Ejército, me di cuenta de quiénes eran los que cometían las masacres en contra de la población civil; me di cuenta de la táctica que usa el Ejército contra la población indefensa. A mí ya no pueden engañarme, después de haber sido testigo de tantos crímenes cometidos por el Ejército." (258) 

Ya el primer día, después de ser presentados los de nuevo ingreso al que iba a ser su sargento, éste, en un momento de aparente debilidad -después demostraría mil veces ser un sujeto impla­cable y sin escrúpulos-, les hizo una extraña confidencia:

"Más adelante se darán cuenta de lo que es éste cochino trabajo; es el trabajo más repugnante que el hombre puede tener en la vida; porque, si no lo sabían, aquí tienes que matar a gente inocente. Ya se darán cuenta cuando estemos en el destacamento y reciba­mos las órdenes del coronel. Claro que él también las recibe desde arriba." (259)

Esta siniestra e inesperada confesión dejó desconcertados al grupo de nuevos policías recién incorporados. A continuación les previno contra las emboscadas de la guerrilla, atribuyéndolas a la población de las aldeas:

"A mí se me hace que son esos indios malditos que viven en esas aldeas. Cuando uno les pregunta si han visto pasar a algún grupo armado, dicen que no; es lo único que saben decir. Por eso a veces es necesario secuestrarlos para sacarles información; y después hay que matarlos y enterrar­los para no dejar rastro. Eso es lo que tienen que hacer ustedes, y el que se raje se las tendrá que ver conmigo. Cuando yo entré en este cuerpo, no lo quería hacer; pero me obligaron y ahora se ha convertido en un vicio para mí; ya no puedo vivir sin matar.  Les cuento todo esto porque ustedes forman parte de mi escuadra y lo tienen que hacer." (260)

Pronto los recién ingresados iban a comprobar hasta qué punto todo aquello era cierto, pero que sólo era una pequeña parte de la verdad. Porque la verdad iba a ser mucho peor aún, hasta unos extremos que, todavía en aquellos momentos iniciales, ninguno de ellos podía imaginar.

Uno de los primeros descubrimientos sobre su nuevo trabajo iba a consistir precisamente en enterarse de que muchas de sus misiones requerían que su actuación no se hiciera con uniforme militar, sino precisamente con indumentaria civil. La primera de las misiones cumplidas fue la siguiente:

"Una noche, cuando ya estábamos dormidos, el sargento nos despertó a otros cuatro elemen­tos y a mí. 'Quítense el uniforme y pónganse de civil -nos dijo-, porque vamos a salir a una misión.'

Era como la una de la mañana y uno preguntó: '¿A dónde diablos vamos a ir?'  '¿A vos qué te importa?' -contestó- 'Vos estás aquí para obedecer. Y apúrense porque se nos hace tarde.'

Tomamos el camino hacia una aldea que estaba como a ocho kilómetros del destacamento. Yo, ignorando a qué íbamos, caminaba muy tranquilo. Se levantó un viento fuerte en la montaña, que empezó a causarnos miedo. Después de hora y media de subidas y bajadas, llegamos a la aldea, que tenía como unas diez casas. Entonces dijo el sargento: 'Aquélla que se ve allá, aquélla es; va­mos, rodéenla.'

Cuando la rodeamos, él se dirigió a la puerta y tocó fuerte. Contestó una voz de hombre, y el sargento le dijo: 'Abre, indio maldito, si no querés que te tire la puerta.'

Cuando el hombre abrió la puerta, el sargento le agarró del pelo y lo sacó, y empezó a darle culatazos en todo el cuerpo. Él empezó a gritar pidiendo auxilio, y salió su esposa con cinco criatu­ras llorando. Al ver que nos lo llevábamos, comenzaron a llorar más fuerte y a gritar, sobre todo su esposa. Uno de los policías le pegó una patada a la esposa. 'Cállate, india pisada, si no querés que te mate a vos también', le dijo. Y nos fuimos, dejando a la indita allí tirada en el suelo, con sus cinco hijos llorando." (261)

A diferencia de los veteranos ya endurecidos –como aquél que golpeó a la india-, los recién ingresados, aún no habituados a estas escenas, estaban asombrados –según relata el testigo- ante aquel alarde de crueldad. Pero aún era mucho más lo que iban a aprender en aquella misión. Continúa el relato del testigo:

“Caminamos de regreso como cinco kilómetros, y dijo el sargento: Creo que éste es un buen lugar para sacarle la información.’  ‘Señor –dijo el indio-, ¿qué he hecho yo?’  ‘Cállate, indio hijo de la gran puta –le gritó el sargento-, que ya no tenés derecho a hablar hasta que yo te lo ordene. A ver, ¿cómo te llamás?’  ‘Me llamo Pedro Ramírez.’  ‘Bien, veo que no me equivoqué. Así que ahora vas a entregar las armas que tenés escondidas, y me vas a dar los nombres de los demás que forman el grupo.’  ‘No entiendo de qué me está hablando’, le decía el indio. ‘¿Con que no entendés? Ahorita me vas a entender.’

Entonces el sargento nos ordenó que lo amarráramos de los testículos y que lo empezáramos a subir poco a poco. El hombre pegaba unos gritos tremendos. Mientras tanto, el sargento le pegaba fuerte en la cara hasta que le hizo sangrar. El indio decía: ‘Padre Santo, ayúdame.’ El sargento se carcajeaba. En eso sacó una navaja y, sin compa­sión, le cortó una oreja. Se oyó un grito desgarrador.

‘Este indio no quiere confesar’, dijo uno de los elementos. Otro dijo: ‘A lo mejor sólo fue una calumnia.’ ‘No te creas –dijo el sargento- A éstos no hay que tenerles compa­sión, porque, aunque los estés matando, jamás  dicen la verdad; los tienen bien entrenados los guerrilleros, y por eso hay que usar estos métodos. Si les hablas con palabras suaves, ¿qué les puedes sacar?  Y por eso tenemos órdenes de matarlos después de sacarles la información.’

‘¿Y si es inocente?’, preguntó otro. ‘Pues hay que matarlo también’ –dijo el sargen­to-. ‘Esas son aquí las órdenes del coronel.’  Entonces le cortó la otra oreja, y el indio se desmayó. Pero el sargento, que era especialista en esto, lo hizo volver en sí para continuar el rudo tormento. ‘Entrega las armas y te perdono’, le decía. ‘Señor, si yo tuviera lo que usted me pide, ya se lo hubiera entregado’ –respondía el indio-; ‘pero no tengo nada. Mejor máteme ya de una vez.’ ‘¿Y vos te creíste que te iba a dejar vivo?’, le gritó.

Le metió dos puñaladas en el pecho y quedó muerto el hombre. Luego se le puso un letrero en la espalda que decía: ‘Ajusticiado por traidor al EGP’(*) , para hacer creer a la gente que habían sido los guerrilleros. Y ahí lo dejamos tirado. Eran como las cuatro de la mañana.” (262)

(*) EGP son las siglas del llamado “Ejército Guerrillero de los Pobres”, uno de los grupos armados insurgen­tes que actuaban en la región de Quiché.

Esta forma de actuar –con ropas de civil, matando y torturando a gente indígena desarmada y dejando en los cadáveres letreros atribuidos a grupos guerrilleros- empezó a tener su explicación por boca del propio sargento:

“ ‘¿Saben por qué se hace esto?’ -preguntó el sargento-. ‘No’ -le contestamos-. ‘Pues verán’   –di­jo-. ‘Como la gente apoya a la guerrilla y detesta al Ejército, hay que ha­cer­se pasar por guerri­lleros y llegar a las aldeas, y exigir comida y dinero. Luego matamos a unos cuantos y dejamos a otros medio vivos, para que cuando llegue la prensa acusen a los guerrilleros. Así, cuando los verdaderos guerrilleros llegan a un lugar, son rechazados por la gente y ya no los apoyan. Esto ha dado magníficos resultados. Es la única forma de detener ese proceso revolucionario del que ellos hablan. Esto fue idea del coronel  jefe de la Sección de Inteli­gen­cia del Palacio Nacio­nal, de la G-2. Así que ustedes no tengan miedo de matar a nadie, porque nosotros esta­mos protegidos por el gobierno. Pero también hay que hacer las cosas bien hechas, por­que los errores aquí no se perdonan’.” (263)  

Algún tiempo después, el autor de este testimonio fue trasladado, junto con otro compañero, a Santa Cruz de Barillas (Huehuetenango) donde existía un destacamento al mando de un tenien­te, formado por 40 soldados y ocho policías militares, que pasaron a ser diez. Una vez lle­ga­dos a su nuevo destino, el cabo que tenía a su cargo al pequeño contingente de la PMA les informó de la situación en aquel lu­gar. El compañero del testigo, recién llegado con él, preguntó al cabo cuántos guerrille­ros habían matado allí. Esta fue la respuesta del cabo:

“Uf, ya hasta perdí la cuenta. Hay días en que vamos a sacar hasta diez de sus casas en la noche. Los tenemos cinco días en el destacamento para interrogarlos y que nos den más nombres. Luego vamos por ellos, y lo mismo les hacemos. Cuando han con­fe­sado los ahorcamos ahí mismo en el destacamento, y a la una o las dos de la mañana salimos a tirarlos (...), y les ponemos un letrero que dice: ‘Ajusticiado por el EGP, por traidor a la organización’. (...) ‘Esas son las órdenes del coronel. Es pa­ra que les echen la culpa a los guerrilleros, y de esa forma mantener una buena imagen de nuestro Ejército nacional, y que los comunistas no se apoderen de nuestro país.’

‘¿Y eso del comunismo qué quiere decir?’ –preguntó mi compañero-. ‘Yo no sé nada de eso’ –respondió el cabo-. ‘A mí sólo me han dicho los jefes que, si el comu­nismo entra en nuestro país, ya no va a haber libertad; todos vamos a tener que trabajar para el gobierno, y la comida va a ser racionada. También me han dicho que en Cuba a los señores que pasan de 60 años los matan, porque ya no sirven para nada. Entonces, por eso debemos de luchar, para que esto no suceda en nuestro país, aunque tengamos que matar a todos esos indios. Así nos tiene dicho el coronel, porque éstos son a los que más han lavado el coco los facciosos.  Les dicen que el Ejército es malo, que sólo protege a los ricos, y les hacen un montón de promesas.  Y como estos indios no saben nada, por eso es que todos se están uniendo a los guerrilleros’.” (264) 

Éste era el único contenido doctrinal que se les impartía: había que combatir al comunismo aunque para ello hubiera que “matar a todos esos indios”, pues “así se lo tenía dicho el coronel”.

Veamos a continuación otra operación encubierta, de falsa atribución a la guerrilla, realizada esta vez bajo la presencia y mando directo del propio coronel de la unidad:

“Un día el teniente nos anunció que, en unos 15 días más, iban a llegar soldados de la base de El Quiché para una misión que íbamos a realizar. ‘Quiero que se dejen crecer el pelo y el bigote’ –nos dijo-, ‘porque el plan es que nos vamos a hacer pasar por guerrilleros en una aldea, pues tenemos información de que los de esa aldea colaboran con los facciosos. El coronel nos va a acompañar, y él dirá qué se va a hacer con esa gente.’ 

Esos días estuvimos haciendo simulacros para preparar­nos. El teniente sacó unos brazaletes donde decía ‘EGP’, que nos iban a servir para ponérnoslos en los brazos y hacer creer a la gente que sí éramos subversivos.

Una tarde llegó un camión con el coronel al frente de 50 soldados bien peludos; y esa misma noche salimos los policías militares con ellos, quedándose en el destacamento los 40 soldados a cargo de un sargento. (265) 

El trayecto, en una noche sumamente oscura y bajo un fuerte viento, fue extraordi­nariamente duro y penoso, pues el camino, muy estrecho, bordeaba un barranco de considerable profundidad. La peligrosidad de aquel trayecto nocturno, por aquel terreno extremadamente accidentado y bajo aquel fuerte vendaval quedó sobrada­men­te demos­tra­da, pues costó la vida de uno de los soldados, que perdió pie y se precipitó hasta el fon­do. Dos soldados descendieron, por orden del coronel, y recuperaron su armamento y equipo. Según precisa el testigo: "Al coronel no le importó que el soldado quedara allí tirado como un perro. Sólo dijo: 'Murió en cumplimiento de su deber'." (266) 

Cuando amaneció, todavía quedaban varias horas de camino:

"Con la luz del día la caminata era más rápida, pero el camino se hizo más angosto y peligroso, por la profundidad de la sima. Luego de varias horas, también comenzaron a afectarnos el calor y la sed: tuvimos que hacer un gran esfuerzo para llegar (...)" (267)

Una vez llegados a la aldea que constituía el objetivo, los hechos –precisa el testi­go- se desarrollaron así:

"La gente nos recibió contenta y nos dio de comer, pensando que éramos guerrille­ros. 'Nosotros sabemos que ustedes los guerrilleros son buenas gentes, que lu­chan por los pobres', dijo un indio. 'Acá -continuó otro- siempre pasan los compañeros de ustedes y nosotros siempre colaboramos, porque los soldados son muy malos.'  'Así es', decía el coronel mientras se hartaba de comer. Luego preguntó si alguno quería unirse a nosotros. Varios dijeron que sí y sacaron unas carabinas viejas que tenían.

Entonces fue cuando el coronel dio la orden de agarrar­los y amarrarlos, y todos nos lanzamos contra los aldeanos.

Y empezó el interroga­torio y la tortura para toda aque­lla gente, más que nada a cargo del coronel y del teniente. Calentaban plásticos al fuego y, cuando estaban hirvien­do, se los adherían a la piel; el teniente les picaba los testículos con una navaja, haciendo brotar sangre; mientras tan­to, los soldados violaban a las mujeres. Los aldeanos pedían clemencia y pedían a Dios que los salvara de aquel tormento.

El coronel decía: 'Nosotros los guerrilleros no queremos indios en nuestro grupo, y cuando lleguemos al poder los vamos a eliminar a todos ustedes, porque nos despresti­gian ante el mundo. Así es que ¿quieren ser guerrilleros?'  'Ya no, señor -decían ellos- porque ahora sí creemos lo que dice la radio sobre ustedes, que han matado a tantos campesinos.'  'Así es, hijos de la gran puta' -les gritaba-. 'Ustedes no sirven para nada, y por eso los vamos a matar a todos.'

Así empezó aquella carnicería, cortándoles la yugular a todos, hombres, mujeres, niños y ancianos, que empezaron a agonizar lentamente. Sólo dejó a unos cuantos mori­bun­dos, y a dos les dio la oportunidad de escapar, para avisar al pueblo más cercano de que habían llegado los guerrilleros y lo que habían hecho." (268)

Ya de regreso en el destacamento, pudieron comprobar el éxito de su misión:

"Vimos en la televisión a los sobrevivientes de la aldea que habíamos ido a masa­crar. Ellos decían que los guerrilleros habían llegado a su aldea para exigirles comi­da, y que luego habían violado a sus hijas y habían asesinado a todos sus familiares. Es decir, que el plan del coronel había salido como él lo había planeado." (269)

"El gobierno empezó a hacer propaganda con estas cosas y culpaba a los guerrilleros de las masacres que hacían los soldados." (270)   

En cuanto a la repercusión de este tipo de operaciones sobre la opinión pública, añade el testigo:

"Alguna gente se tragaba al anzuelo de que los guerrilleros eran los responsables de las masacres en el antiplano; los diarios condenaban estos hechos y las autoridades ha­bla­ban mal de los facciosos y los maldecían. Pero otra mucha gente no se tragó el anzue­lo. Sabían que la guerrilla era incapaz de cometer semejantes barbaridades (...)" (271)

Otro episodio aportado por el testimonio del policía militar repetidamente citado se refiere a un caso de persecución de un grupo guerrillero por el Ejército guatemalteco más allá de la frontera mexicana, cosa que ocurría con frecuencia. La gran permeabilidad de dicha frontera en la larga línea limítrofe con el estado mexicano de Chiapas permitíó que muchos miles de campesinos guatemaltecos, huidos de los excesos del Ejército, se refugiaran en territorio mexicano, donde permanecieron establecidos, muchos de ellos durante largos años. Pero esa misma permeabilidad también permitía la entrada y salida de grupos guerrille­ros, así como de los militares guatemaltecos que los perseguían.

En esta ocasión, cuatro camiones llenos de soldados, entre ellos el propio testigo, todos ellos al mando del coronel, persiguiendo a un contingente de guerrilleros -que les llevaba unas tres horas de ventaja-, pasaron por la localidad de San Antonio Huista y, desde allí, se dirigieron hacia la frontera, por la que penetraron en territorio mexicano sin la menor dificultad.

Respecto a lo ocurrido ya dentro de México, relata el testigo:

"Nadie nos daba información sobre los guerrilleros, y en eso nos acercamos a un poblado. El coronel nos ordenó que todos nos quitáramos las insignias, para que los mexicanos no se dieran cuenta de que éramos del Ejército de Guatemala y pensaran que éramos guerrilleros.

En el poblado había un grupo de guatemaltecos refugiados. El coronel quería regresarlos a territorio guatemalteco, pero la gente mexicana se opuso y amenazaron con avisar al Ejército de Mé­xico. Entonces el coronel ordenó que capturásemos a dos refugia­dos y saliéramos inmediatamente del poblado, que ya no recuerdo cómo se llama; sólo recuerdo que queda cerca del pueblo de Ocosingo, en el Estado de Chiapas." (272)

Esos dos refugiados, aunque ajenos a la persecución, sólo por la cruel casualidad de haber estado allí en el momento más inoportuno -como tantos otros campesinos mayas sentenciados por el más puro azar de tiempo y lugar-, iban a pagar la ira acumulada por el coronel tras su frustrada operación. El testimonio continúa en estos términos:

"Ya de regreso en territorio de Guatemala empezó la tortura para los dos campesi­nos. El coronel reía a diestra y siniestra al ver cómo las víctimas se revolcaban de los dolores. El era muy rudo para la tortura; ésa era su especialidad en el Ejército. Su deporte favorito era descuartizar a todo aquél que caía en sus manos; se sentía feliz de ver a sus víctimas pidiéndole clemencia.

Les decía a los dos campesinos que por culpa de los refugiados en México era que ningún país quería ayudar a Guatemala y que el mundo entero la estaba condenando, porque aquella partida de indios asquerosos la estaban desprestigiando. Les acusaba de traidores a la patria, y que por ello ya no tenían derecho a vivir, pero que antes tenían que confesar que ellos también pertenecían al grupo guerrillero. Ellos lo negaban y decían que eran ajenos a todo aquello.

El coronel ordenó que hiciéramos una rueda (a su alrededor) para que nos diéramos cuenta de cómo se tortura a los enemigos de la patria. Acostó a su víctima en el suelo, y con un cuchillo empezó a descabellarla. El hombre suplicaba a Dios, pero el coronel le gritaba: 'Deja de rezar, porque aquí el único Dios soy yo, y ya estás sentenciado a muerte.'

Le quitó el cuero cabelludo, y luego, con el mismo cuchillo, le empezó a arrancar las uñas. Para unos era alegría y para otros era doloroso ver lo que hacía el coronel. Después le cortó las manos, pero ya para entonces no gritaba el hombre, porque estaba moribundo. Finalmente, le remató con tres puñaladas en el corazón y un balazo en la cabeza.

Cuando ya había terminado, pidió que alguien hiciera con el otro lo que él acababa de hacer. Y no faltó un elemento macabro que agarró al otro campesino y principió por reba­narle los pies. Este campesino casi ni gritaba, pues se había quedado traumatizado de ver lo que le habían hecho a su compañero. De manera que el trabajo de aquel elemento ya ni gracia tenía; era como pelar un cerdo. Para terminarlo, también le metió tres puñala­das en el pecho.

Luego se les puso un letrero en la espalda: 'Estos indios fueron ajusticiados por la ORPA' (*) para que la gente pensara que habían sido los guerrilleros." (273)

(*) 0RPA: siglas de la llamada "Organización del Pueblo en Armas", otro de los grupos armados insurgentes que actuaban en la zona.

Otro caso detallado por el mismo policía militar en su largo testimonio escrito corresponde a una operación efectuada en el departamento de El Petén, en la cual el propio testigo también hubo de participar, igual que en los casos anteriores. Por las características del caso, que implicó el desplazamiento por avión de un contingente de la PMA del destacamento de Santa Elena (donde entonces el testigo prestaba sus servicios), cabe deducir que fue una operación a la que el mando atribuyó cierta importancia, aunque su resultado final no permitió corroborar esta presunción. Por alguna de sus múltiples vías de información -en su mayor parte basadas en la tortura-, la G-2 debió ser informada de que un ciudadano alemán, residente en El Naranjo, estaba implicado en un tráfico de armas para la guerrilla a través de la frontera de Belize. De ahí la orden que el mando cursó al citado destacamento de la PMA.

El testigo relata en estos términos la operación:

"El tiempo pasaba, y nosotros siempre seguíamos en lo mismo. Una mañana el te­nien­te nos dijo que teníamos que salir en avión hasta El Naranjo, que tenía órdenes de que 'nos quebráramos' (de que matáramos) a un alemán que vivía allí.

Salimos para allá en un avión de carga. Recuerdo que casi todas las viviendas  eran puras covachas, y sólo se distinguía una que sí se veía buena casa; yo me imaginé que ésa era la del alemán. Ya no me acuerdo de su nombre, pero su apellido era Coller. Este señor tenía bastante tierra y ganado, y yo no creía que tuviera vínculos con la guerrilla; por eso yo no entendí por qué lo fuimos a matar.

Eran como las diez de la noche cuando nos dirigimos hacia su casa, pero había cuatro hombres armados y unos perros enormes cuidándola. Esto no le gustó al teniente y estuvimos pensando cómo hacerlo para entrar. La cosa era evitar el escándalo, porque también era un señor que tenía muchos trabajadores, y si se daban cuenta se nos podían echar encima.

Lo que hicimos fue acercarnos a los guardianes y hablarles para distraerlos. El teniente les dijo: 'Supimos que el patrón de ustedes está dando trabajo y venimos a ver si hay trabajo para nosotros; disculpen que vengamos a estas horas, pero es que mañana temprano salimos para Ciudad Flores.'  'Pues trabajo sí que hay -dijo uno de los guardia­nes-, pero ahorita no los puede atender el patrón, porque está muy ocupado.'

En ese momento nos hizo la seña el teniente y todos sacamos las metralletas y los encaño­namos. (...) Soltaron las armas, que eran rifles del 22, y nos llevaron donde Coller, que se sorprendió de nuestra presencia. El teniente ordenó registrar la casa a ver si había más gente, pero estaba solo. Amarramos bien a los guardianes y llevamos a Coller a la orilla del río San Pedro (...)

Ya en la orilla del río empezó Hermelindo (el teniente Hermelindo Velásquez) a torturarle despiadadamente, exigién­dole que entregara las armas que tenía en su poder. Yo ca­si no entendía lo que decía el alemán, porque éste no hablaba bien el castellano; pero más o menos lo que decía era que él no tenía armas y que nos habíamos equivocado con él.

El teniente empezó a picarle (pincharle) con la bayoneta en la panza; también le cortó una oreja, y le preguntaba qué había hecho con el armamento que había recibido en la frontera de Belize. 'Yo no he recibido nada', decía el alemán, todo desangrado, tirado en el suelo.

Un elemento (uno de los policías militares) le metió una patada en la boca y le botó varios dientes. El teniente temblaba de coraje al ver que Coller no decía nada, y continuó golpeándolo hasta que quedó sin sentido. Entonces ordenó al sargento Leiva que lo mata­ra; éste le dio dos balazos en el corazón y uno en la cabeza.

Se le puso un letrero que decía:  "Este nazi fue ajusticiado por las FAR (*), por cola­borar con el gobierno". Lo echamos en una lancha que había en la orilla del río, y em­pu­jamos la lancha río adentro. (...)

Luego de dos días salió en la radio la noticia de la muerte de Coller, y el gobierno y el Ejército condenaron el alevoso asesinato." (274)

(*) FAR: siglas de las "Fuerzas Armadas Rebeldes", uno de los grupos guerrilleros más activos por aquellos años en la región de El Petén. Finalmente, los diversos grupos insurgentes  convergieron en una única organización : la URNG (Unión Revolucionaria Nacional de Guatemala).

Como vemos, este tipo de acciones se desarrollaban en dos partes: primera, la operación en sí, con la ejecución -siempre previa tortura- de las víctimas, dejando sobre  ellas letreros falsamente indicativos de la autoría, imputada a las organizaciones guerrilleras que operaban en la zona correspondiente. Y segunda: explotación propagan­dís­tica del hecho mediante la difusión de la noticia en los medios de información. Dado que éstos no podían permitirse llevar la contraria al gobierno militar ni poner en duda sus comunicados de prensa, estos hechos eran difundidos en estos términos a la opinión publica e incorporados esta­dísti­camente a la lista de los hechos violentos realmente ejecu­tados por la guerrilla.

Otro hecho de este mismo tipo, incluido en el testimonio que nos ocupa, fue el siguiente:

"En la mañana nos llamó el teniente a los cinco que íbamos a participar en el trabajo que me había dicho. Principió a hablar así: 'Muchachos, este trabajo es delicado y no quiero que haya erro­res. Se trata de se­cues­trar a una maestra; sólo que tenemos que sacarla en el día de la escuela, porque no hay otra forma.  Por eso, tendremos que conseguir un carro por ahí; aquí están estas pelu­cas para que las llevemos. Si no podemos sacar a la maestra, pues ahí mismo la mata­mos. Si fallamos, el coronel se va a enojar mucho, porque la maestra es colaboradora de los subversivos; según las informaciones, ella es un buen contacto y ha de saber bastante, así que ya ven lo importante que es esta misión'." (275)

Como vemos, en aquellas ocasiones en que se consideraba especialmente impor­tan­te el engaño sobre la autoría de la operación, no bastaba con actuar vestidos de civil y dejar carteles falsamente indicativos, sino que resultaba necesario recurrir a las pelucas como forma más eficaz de caracteriza­ción. El testi­monio continúa así: 

"Sólo desayunamos, metimos nuestras metralletas y las pelucas en unos morrales, y salimos del destacamento en un carro particular. Más adelante lo abandonamos y pusimos piedras en la carretera, para que cualquier carro que pasara tuviera que pararse y así lo pudiéramos tomar nosotros.

Como una hora más tarde apareció una camionetilla y se detuvo. Nosotros, ya con las pelucas, nos echamos encima diciendo que éramos de las FAR. Amarramos a las tres personas que iban en la camionetilla, les tapamos la boca y les arrastramos unos 25 metros adentro de la montaña.

El teniente tomó el volante y salimos a gran velocidad hacia la aldea donde estaba la maestra. Cuando llegamos los niños estaban en el recreo, y nosotros nos lanzamos so­bre la maestra y la subimos a empujones al vehículo. Gritaba pidiendo auxilio, pero nadie se atrevió a defenderla.

Abandonamos rápidamente el lugar, pero antes dejamos propaganda subversiva en la escue­la. (...) Otra vez cambiamos de carro (recuperando el inicial), dejando pintado el carro robado con las letras FAR.

La maestra tenía como unos 30 años. La llevábamos tirada y nos reclamaba que por qué la tratábamos así. Al rato, el teniente dispuso taparle la boca y los ojos, y tomó rumbo a la brigada de Poptún. Poco después tuvimos un problema, porque se nos pinchó una llanta y no llevábamos repuesto. (...) Lo que hizo el teniente fue mandar a dos elemen­tos que fueran (caminando) a la brigada a decir cómo estaba la cosa.

Como a las cuatro horas regresaron los elementos con el coronel (...) y varios elementos más en el transporte. El coronel nos felicitó y ordenó que pasára­mos la maestra al vehículo de ellos. Nos dio una llanta (para sustituir a la pinchada) y regre­samos.

Ya no supimos más de la maestra. Yo sólo escuché en la radio que la maestra había sido secuestrada por hombres fuertemente armados y peludos, que al parecer eran de las FAR por la pro­pa­ganda que habían dejado." (276) 

Con independencia de cuál fuera el destino final de la desafortunada maestra -pre­sumible­mente poco halagüeño, a juzgar por todos los casos precedentes-, lo cierto es que esta opera­ción sirvió, una vez más, para dos cosas: para deshacerse de una persona presuntamente subversiva, y para imputar a la guerrilla, a través de los medios de comunica­ción, unos desmanes cometidos en realidad por una fuerza militar.

Del otro objetivo, quizá el principal -la obtención de información válida sobre la guerrilla- nada pudo saber el testigo, pues no volvió a tener noticia alguna de la víctima ni del resultado de su interrogatorio.

De todas formas, resulta ineludible señalar el dato de que, en todos los casos incluidos en este valioso testimonio, se revela reiteradamente un dato muy significativo: el hecho de que estas brutales actuaciones fueron prácticamente inútiles en cuanto al logro de información. Las víctimas o bien resistieron hasta límites sobrehumanos si es que sabían algo, o bien -lo que es mucho más probable- no sabían nada en de aquello que les preguntaban, y sólo fueron secuestradas y torturadas porque sus nombres fueron dados por alguna otra víctima sin funda­mento alguno, en su intento desesperado de poner fin a su propia tortura.

Resulta llamativo, en todo caso, la forma en que esta unidad de la PMA reincidiera una y otra vez en estas criminales prácticas, sin importarles en absoluto a sus mandos su reiterada nulidad informativa. Otra cosa, bien diferente, es la ya citada utilidad propagan­dística, en su propósito de desprestigiar a la guerrilla e incrementar falsa­men­te los casos de violación de derechos humanos imputados a ésta.

Según consta en el mismo informe que nos ocupa, otras misiones realizadas por la PMA no perseguían la búsqueda de información, sino simplemente la eliminación física de determinadas personas, sospechosas de algún tipo de vinculación con la guerrilla. Otras veces sus misiones eran similares a las de cualquier otra unidad del Ejército, con activida­des represivas similares a las muchas ya vistas con anterioridad. Pero la frecuencia de actuaciones como las aquí referidas, atribuyendo falsamente a la guerrilla crímenes y torturas perpetrados por fuerzas militares, demuestra que ésta era una de las actividades sistemáticamente encomendadas a la Policía Militar Ambulante, y este dato constituye una relevante aportación del testimonio al que nos acabamos de referir.

Para terminar nuestra referencia a este testimonio, diremos que el testigo, sometido a las insoportables tensiones psíquicas derivadas de este tipo de críme­nes, en los que se veía obligado a participar en mayor o menor grado, empezó a excederse en la bebida, como ya les había ocurrido a otros compañeros con anterioridad. Al tener noticia de que algunos de ellos fueron eliminados clandesti­namente cuando intentaron abandonar volun­ta­ria­­mente la PMA, por el hecho de que "sabían demasiado", y después de sufrir él mismo un intento de ametrallamiento desde un vehículo, decidió desertar y así lo hizo. 

Hoy, su testimonio escrito constituye un valioso dato sobre los comportamientos militares  de aquel cuerpo policial.

 

k) Otros excesos. Casos de antropofagia y coprofagia en el marco de la represión militar

Dentro del gran número de casos de extrema crueldad atestiguados, cabe desta­car lo que podría llamarse “el extremo dentro de lo extremo”: los casos casi increíbles, pero abso­luta­mente ciertos y reiteradamente constatados, de antropofagia en alguna de sus formas, registrados tanto por el REMHI como por la CEH, y también por alguna otra fuente documental.

Por nuestra parte, y a efectos de una razonable clasificación de los hechos referi­dos, enten­de­remos como casos de antropofagia las siguientes varian­tes: comer miembros o vísceras de la víctima por el propio victimario; obligar a la víctima a comer alguna parte amputada de su propio cuerpo; obligar a comer vísceras o partes amputadas de una víctima a terceras personas;  beber sangre de una víctima por su victimario o victimarios; obligar a la víctima a beber su propia sangre; obligar a beber sangre de una víctima a terceras personas. Por último, y por extensión, cabe añadir los casos de copro­fagia y similares: obligar a personas a comer excrementos o a beber orines propios o ajenos. 

Hay que señalar que los casos de este género revisten un grado de crueldad rayano en la locura o en la más abyecta degradación de sus protagonistas. En ciertos casos, la manifestación extrema de crueldad consistió en amputar un miembro y obligar a comerlo a la propia víctima, o a otra víctima presente. Así fue, entre otros, en los casos si­guien­tes:

“...a unas personas organizadas en el CUC (Comité de Unidad Campesina), cerca de San Juan Cotzal, los llevaron amarrados a la Finca San Francisco. Allí concentraron a la población para que presenciaran la tortura. ‘A Manuel le cortaron una oreja y le obligaron a comérsela delante de toda la gente’. Después de torturarlo y amputarle diferentes miembros se lo llevaron a un pinal que hay camino a Cunén, a la salida de la finca como a dos kilómetros. Allá ‘lo terminaron de matar hacién­dolo puros pedacitos, con mache­te.’ Los restos quedaron en aquel lugar sin enterrar.” (Caso 2608 de la CEH, Finca San Francisco, Cotzal, Hue­huetenango, 1981). (277) 

En 1981 se produjeron, en Baja Verapaz, diversos casos de antropofagia forzada de notable crueldad, como los dos recogidos a continuación, correspondientes a julio y diciembre de dicho año. Alrededor de julio de 1981, el Ejército convocó a las PAC de Rabinal y salieron hacia las aldeas al mando de un oficial del propio destacamento de Ra­bi­nal. El declarante describe así la acción de los soldados y los patrulleros al entrar en las aldeas:

“Los que encontraban en las casas los mataban, arrasaban con la siembra, corta­ban la milpa, quemaban las casas, a los hombres se los llevaban amarrados con lazo. En una ocasión, sacaron a seis personas y, enfrente de todos, comieron las orejas: se las quitaron y les dijeron que se las comieran. Después, los soldados mataron animales y comieron en el mismo lugar. (Caso 883 de la CEH, Chuateguá, Rabinal, Baja Verapaz, 1981). (278)

Apenas cinco meses después, y también dentro de la municipalidad de Rabinal, tuvo lugar otro episodio dramáticamente similar. El 4 de diciembre de 1981, el Ejército movilizó una vez más a las PAC, esta vez las de Xococ y Vegas de Santo Domingo, con la posible participación de patrulleros de otras aldeas próximas, todos ellos –precisa el testimonio- con pañuelos rojos al cuello, y empuñando armas y garrotes. A partir de su llegada a la aldea de Panacal los hechos se desarrollaron así:

“Nos reunie­ron en un lugar, luego sacaron un listado y pasaron lista, y cuando aparecían las perso­nas, de una vez las amarraban con un lazo y una mano detrás. Ese día se llevaron 69 hombres amarrados de la aldea Panacal a la Laguna. (...) Nos hicieron preguntas: si somos de la guerrilla. Pero nosotros no sabemos nada de eso, y allá en La Laguna, a unos catequistas, promotores de salud, promotores de educación, les pregunta­ron si son guerrilleros. Ellos no dijeron nada y los patrulleros de Xococ y Vegas les cortaron la oreja y les obligaron a comerla, y después sus caites, ropa, cédulas, som­breros, los echaron al fuego en el mismo lugar. A todas las víctimas las desnudaron. Lue­go fueron dejadas en dicho lugar.” (Caso 5360 del REMHI, Aldea Panacal, Rabinal, Baja Verapaz, 1981). (279) 

Otros repetidos casos de ingestión de órganos o vísceras humanas aparecen entre los testi­mo­nios recopilados por la Comisión de Esclarecimiento Histórico y el REMHI:  

“Ellos (quienes organizaron las patrullas) tenían tres años de ser comisionados mili­­tares y daban órdenes a las PAC. Para los rastreos, los mayores de 45 años se quedaban en la aldea cuidándola, y a los jóvenes los llevaban para cometer los asesinatos.  Cuando se hacían matanzas, el jefe de las PAC obligaba a los jóvenes a comer el cerebro de las víctimas, él da el ejemplo y se lo come. (El) decía: ‘Deben ser hombres y no simples in­dios’. El daba el ejemplo.” (Ambos paréntesis pertenecen al texto original) (Caso 16073 de la CEH, Chinique, Quiché, marzo, 1982). (280) 

Obviamente, en este caso, como en los siguientes, la expresión “comer el cerebro” se refería a ingerir sólo una parte de la masa cerebral. Una parte presumiblemente pequeña, ya que tal ingestión -como en todos los casos de antropófaga registrados por la Comisión- no se hacía con fines alimenticios, sino para simbolizar el desprecio absoluto hacia las víctimas y la superioridad total sobre ellas, así como para subrayar y potenciar la que podríamos llamar “viril ferocidad” de quienes –en frase de su maestro- “debían ser hom­bres, y no simples indios”. Despectiva alusión a la raza maya a la que pertenecían la inmensa mayoría de los propios soldados y de los patrulleros de las PAC, que al ser tan indios como sus víctimas necesitaban algún elemento que les distanciara de ellas, esta­bleciendo una clara noción de diferen­cia y de rotunda superioridad. De ahí esa necesidad de subra­yar enfáticamente, e incluso brutalmente, su condición de “hombres”, humillando en grado máximo a sus vícti­mas –en su calidad de “simples indios”- y reduciéndolos a la condición de animales, susceptibles, como tales, de ser matados, corta­dos y comidos por la especie superior. 

En el siguiente caso, los investigadores de la CEH registran en estos térmi­nos el relato directo del declarante:

“El 2 de mayo de 1981, en la aldea Xenaxicul de Aguacatán, Huehuetenango, cerca de las 9 de la mañana, llegaron aproximadamente 200 soldados, vestidos de verde olivo y camuflado, y algunos con su cara pintada de negro. Fueron de casa en casa reuniendo solamente a los hombres, quienes llegaron a ser un total de 23.” (...) “Los hombres fueron obligados a caminar (desde la ya citada Xenaxicul) hasta la Escuela de la Aldea de las Majadas Centro, que quedaba más o menos a cuatro kilómetros de la aldea, una hora caminando. Dentro de la escuela los soldados les ordenaron formarse; en ese momento dejaron ir a un señor anciano del grupo. Fusilaron y mata­ron a los 22 hombres. Después los soldados partieron los cráneos de los cadáveres y se comieron sus cerebros.” (...) “Cerca de la escuela hay un barranco donde los soldados botaron (arrojaron) los cuerpos de las víctimas. El Ejército permaneció en la comunidad dos días después de la masacre, durmiendo en la misma escuela. Cuando se retiraron los soldados la gente fue a mirar el barranco, y en la escuela encon­tra­ron platos en la mesa que contenían masa cerebral”. (Caso 5714 de la CEH, Aldea Las Majadas-Centro, Aguacatán, Huehuetenando, 1981). (281)

Otro caso referente a la ingestión de sesos humanos es registrado por el informe del REMHI:

“Llegó el Ejército con patrulleros, mataron a familias enteras y quemaron sus casas, los degollaron y balearon, también a los niños, a todos los mataron, a una hija le abrieron la cabeza, le quitaron el seso y parece que lo comieron. A otra vecina la degollaron y empezaron a chupar la sangre.” (Caso 7909 del REMHI, Aldea Xix, Chajul, Quiché, 1981). (282) 

La falta de seguridad reflejada en ese “parece que lo comieron” nos obliga, en este caso, a conservar la duda razonable respecto a este punto. No así respecto al otro,  la inges­tión de sangre del cadáver de otra mujer recién degollada, práctica de la cual quedaron registrados abundan­tes ejemplos, como más adelante podremos ver.

He aquí otro caso registrado por la Comisión, que incluye la secuencia final de mutilación, antro­po­fagia forzada y muerte:

"Las acciones eran crueles en extremo con el propósito de ocasionar temor entre la población. Cuando el Ejército detenía a un supuesto colaborador de la guerrilla lo hacía padecer crueles torturas antes de matarlo (...). En el caso de Juan, los soldados lo detuvie­ron. Luego lo colgaron de un tapesco, le cortaron el brazo, luego procedieron lentamente a cortarle la cara con mache­te. Después le dieron un machetazo en la cabeza, que se abrió, y otro golpe en su panza. Lo colgaron por el cuello y perdió todas sus tripas... Venía una segunda patrulla de soldados, que agarró a José y le cortaron la cabeza. A Andrés lo acusaron de dirigir a la gente que se quedaba bajo la montaña. Le pusieron una espina en sus ojos y después le sacaron los ojos, le cortaron sus orejas, y lo golpearon hasta casi morir. Luego llevaron a su esposa Benita. Los soldados cortaron el pene a Andrés y obli­ga­ron a Benita a comerse el pene de su esposo, y luego la mataron".  (Caso 11314 de la CEH,  San Cristóbal Verapaz, Alta Verapaz, marzo, 1982). (283)  

En definitiva, y según acabamos de ver en el párrafo anterior, estos casos que incluyen episodios de antropofagia en alguna de sus formas no son tratados aparte ni agrupados como tales en el informe de la CEH, sino incluidos esporádicamente den­tro del conjunto de atrocidades cometidas por el Ejército con el propósito general a aterro­rizar a la pobla­ción, impidiendo así su colaboración con la guerrilla.

He aquí otro caso de antropofagia forzada, esta vez sin muerte, declarado a la Comisión por el hijo de la víctima, que detalla así los hechos producidos en agosto de 1982:

“Mi papá se quedó en Yalanwitz. Cuando llegó el ejército lo agarraron. Los soldados (...) le amarraron pies y manos y le golpearon y patearon. En la mañana siguiente dijeron los soldados a mi papá que van a comer su carne. Llevaron a mi papá hasta Taxbal (cerca del río Zarco, Río Azul), y, mientras, siguieron maltratándole. Pasaron por Bella Linda hasta que llegaron al destacamento de Ixquisis. Le acusaron de ser guerrillero, le obliga­ron a comer carne humana.” Posteriormente, la víctima fue obligada a trabajar para el Ejército como cocinero durante cuatro años. “Si la comida no estaba lista a la hora, le golpeaban.” Al cabo de esos cuatro años fue liberado. “El Ejército le dio un documento diciendo que él no era guerrillero.” (Caso 6024 de la CEH, Yalanwitz, San Mateo Ixtatán, Huehuete­nango, 1982). (284)

Otro caso de este tipo (antropofagia forzada y salvación mediante larga colabo­ración posterior con el Ejército) fue el siguiente:

“Otro caso notable fue el un conocido vecino de Sacuchum Dolores (San Marcos), quien, habiendo pertenecido a la guerrilla, fue capturado por el ejército y, tras las habituales torturas y coacciones, sucumbió a éstas y se convirtió en colaborador de la G-2. Dentro del terrible precio que tuvo que pagar para salvar la vida y poder cambiar de ban­do, se incluyó el tener que comer carne humana (de algunas de las víctimas de la represión).”

“Alrededor de la desaparición de su esposo, la testimoniante aporta elementos importantes. Sostiene que uno de los hechores indivi­dua­les era el señor (nombre del victimario), quien denunció y delató a muchas personas de la comunidad de Sacuchum y de otros sitios como El Tablero, de don­de era originario. Lo que vale la pena resaltar es que esta persona comió gente para salvarse, ya que había sido capturado por el Ejército cuando formaba parte de la guerrilla. Entonces prometió en­tre­gar gente para lograr su libertad. No obstante, debió trabajar para la G-2 durante mucho tiempo.” (Caso 7019 de la CEH, San Pedro Sacate­péquez y Sacuchum Dolores, San Marcos, 1982). (285)

En otras ocasiones eran los propios perpetradores los que comían directamente la carne humana recién cortada o la víscera extraída, como en los casos siguientes:

“Una noche lo saca­ron del calabozo y le preguntaron cuál era su seudónimo; le pusieron unos audífonos en los oídos y le subieron a todo volumen el aparato. Quedó sordo por unos días. Le seguían golpeando y pateando; pidió la muerte porque estaba sufriendo mucho: ¡Métan­me un balazo!, pedía...”  El declarante explica a continuación cómo uno de los soldados le detalló la forma en que otro grupo de personas capturadas habían sido torturadas allí mismo:Los soldados les cortaban pedazos de carne de los cachetes (mejillas) y los brazos de las víctimas y se los comían. Algunos no se morían rápido, aguantaban mucho, y por fin los mataban cuando les metían una aguja larga y grande en los ojos. Quien declara agregó que cuando entraron al calabozo había sangre, gusanos, y zapatos de los muertos tirados por allí.” (...) “El declarante dice que ya conoce el infier­no: ha estado allí” (Caso 12027 de la CEH, Aldea La Cumbre, Ixtahuacán, Huehue­te­nango, 1983). (286)

Pero no sólo las comisiones investigadoras de la CEH y del REMHI registran este tipo de casos. Los testimonios procedentes de Guatemala que fueron presentados al Tribunal Permanente de los Pueblos, reunido en Madrid en enero de 1983, año en que las atrocidades represivas estaban en su pleno apogeo,  incluyeron casos como el siguiente:

“Los soldados capturaron al hombre con la acusación de que era guerrillero, y entonces el teniente reunió a los soldados y a la gente del lugar, y delante de todos lo rajó con un cuchillo desde la garganta hasta el ombligo.”  Palabras del testigo:Entonces sacó el hígado del pobre señor. En­ton­ces agarró el hígado y se lo comió así delante de los soldados, delante de la gente. Nosotros no entendemos. (...) El teniente lo comió así crudo el hígado, y lo estaban mirando los soldados y todo eso. (Indígena de Todos Santos, Hue­hue­tenango, 1982). (287) 

Dentro del mismo bloque de testimonios referentes a Guatemala presentados ante el mismo Tribunal de los Pueblos en 1983, se recoge el del superviviente de más edad de la masacre de San Francisco, perpetrada el 17 de julio de 1982. Las fuerzas del Ejército habían reunido, dentro del edificio del juzgado, a un grupo de campesinos, que, allí mismo, empezaron a ser asesinados por los soldados. El testigo, uno de los campesinos allí retenidos, presenció cómo uno de los milita­res, cuya graduación no pudo precisar, extraía el corazón del hombre al que acababa de asesi­nar y se lo llevaba a la boca con evidente propósito de comer de él.  A partir de aquel momen­to ya no vio más porque:

“...de cólera bajó los ojos y se sentó a esperar su turno de muerte.”  Palabras del testigo:  “Entonces me miré ansí.  Me senté otra vez.  Ya no miré. (...) Ansí hicieron eso cabrón... Tuve cóle­ra y me senté. ¡La gran puta cómo es que son esos animales!” (Indí­gena sobreviviente de la masacre de Finca San Francisco, Nentón, Huehuete­nango, ju­lio, 1982). (288) 

Estos y otros hechos similares dieron lugar al siguiente párrafo acusatorio, incluido en el informe presentado ante el ya citado Tribunal Permanente de los Pueblos en 1983:

“Lo que vamos a decir ahora parece una fantasía de nuestro dolor, pero es triste­men­te verdadero, señores jueces, y es que los oficiales y los soldados no sólo masacran genoci­damente a nuestro pueblo inocente, sino que ostentan una conducta animal propia de las bestias (...). En el pa­ro­xismo de su ferocidad ellos han comido carne humana de sus víctimas y han bebido la sangre de las mismas.” (289) 

A continuación el citado informe recoge varios testimonios de este tipo, como el siguiente, corres­pon­diente a un soldado desertor, que no pudo soportar la tensión derivada de la barbarie de tales prácticas:

“Hay hermanos nuestros dentro del Ejército que han desertado precisamente porque durante el entrenamiento los han forzado a beber la sangre de víctimas que el Ejército ha secuestrado, como el caso de un hermano nuestro de habla mam, procedente de una aldea de Ixtahuacán. Por negarse rotundamente a esa práctica bestial, decidió escaparse de la base de Huehuetenango. Se escondió en su aldea, donde el testigo lo entrevistó, pero como el ejército lo cercara y el íntegro desertor estuviera muy herido, no pudieron sacarlo del rancho y murió.” Manifestó el testigo: “El se había negado rotunda­mente a tomar la sangre de la gente que había sido secuestrada” (Indígena de la zona de Cuilco e Ixtahuacán, Huehuetenango, 1982) (290).

A finales de septiembre de 1982, se hizo pública la entrevista de otro desertor, éste de las tropas especiales (los llamados Kaibiles) y de habla kaqchikel, quien manifestó lo siguiente:

“A los kaibiles se nos obli­ga a beber la sangre de nuestras víctimas, en presencia de la gente de las al­deas.” (Agen­cia Salpress, 30-9-82). Esta realización de este tipo de actos 'en presencia de la gente de las aldeas' habla claramente del propósito de tales acciones: sembrar el 'terror ejempli­ficante' entre la población, con objeto de asegurar su forzada colaboración con el ejército y disua­dirles, a través del terror, de toda posible colaboración con la guerrilla." (291)

Por otra parte, en ciertos casos, los represores no se recataron en mostrar su predilección por la sangre humana.  Recordemos la frase que ya vimos páginas atrás: aquélla que un testigo presen­cial pudo escuchar de boca de los soldados matagentes en la repetidamente citada base militar de Playa Grande -"Sabroso el pollo"- cuando, después de apuñalar a sus víctimas, lamían el cuchillo recién ensangrentado. El uso de calificativos encomiásticos para el sabor de la sangre aparece igualmente en otros testimonios como los siguientes:

"Una testigo, de la zona occidental de Huehuetenango, repetía en estos términos las palabras que escuchó a un teniente del Ejército: 'Ustedes todos a mí me la pelan. Yo, ahorita, sangre quiero ver aquí. La sangre para mí es dulce', decía. En otro momento, el mismo oficial preguntó a la madre de la testigo sobre quiénes hicieron unos letreros que aparecieron pintados en la pila donde ellas lavaban. 'Sólo Dios (lo sabe). No nos damos cuenta. Cuando vemos, ya está eso ahí', respondió la madre. A lo que replicó el teniente: 'Señora, aquí no me mente a Dios. (...) Para nosotros ahorita no hay Dios'.” (El paréntesis pertenece al texto original). (Las Huistas, Huehuetenan­go, 1982). (292)

Este gusto por la sangre se manifestó igualmente en el siguiente caso, protagoni­zado por el Ejército en la municipalidad de Sacapulas, Qui­ché:

“A Diego Mejía Tzi, alcalde, lo llevaron y lo metieron en su casa, le sacaron (cortaron) un pedazo de costilla y le sacaron su corazón. Cuando sacaron el cuchillo, recibieron la sangre en la boca y decían ‘Qué buena es su sangre, vamos a asarlos a estos campesinos para comerlos en el almuerzo'." (Caso 7916 del REMHI, Salinas-Magdalena, Sacapulas, Quiché, 1983). (293)

¿De dónde surge –cabe preguntarse- esta irresistible tendencia a derramar la san­gre (ajena, por supuesto) e incluso a saborearla con fruicción, dedicándole calificativos tales como “buena”, “dulce”, “sabrosa”, según consta en los testimonios referidos? Ya hemos visto la reiterada explica­ción del terror ejemplificante, como motivación máxima de los excesos cometidos. Veamos ahora otras interpretaciones posibles de este extraño fenómeno, de tan difícil explicación en el ámbito de los Ejércitos civilizados de nuestros días.

Dentro de la serie de “testimonios de victimarios” recogidos por el REMHI, un soldado que prestó sus servicios en el destacamento de El Chal y El Gobe, Petén, prestó testimonio sobre lo que pudo ver en dicho lugar, proporcionando otra distinta explicación:

“A los prisioneros los amarraban a la silla y allí los dejaban aguan­tando hambre y a algunos los mataban a golpes. El declarante afirma haber visto a un ofi­cial cortar en pequeños pedazos a una persona con un machete.” (...) “El declarante dice que los que hacían esto eran de la ‘Z’ y los de la ‘G-2’ (servicios de información). Ellos eran los encargados de ahorcar a las personas dentro del destacamento o fuera, y luego se tomaban la sangre. Esto lo hacían para decir que tenían valor.” (Caso 1783 del REMHI, El Chal, El Gobe, Petén, 1985). (294)

Así pues, este testimonio atribuye la motivación de beber sangre de las víctimas no a ese tan repetido terror ejemplificante sino a una autoafirma­ción -harto extraña, por cierto- del propio “valor” personal. Ello, de ser cierto, nos llevaría a muy lejanas reminis­cen­cias, tales como algunas viejas ceremonias de la antigüedad. La sangre, como fluido vital tan ligado a la vida y a la muerte, ha sido objeto de ritos y ceremonias en muy diversas civilizaciones. En la Roma imperial, por ejemplo, se extendió, particularmente a través de sus legiones desplegadas en las fronteras orien­tales, el llamado culto de Mitra, procedente a su vez de lejanas culturas asiáticas, encaminado al fortalecimiento del valor viril. Algu­nos oficiales de las legiones romanas, incluido el joven aristócra­ta Elio Adriano, que con los años se convertiría en el destacado emperador Adriano, practicaron, dentro de su activi­dad militar, este impresionante rito, aprendido de aquellos pueblos bárbaros a los que combatían, y cuyo ingrediente esencial era precisamente la sangre. Pero allí se trataba de la sangre de un toro recién sacrificado, que, situado en un plano superior, se derramaba masivamente sobre la cabeza y el cuerpo de aquel guerrero cuyo espíritu se trataba de fortalecer. El cual -para que el rito surtiera efecto- debía permanecer embadur­nado en aquella sangre, soportan­do des­pués su pegajosa suciedad y su olor putre­facto hasta que se secara y se des­pren­diera en su totali­dad.

Aun así, la diferencia entre aquellos viejos ritos paganos y los criminales excesos aquí reproducidos -aunque igualmente paganos-, perpetrados tantos siglos después por las fuerzas represivas guatemal­tecas contra su población maya particularmente en aque­llos aciagos años 1978-1983, resulta demasiado grande, haciendo imposible cualquier equipara­ción: en aquellas ceremonias no se derramaba sangre humana sino animal, y ésta ni siquiera era ingerida por quienes la recibían. Habría que remontarse a épocas y a pueblos aún más antiguos -o más recientes pero de mayor barbarie- para llegar a aquellas tribus salvajes cuyos guerreros bebían la sangre de sus enemigos y devora­ban sus vísceras, con la primitiva creencia de que, con ello, adquirían su fuerza y su valor.

Otra similitud mucho más próxima en lo cronológico, y sobre todo en lo geográfico -pues­tos a buscar reminis­cen­cias históricas-, habría que situarla en la antigua práctica ancestral de los sacrificios humanos, frecuente en tantas culturas y sistemática en los pueblos precolombinos de la región que hoy corresponde a México y América Central. Como es bien sabido, tanto por los relatos históricos como por los grabados y bajorre­lieves conservados, tal práctica incluía la extracción del corazón de la víctima, lo cual implicaba necesariamente, como mínimo, un masivo derramamiento de sangre. Teniendo en cuenta que tanto las víctimas como gran parte de los verdugos del drama contemporáneo aquí estudiado eran indios guatemaltecos directamente descendientes de aquellas etnias, alguien podría invocar este factor -una obsesiva fijación en el valor mítico de la sangre del enemigo- atribuyendo al fenómeno un carácter atávico relativamente here­di­tario y de oscuro -o cla­ro- origen ancestral. Pero una vez más, la diferencia salta a la vista: en los casos aquí referidos y regis­trados por la CEH, el REMHI y otros informes y testimonios no sólo hubo derrama­miento masivo de sangre sino esporá­dica ingestión de ella por los verdugos, lo que sigue marcando una diferencia fundamen­tal, incluso dentro de la excepciona­lidad.

Deliberadamente, hemos dejado para el final la explicación más evidente, la que más directa e ineludiblemente explica este tipo de conductas, que no es ni la herencia ancestral ni el puro intento de aterrorizar al enemigo, pues el enemigo fue ya sobradamen­te aterrorizado mediante la serie de atrocidades ya examinadas más atrás, sin necesidad de recurrir a estas repugnantes prácticas adicionales. El motivo más fuerte y más directo de estas actuaciones no fue otro que éste: el tipo de formación recibida y de entrenamien­to practicado, como más adelante podremos comprobar.

Pero antes de entrar en ese terreno, el conocimiento de la realidad objetiva nos obliga a mencionar otra de las negras facetas de aquella represión.  Nos referimos a otra práctica inhumana y también difícilmente explicable: la coprofagia forzada, es decir, el obligar a comer excrementos, unas veces a los enemigos prisioneros, y otras a los propios soldados, instructores, reclutas o patrulleros, como práctica para su “endurecimiento” mili­tar (dentro de los llamados “entrenamientos salvajes”), como vamos a ver.

Dentro del primero de estos casos genéricos (castigo a los enemigos o sospe­chosos de serlo), constata el informe de la CEH:

"Durante varias jornadas no se les permitía dormir, no se les daba nada de comer o de beber, y debían hacer sus necesidades fisiológicas en la ropa que llevaban puesta. En otras ocasiones, a las víctimas se les obligaba a comer sus propios excrementos o los excrementos de los soldados, y a tomar orines." (295)

Igualmente cabe citar el siguiente caso, registrado por los investigadores del REMHI y declarado por un testigo de Cobán, Alta Verapaz, que detalló así su experiencia al ser capturado por el Ejército:

“...nos llevaron al campo, pues, y nos empeza­ron a castigar. Nos dieron ‘culiche’ (saltar repetidamente con las piernas flexionadas), a tierra, salto tiburón, nos colgaron en un palo, y el que se caiga se levanta a puro garrotazo. Y nos dieron ‘popó’ (excre­men­tos huma­nos), dos guacales (recipientes del tamaño de un tazón) a cada uno, y el que no quiere tomar, a puro garrotazo tiene que tomar.” (...) “Y cuando yo agarré el guacal de popó, ya lo tomé rápi­do, porque si no me pegan.” (Caso 542 del REMHI, Río Negro, Cobán, Alta Verapaz, 1982). (296)

Otros  diversos testimonios recogidos por la CEH ilustran esta repugnante realidad:

“La comida era así: un tamalito en la mañana y chocolate con orines; en la tarde nos llevaban una palanganita con popó y nos obligaban a comerlo (...)" (Caso 11185 de la CEH, Ixcán, Quiché, julio, 1982). (297)

"Los soldados se burlaban de que los detenidos tenían que comer sus propios excrementos y orines." (Caso 11247 de la CEH, Ixcán, Quiché, 1980). (298)

"Cuando les ofrecían comida, primero los soldados defecaban y luego eso era lo que les ofrecían. Cuando pedían agua les daban orines." (Caso 917 de la CEH; Nebaj, Quiché, febrero, 1983). (299) 

"Nuestros compañeros recibieron duros tratos, porque fueron encerrados (...) en unos hoyos o agujeros sin comida ni bebida (...). Los agujeros eran como de siete metros aproximadamente; ahí los mantenían a agua y sol todo el día. De comida les daban sus excrementos y de bebida sus orines." (Caso 9477 de la CEH, Cahabón, Alta Verapaz, 1982). (300)

Este tipo de acciones son resumidas así por el informe de la CEH, englobadas dentro de una variada gama de humillaciones incluidas por la Comisión en la categoría de "tormento psicoló­gico":

"Otra modalidad de tormento psicológico fue la humillación. Se obligaba a las víctimas a decir cosas vejatorias o cantar canciones insultantes sobre sus seres queridos. El torturador se reía o se burlaba de la víctima, orinaba sobre ella, la obligaba a comer excrementos." (301)

Los casos de ingestión forzada de orina, propia o ajena, fueron igualmente numerosos en el contexto de otras formas de tortura, castigo o humillación. He aquí algunos ejemplos:

“Un día reunieron a todos los patrulleros en la sede. X (nombre del victimario) señaló a Manuel diciendo que él no cumplía con la patrulla, lo aprehendió y pidió a los otros patrulleros que se lo llevaran. Lo amarraron fuertemente y lo condujeron al destaca­mento militar de Zacualpa a entregárselo a los soldados. También llevaban tres personas más.” “Los soldados los introduje­ron en un cuarto, por 30 días les tuvieron sin comer, los obligaban a tomar su propia orina y les daban únicamente cáscaras de banano. Todas las noches los colgaban, los interrogaban y les pegaban hasta dejarlos exhaustos, para que delataran a sus demás compañeros (...).” (Caso 16134 de la CEH, Trapichitos, Zacualpa, Zacapa, 1981). (302)

Otro testigo, que al producirse los hechos era un niño de ocho años, refirió a la Comisión lo ocurrido quince años antes en su aldea de Alta Verapaz:

“Un día de junio de 1983 llegaron a Seguamó unos miembros de la PAC. Como siempre, y sin ningún motivo, comenzaron a golpear a la gente. Yo tenía aproximada­mente ocho años. Los patrulleros maltrataban también a los niños. Ellos nos hacían beber orina preparada con chile." (Caso 9426 de la CEH, Seguamó, Cahabón, Alta Verapaz, 1983). (303)

He aquí otro testimonio de la represión en la zona norte del Quiché:

“Cuando se va la víctima (Juan Osorio) al Ixcán trabaja directamente con el padre Luis Gurriarán y con la monja Patricia, promoviendo el trabajo de Acción Católica. Se asien­ta en la comunidad de Santa María Tzaja. (...) Todos son muy felices en ese lugar, trabajan y hacen pastoral en las comunidades. En el mes de diciembre de 1981, llega la primera gran incursión del Ejército y quema las casas de Santa María, pero sus habitantes están avisados, saben cómo vigilar la llegada del Ejército, y por ello logran huir a la montaña. Al mes de estar huyendo, captura el Ejército a Juan. El había ido con varios hombres a traer maíz y lo capturan como miembro de la guerrilla. Lo llevan a la zona militar de Cantabal, en Playa Grande. Le privan de alimentos, le torturan, le obligan a tomar la orina de los soldados, recibe constantes golpes con las bayonetas y culatazos, le introducen agujas dentro de las uñas y luego le cortan los dedos de la mano izquierda. (...) Durante tres meses sufre las torturas. Constantemente le preguntan que dónde se escon­den los guerrilleros, él les dice que no sabe, pues él sólo es miembro de la comunidad. (...) Lo amenazan los comandantes y le dicen que, si se sigue metien­do en babosadas, entonces sí lo van a matar. Junto a él hay también, en la cárcel de Playa Grande 30 personas más, que procedían de diferentes lugares. Unos están muy graves, pero todos están vivos (...), entre ellas hay como 12 mujeres.”   “Llaman a la familia de Juan y le hacen firmar varios papeles, le dicen que se esté encerrado en su casa. La familia tiene que cargarlo, pues no puede sostenerse en pie (...). El ya no participa desde entonces en nada de la Iglesia, ni en nada de nada. Le entra mucho miedo, y ya no vuelve a salir de su comunidad.” (Caso 16389 de la CEH, Santa María Tzaja y Playa Grande, Ixcán Quiché, (1981-82).  (304)

Ni siquiera aquéllos que, a las órdenes del Ejército, prestaban servicio en las Patrullas de Autodefensa Civil se veían libres de sospechas, acusaciones y torturas. El siguiente testimonio corresponde a un patrullero de Huehuetenango:

“Quien declara narra que a fines de 1983, alrededor del 26 de diciembre, en la Aldea La Cumbre, Ixtahuacán,  los soldados lo sacaron de su casa. Esto ocurrió a pesar de que ya estaba prestando servicio con las PAC. Esa noche llegaron soldados enmascarados y sacaron aproxima­damente a 35 personas de la aldea, y las llevaron a la zona militar. (...) Los acusaron de ser guerri­lleros. (...). Los metieron en un calabozo en el día; allí los metieron a todos, era un espacio pequeño y estaban bien apretados allí dentro; no podían levantar los brazos porque no había espacio. La próxima noche, 27 de diciembre, los sacaron del calabozo (...). Empezaron a golpearles con patadas, torturas con electricidad, etc. (...) Quien declara no sabe si era de día o de noche, estaban en comple­ta oscuridad.” (...) Estaban con sed y hambre; no les dieron ni comida ni agua. Se tomaban sus orines. Después de unos días sin agua, los soldados metieron una manguera en el calabozo; cada quien tomó unas gotas de agua y sacaron  la manguera.” (305)

He aquí otro testimonio prestado ante la Comisión de Esclarecimiento:

"Ahí hacían torturas y quemaban viva a la gente. Hubo gente que estuvo encerrada 43 días y sólo arroz le daban de comer, salieron desmayados. Ahí violaban a las mujeres y obligaban a los hombres a violar a sus compañeras, y si no lo hacían los mataban; y cuando tenían sed les hacían tomar sus orines." (Caso clave nº 5 de la CEH). (306)

Dentro de este terrible contexto -violaciones, torturas, personas quemadas vivas-, el dato adicional de obligar a beber orina –o incluso a ingerir otros productos más repugnan­tes- llega a pare­cer, comparativamente, un detalle de mínima significación.

 

2.3. CAUSA ESENCIAL DE ESTOS EXCESOS: UN MODELO DEGRADANTE DE FORMACIÓN MILITAR

Los penosos, y en gran medida incomprensibles, casos referidos en el apartado precedente –an­tropofagia, coprofagia y similares- empiezan a resultar menos incompren­sibles, aun­que igual­men­te intolerables, cuando se examinan la formación y las prácticas “educa­tivas” cuyos datos y testimonios vamos a referir a continuación.

En octubre de 1987, el periodista guatemalteco José Eduardo Zarco, de conocida familia conservadora y propieta­ria de uno de los principales periódicos del país, fue autori­zado a visitar la llamada “Escue­la de Adiestramiento y Operaciones Especiales Kaibil”, (situada entonces –desde su fundación en 1975- en La Pólvora, Melchor de Mencos, Petén, y posteriormente trasla­dada a su actual ubicación en Poptún, en el mismo departamento de Petén), también conocida como “el Infierno Kaibil”. De dicha visita surgió una serie de ocho artículos publicados en el periódico “La Prensa Libre”, el sexto de los cuales detalla el llamado “destaza­miento de la mascota” en los términos expresados a continuación.

Cada alumno del “curso Kaibil” recibe al llegar, a modo de mascota, un pequeño cachorro de perro que a lo largo del curso debe alimentar y cuidar. Llegada ya la parte final del curso tiene lugar la ceremonia aquí referida. He aquí su descripción literal:

“ ‘A ver, usted, tráigame ese perro’, le dijo (el oficial instructor) al individuo que tenía el chu­chito. ‘¡Kaibil!’, respondió el soldado, y contra la volun­tad del animal lo llevó frente a su profe­sor. ‘Cuélguelo allí, en el tronco, y proceda a matarlo’, le ordenó. El otro agarró al perro por las patas de atrás, mientras su cuás (su compa­ñero) le apretaba el hocico para que no lo mordiera. El canino se orinaba del miedo y los gemidos que daba eran feos (...) Una vez amarrado de las patas y de la trompa, el kaibil reci­bió, una vez más, la orden (...), y éste, con su machete, le cortó el cuello. La sangre cayó en una olla donde habían recogido la de los otros animales muertos anteriormente, y el perro dejó de ser mascota y pa­só a ser comida.” (307)

Continúa así la descripción de la ceremonia kaibil:

“Destazaron al chucho (...), y después el instructor les ordenó que pusieran el cuerpo junto con el de los demás animales que habían sido ‘procesados’. Luego se les ordenó hacer una fila, y uno a uno fueron reci­biendo una porción del contenido de aquella olla, que consistía en una mezcla de sangre con hígados y vísceras comestibles, todas ellas crudas (los kaibiles no lo sabían, pero sin que se dieran cuenta se había agregado limón y cebolla al recipiente para que el sabor fuera similar al de un ceviche). (...) Las caras que hacían cuando les introducían en la boca su ‘pedazo’ eran tan impresionantes como la escena de la muerte del canino, pero, según me explicó mi edecán, el comando debe perder el asco a la sangre, pues en la vida real siempre existe la posibilidad de encontrarse ante situaciones donde la sangre abunda, y en esos casos lo peor es perder el control. ‘Puede signifi­car la vida’, me indicó.” (El paréntesis pertenece al texto original). (308)  

Queda demasiado claro, a la luz de los testimonios aquí referidos, que ese “perder el asco a la sangre” se convirtió, para algunos militares guatemaltecos (oficiales y soldados) no sólo en la pérdida de ese hipotético asco sino en una morbosa predilección por ese fluido vital,  que no sólo hacían derramar en gran cantidad sino que, en ocasiones, también lo saboreaban gustosamente, como ya vimos en testimonios anteriores.

Hay que señalar también el dato de que, en años anteriores pero no muy lejanos (la Escuela Kaibil inició su funcionamiento doce años antes del citado reportaje periodístico), esta misma ceremonia kaibil del ‘destazamiento de la mascota’ se efectuaba de otra forma más brutal: el perro no era degollado con machete, sino muerto a mordiscos en el cuello por el kaibil, quien con sus propios dientes tenía que cortarle la yugular y succionar su sangre, según consta en material fotográfico de la época. (Precisamente una de tales fotografías, con el kaibil mordiendo el cuello del animal, ilustra el primero de los capítulos del reportaje periodístico aquí citado). (309)

Recordemos, por otra parte, que esta forma de matar al animal la efectuaba el mismo kaibil que lo había recibido, siendo un cachorro, al iniciar el curso y lo había cuidado y alimentado a lo largo de él. Si este trato y cuidado había producido un cierto sentimiento, quizá inevitable, de relativo cariño hacia el pequeño animal, este factor afectivo –grande o pequeño- tenía que ser brutalmente atropellado cuando la misma persona que lo cuidó tenía que morderle la yugular para desangrarlo, cumpliendo así el doble objetivo propuesto: el conseguir ‘perder el asco a la sangre’, y sobre todo, el primero y principal:  el pretendido  ‘endurecimiento militar’ del kaibil. 

No resulta, pues, demasiado extraño que este tipo de prácticas ‘formativas’ (en cursos, como el kaibil, muy valorados dentro del Ejército de Guatemala), así como otras prácticas docentes igualmente ‘educativas’ que veremos a continuación, hayan degene­rado en una mentali­dad militar capaz de producir casos de extrema degradación.

En efecto, ya hemos visto en páginas anteriores la forma en que fueron tratados los prisioneros, añadiendo a las torturas y a la muerte las más repugnantes formas de humi­llación. Pero estas humillantes prácticas no se limitaban, como en los casos ya vistos, al castigo de los prisioneros: también los soldados en su instrucción (y no sólo en unidades especiales sino normales) eran obligados en sus prácticas de entre­namiento a ingerir heces humanas, según sus propios testimonios prestados ante la CEH:

“Seguimos sacando el ‘curso de tigres’, así le llaman, que es de tres meses, y al final nos hicieron una práctica, autorizada por el comandante (...) Consistía en estar preparado para hacer una serie de maniobras y, por último, de noche, había que acarrear unos ‘tambos’ (bidones) en los que hasta había ‘popó’ (excrementos) de ellos mismos, y había que echarlo en unos botes, y de allí nos (lo) metían, y de último nos lo hicieron comer. Todo fue en el campo de fútbol. Algunos vomitaban, pero más les daban para que se lo tragaran; eso fue en el curso de tigres.” (Testigo clave 73 de la CEH, destacamento de El Peñón, Ixcán, Quiché, 1983). (310)   

Dentro del periodo de instrucción se incluían pruebas como las siguientes, relatadas por un sargento segundo que, todavía como soldado, tuvo que soportarlas durante su fase de formación:

“...lloré amargamente en la última fase del entrenamiento, que se llama ‘olores, sabores y sonidos’. Debes decir el olor que sientes, el sabor que sientes y el sonido que oyes (...). Después te tapan los ojos y te dejan sólo con la nariz, y tienes que decir qué producto es. Después te tapan la nariz y nos hacen probar un montón de babosadas. La mierda es cuando me he sentido más humillado, heces humanas, uno con un palo te lo pone en la lengua, grasa, aceite quemado, tierra o lo que ellos encuentren. Después te traen en un bote una mezcla de heces y meten tu mano, y es obligatorio, y hay garrote para pegar al que no lo haga. Cuando uno siente el sabor y el olor, comienza a vomitar. Yo me tiré y me revolqué, y dije que eso es una mierda, no sentía el dolor. Ya había pasado el entrenamiento físico, los golpes en el estómago, el dolor, yo ya llevaba una buena forma física, y en esa fase, en la última, es cuando yo me sentí malísimo, humillado, lloré amargamente, es lo peor que he pasado en mi vida. Después nos llevaron a comer, esa noche no hubo comida, daba asco comer, después ni comer queríamos.” (Testigo clave 68 de la CEH, Playa Grande, Ixcán, Quiché, 1983). (311)

Estos entrenamientos, incluyendo estas prácticas coprofágicas forzadas, afectaban a todos los soldados, incluso a los más jovénes y recién incorporados con 17 años, y a los reclutados por la fuerza, llevados por sorpresa allí donde el ejército “les agarraba”, según su expresión más usual, incluso algunos a la edad de 16. He aquí el relato personal de otro testigo que padeció en sus carnes este tipo de formación:

“El entre­namiento duraba tres meses. (...) Había gente de 16-17 años. Había como tres de 16 y unos 35 de 17. Uno de 16 era de Jalapa, otro de Mazatenango, que no aguantaba por su capacidad física. (...) Yo mismo tenía 17 años.  En la compañía fueron muchos forzados, los de Jalapa, Retalhuleu y Quiché. De Retalhuleu había como cinco de tercero de básico que estaban estudiando, y les ‘aga­rra­ron’. Se lamentaban de no poder seguir estudiando. (...) Los ‘agarraron’ en las calles de día, a otros en el campo de fútbol (...).” (Testigo clave 69 de la CEH,  Playa Grande, Ixcán, Quiché, 1984). (312) 

Continúa la declaración del mismo testigo, explicando que todos ellos, con indepen­den­cia de sus edades y formas de reclutamiento, eran sometidos al mismo tipo de instrucción, incluidas sus más extremas formas de endurecimiento, que incluían prácticas como las siguientes:

“En los centros de entrenamiento de reclutas sí se dan estas cosas (los llamados “entrenamientos salvajes”). A mí me hicieron comer carne de perro cruda, y su sangre beberla. En el entrenamiento lo llaman ‘supervivencia’. Mandaron a cuatro soldados a la calle a buscar un perro, tenía la enfermedad del ‘chino’, era muy delgado y feo. Un oficial lo mató y comenzó a dar un trozo a cada uno. El oficial no comió. Todos lo comi­mos a puro tubo. Otro paso del entrenamiento era la prueba de los sonidos y olores. Le daban a uno a oler gasolina, hule quemado... con los ojos vendados, y al final le daban estiércol humano.” (Playa Grande, Ixcán, Quiché, 1984, testigo clave 69 de la CEH). (313)

“A principios de septiembre cambiaron al subtenien­te del destacamento y enviaron a uno nuevo. Este organizó los primeros grupos de entrenamiento de reservas: obligó a 35 jóvenes mayores de 14 años a presentarse todos los sábados y domingos para ser sometidos a un ‘entrenamiento físico’ que les permitiera ‘colaborar’ con el Ejército en la lucha antiguerrillera, y para que los hombres, solteros y no solteros, supieran lo que sufre un soldado.” (314)  

Ese aprendizaje de “lo que sufre un soldado” llevaba consigo prácticas tan intolera­bles como las expresadas a continuación.

“Durante el entrenamiento los jóvenes eran obligados por los soldados a tirarse al lodo, los golpeaban, los metían en los hormigueros y los acusaban permanentemente de guerrilleros. El 12 de octubre, el subteniente les comunicó a los reservistas que iban a celebrar el ‘día de la raza’ y los envió a capturar a dos perros. Luego les obligó a degollar a los perros y a chuparles la sangre; después les obligaron a pelar a los perros, les cortaron la lengua y todos tuvieron que comer un pedazo de ella. Luego les sacaron los ojos a los perros y cuatro jóvenes tuvieron que masticarlos y tragárselos. Finalmente los soldados prepararon ‘un ceviche’ con la carne de perro, la hicieron picadillo, le pusieron limón, sal y chile y les dieron a todos para que comieran. Cuando alguien no soportaba comerlo y vomitaba, era obligado a comerse después sus propios vómitos. Durante todos estos actos, los soldados los amenazaban con armas, y los golpeaban con palos y pata­das.” (Declaraciones testimoniales para el ‘Informe de Contexto sobre Petén’, de la CEH, El Mango, Santa Ana, Petén, 1981). (315)

Si bien este acto recién descrito sólo se produjo en estos términos el citado 12 de octubre de 1981, los militares del destacamento de El Mango “siempre amenazaban a los reservistas con que les iban a enseñar a comer culebras, zopes y hasta carne humana.” (testigos P1, P4, P6, P7 y P9 del citado ‘Informe de Contexto’). Como parte de su ‘entrenamiento’, los jóvenes también eran usados y maltratados como bestias de carga, como se manifiesta en el siguiente testimonio:

“En otras ocasiones, el subteniente obligaba a los jóvenes reservistas a colocar sus brazos en forma de andas para que lo cargaran (transpor­tándolo) por más de dos horas por las calles de la aldea; detrás iban los soldados, golpeando con palos a los reservistas. Mientras los jóvenes lo cargaban, el oficial los insultaba, golpeaba y amenazaba de muer­te. (...)  Estas prácticas de entrena­miento duraron hasta el mes de diciembre, cuando se le­van­tó el destacamento de El Mango.” (Declaracio­nes testimoniales para el ya citado ‘In­for­me de Contexto sobre El Petén’, de la CEH, El Mango, Santa Ana, Petén, 1981). (316)  

Pero no sólo estos adolescentes en edad premilitar, ni sólo los reclutas recién incorporados, como ya vimos, sino también los soldados ya veteranos, incluso habiendo alcanzado el ascenso a cabo y optando a la categoría de subinstructores, se veían obligados a soportar estas prácticas siniestras. He aquí el testimonio de un cabo de infantería que iba a ser nombrado subinstructor de la CAR (Com­pañía de Reemplazo):

“Los oficiales y los otros galonistas subinstructores más antiguos los ‘bautizaron’ a él y a otros dos, revolcándolos primero en un charco de lodo hasta que les entró lodo en los oídos y la nariz, y se estaban ahogando. Después los ahogaban en una pileta, de modo que ‘le hacían a uno dar gritos de desesperación, después era horrible y ya se sen­tía uno que se estaba muriendo’. Y por fin, tomaron una bolsa de mierda y con cepillo les untaban la boca, diciéndoles: ‘Ahorita vienen ustedes al CAR. Ahorita no son soldados cua­­les­quie­ra, pende­jos. Ahorita son subins­tructores. De ahorita en adelante les vamos a hacer esto para que sean pura mierda con los soldados, para que sean yucas (duros)’.” (317) 

Pues bien; estos subinstructores, así formados y ‘endurecidos’, eran los encargados  a su vez de formar y endurecer a los soldados recién reclutados que hacían el ya citado “curso de tigres”, de tres meses de duración, y que se desarrollaba en Playa Grande, Ixcán (Quiché) en aquellos años culminantes de la represión militar. Curso en el que fue­ron forma­dos muchos de sus protagonistas de más bajo nivel: el de la tropa encargada de su ejecución.  Tropa que también requería una especial preparación psicológica y moral que la capacitara para cometer las tremendas atrocidades que implicaba la ejecución material de aquellas masacres y de aquellas terribles formas de represión.

No cabe, por tanto, sorprenderse de muchos de los excesos degenerativos exami­nados en las páginas precedentes cuando se ha recibido una formación tan degradada y degradante como la reflejada en los repetidos testimonios que acabamos de transcribir.

 

2.4. PRIMERAS CONCLUSIONES CUALITATIVAS Y CUANTITATIVAS SOBRE ESTOS COMPORTAMIENTOS ABERRANTES

Sin perjuicio del análisis pormenorizado que más adelante efectuaremos sobre estos compor­ta­mientos milita­res precisamente a la luz de nuestro modelo I-M, ya desde ahora, sin entrar aún en nuestro modelo analítico, cabe extraer las siguien­tes conclusiones sobre este tipo de conductas aberrantes:

  1. No puede decirse que la antropofagia y sus derivados formasen parte de los mecanis­mos sistemáticos de la represión desarrollada por el Ejército de Guatemala duran­te los años del conflicto. Sí puede afirmarse, en cambio, que este fenómeno se dio como “subproducto” de una determinada forma­ción, y como consecuen­cia directa de una educa­ción militar concebida para la máxima violencia y la más extrema crueldad.

  2. En el aspecto cuantitativo, estos comportamientos aberrantes –antropofagia en sus diversas variantes y derivaciones- pueden considerarse estadísticamente poco signifi­cativos, muy bajos en porcentajes relativos, pero no tan escasos en términos absolutos, pues ahí está la variada casuística que acabamos de ver.  Pero más que su cuantía numérica importa su extrema gravedad moral, no ya desde una perspectiva cristiana –que también condena rotundamente estas crueldades- sino desde una simple ética universal. Sólo una grave degradación moral puede conducir a un Ejército a este tipo de extralimita­ciones, con independencia de sus creencias religiosas o de su total falta de ellas, y de que se trate de un conflicto interno o internacional.

  3. La antropofagia, en las formas aquí registradas, reviste un carácter predominan­temente simbó­lico: se muerde, o se mastica, o se traga, un fragmento del cuerpo de la víctima –o se bebe una porción de su sangre- como afirmación suprema de la absoluta superioridad del victimario sobre ella, afirmando, al mismo tiempo, la radical inferioridad de la víctima, reduciéndola al nivel de un animal cuya carne puede ser extraída, cortada y comida, y su sangre derramada y bebida. En otras ocasiones se acentúa esa superioridad y ese desprecio, obligando a la víctima a comer su propios miembros recién amputados.

  4. Es obligado señalar, en los comportamientos aquí registrados, un fuerte ingre­dien­te racis­ta, ya que este tipo de acciones no se dieron en el marco de la represión urbana, sino que prácticamente siempre fueron perpetrados en el ámbito rural y contra la población indí­gena, cuya vida y cuya integridad física fueron despreciadas por el Ejército en un grado difícilmente compren­sible, con formas de la más gratuita y abyecta cruel­dad.

  5. Resulta evidente que la formación impartida, tanto en la escuela de Kaibiles como en los ya mencionados cursos de entrenamiento de los reclutas, y de capacitación de los instructores y subinstruc­tores respon­sables de la formación del soldado, incluyeron ciertos tipos de prácticas que, con el pretexto de lograr su “endurecimiento”, degeneraron en un alto grado de deshuma­ni­zación y de grave perversión de la moral militar, aniqui­lando, hasta niveles catastróficos, ese principio básico de humanidad que debe regir la conducta de los militares incluso dentro de los terribles escenarios de cualquier guerra.

  6. Esta deshumanización se tradujo no sólo en esta serie de casos registrados de antropofagia y coprofagia (no habituales, aunque sí muy graves) sino también, y esto es lo fundamental, en miles de casos -no ya frecuentes sino absolutamente habituales y siste­máticos- de atroces violaciones de derechos humanos, incluyendo las más abominables for­mas de muerte, mutilacio­nes y torturas, fenómeno de gravedad incompara­ble­­mente supe­rior por su enorme extensión e inmensa cruel­dad. Factor categórico y central, del cual los ca­sos re­gis­trados de antropofagia y coprofagia no fueron más que manifestaciones epi­sódi­­cas, dentro de un fenómeno de degradación moral de enorme amplitud y profun­didad.

  7. Para hundirse en esa degradación ni siquiera resultó necesario que todos los centros de enseñanza del Ejército de Guatemala impar­tiesen estos tipos de instrucción, y es seguro que en aquellos años existían en él otros centros académicos ajenos a estos métodos. Pero el simple hecho de que existan unidades y centros de entrenamiento de estas características mandados por jefes y oficiales, y de que tales centros y métodos sean deliberadamente tolerados y mantenidos por las autoridades responsables de la formación militar, es un factor que, combinado con los más agresivos conceptos de la llamada “Doc­tri­na de Seguridad Nacional”, que más adelante examinaremos a fon­do, produce un cóctel tan venenoso que basta de por sí para tarar moralmente a un Ejército, creando dentro de él a numerosos núcleos de criminales embrutecidos, de la más alta peligrosidad. Y no cabe invocar como argumento “el necesario endurecimiento militar”. El valor y la dureza en el campo de batalla –requi­sitos sin duda necesarios- pueden y deben lograrse con otro tipo de formación y de entrena­miento, duro pero humanamente digno, sin necesidad de recurrir a un embrute­cimiento sistemático e inhumano como el impuesto por estos repugnantes métodos de formación.

 

2.5. PRINCIPALES CONCLUSIONES DE LA COMISION DE ESCLARECIMIENTO HISTÓRICO (CEH) DE LA ONU SOBRE LA REPRESIÓN MILITAR EN GUATEMALA

El quinto tomo de los doce que integran el informe "Guatemala: Memoria del Silencio", de la CEH, resume las conclusiones de las 3.800 páginas de que consta dicho documento en su totalidad.

Entre tales conclusiones aquí sólo señalaremos aquéllas cuyo conocimiento resulta más ineludible, empezando por los mínimos datos numéricos imprescindibles para captar la magnitud y las proporciones correlativas imputables a ambas partes en la tragedia que afligió al pueblo de Guatemala durante los 35 años transcurridos entre el estallido de 1962 y la paz de diciembre de 1996.

Respecto al número total de víctimas mortales (muchas de ellas desapare­cidas por el hecho de que muchos miles de cadáveres fueron clandestinamente enterra­dos en fosas improvisadas, dispersas por muy amplias zonas del país), el citado informe de la ONU, combinando sus propios datos e investigaciones con los aportados por otros organismos,  concluye lo si­guiente sobre los 35 años del conflicto:

"La CEH estima que el saldo de muertos y desaparecidos del enfrentamiento fratricida llegó a más de 200.000 personas." (318)

En cuanto a la proporción de violaciones de derechos humanos imputables a ambas partes enfrentadas, la CEH constata los siguientes porcentajes:

Fuerzas del Estado........ 93%

Guerrilla........................ 3%

Imputación dudosa......... 4% (319)

En ese 93% imputable a las fuerzas estatales se incluye al Ejército, Fuerzas de Segu­ridad, PAC (Patrullas de Autodefensa Civil), comisionados mili­ta­res y grupos paramilitares afines.

En cuanto a la participación específicamente militar, el informe de la CEH registra que el Ejército participó directamente en el 85% de las violaciones de derechos humanos y hechos de vio­len­cia registrados (sólo o acompañado de algunas de las otras fuerzas esta­ta­les ya señala­das). (320)

En cuanto a las violaciones de derechos humanos cometidas por la guerrilla, el mismo informe manifiesta:

"Los hechos de violencia atribuibles a la guerrilla representan el 3% de las violaciones registradas por la CEH. Esto contrasta con el 93% cometidas por agentes del Estado, en particular el Ejército. (...) Sin embargo, a juicio de la CEH, esta disparidad no atenúa la gravedad de los atentados injustificables cometidos por la guerrilla contra los derechos humanos." (321)

Respecto a las raíces históricas del enfrentamiento armado interno, la CEH dice lo siguiente:

“La Comisión para el Esclarecimiento Histórico concluye que la estructura y la naturaleza de las relaciones económicas, culturales y sociales en Guatemala han sido profundamente excluyentes, antagónicas y conflictivas (...). Des­de la independencia, pro­cla­ma­da en 1821, acontecimiento impulsado por las elites del país, se configuró un Estado autoritario y excluyente de las mayorías, racista en sus preceptos y en su práctica, que sirvió para proteger los intereses de los restringidos sectores privilegiados. Las evidencias, a lo largo de la historia guatemalteca, y con toda cru­de­za durante el enfrentamiento arma­do, radican en que la violencia fue dirigida funda­men­talmente desde el Estado, en contra de los excluidos, los pobres, y, sobre todo, la población maya, así como en contra de los que luchaban a favor de la justicia y de una mayor igualdad social.” (322)

“Después del derrocamiento del Gobierno del coronel Jacobo Arbenz en 1954, tuvo lugar un acelerado proceso de cierre de espacios políticos, inspirado en un anticomunismo fundamentalista, que anatematizó un movimiento social amplio y diverso, consolidando, me­dian­te las leyes, el carácter restrictivo y excluyente del juego político.” (323)

En cuanto a la injusta estructura económica como uno de los factores fundamen­tales del conflicto, dice la Comisión:

“El carácter antidemocrático de la tradición política guatemalteca tiene sus raíces en una estructura económica caracterizada por la concentración en pocas manos de los bienes productivos, sentando con ello las bases de un régimen de exclusiones múltiples, a las que se sumaron los elementos de una cultura racista, que es a su vez la expresión más profunda de un sistema de relaciones sociales violentas y deshumanizadoras. El Es­ta­do se fue articulando paulatinamente como un instrumento para salvaguardar esa estructura, garantizando la persistencia de la exclusión y la injusticia.” (324)

Como muestra, durante los veinte años de mayor crecimiento económico en Gua­te­ma­la (1960-80), el gasto social del Estado fue el menor de Centroamérica y la carga tributaria fue a su vez la más baja.” (325)

En otras palabras: una estructura económica absolutamente ventajosa para la mi­no­ría privilegiada, y, al mismo tiempo, absolutamente desastrosa y agresiva para con los sectores más débiles y más necesitados de inversión social. 

Respecto al mortífero concepto de 'enemigo interno', dice el mismo informe de la Comisión de la ONU:

"Durante el periodo del enfrentamiento armado, la noción de 'enemigo interno', in­trín­se­ca a la Doctrina de Seguridad Nacional, se volvió cada vez más amplia para el Estado. Esta doctrina se convirtió, a la vez, en razón de ser del Ejército y en política de Estado durante varias décadas. Median­te su investigación, la CEH recogió uno de los efectos más devastadores de esta política: las fuerzas del Estado y grupos paramilitares afines fueron responsables del 93% de las violaciones documentadas por la CEH, incluyendo el 92% de las ejecuciones arbitrarias y el 91% de las desapariciones forzadas. Las víctimas comprenden a hombres, mujeres y niños de todos los estratos del país: obreros, profesionales, religiosos, políticos, campesinos, estudiantes y académicos; la gran mayoría, en términos étnicos, pertenecientes al pueblo maya." (326)

En cuanto al planteamiento de la represión militar en Guatemala, la Comisión de la ONU establece que la magnitud de la respuesta represiva del Estado fue "absolutamente desproporcio­na­da en relación con la fuerza militar de la insurgencia" (327)

En este sentido, el informe pone énfasis en un hecho bien conocido: la escasez de efectivos y de potencia militar que siempre caracterizó a la guerrilla guatemalteca (a dife­ren­cia de la salvado­reña) en relación con el Ejército al que combatía:

"(...) en ningún momento del enfrentamiento armado inter­no los grupos guerrilleros tuvieron el potencial bélico necesario para constituir una amena­za inminente para el Estado. Sus contados combatientes no pudieron competir en el plano militar con el Ejército de Guatemala, que dispuso de más efectivos, muy superior armamento, así como mejor entrenamiento y coordinación. También se ha constatado que, durante el enfrenta­miento armado, el Estado y el Ejército conocían el grado de organización, el número de efectivos, el tipo de armamento y los planes de acción de los grupos insurgentes." (328)

En cuanto a la valoración efectuada por el Ejército sobre la magnitud de la amenaza guerri­llera, esta amenaza siempre fue sobredimensionada, engañosamente presentada con objeto de dar, por la vía propagandística, una imagen magnificada sobre la supuesta cuantía y peligrosi­dad del omnipresente 'enemigo interior'. En este sentido precisa el informe:

"La CEH concluye que el Estado magnificó deliberadamente la amenaza militar de la insurgencia, práctica que fue acreditada en su concepto de enemigo interno. Incluir en un solo concepto a los opositores, demócratas o no; pacifistas o guerrilleros; legales o ilegales; comunistas y no comunistas, sirvió para justificar graves y numerosos crímenes. Frente a una amplia oposición de carácter político, socioeconómico y cultural, el Ejército re­cu­rrió a operaciones militares dirigidas a aniquilarla físicamente o amedrentarla por com­ple­to, a través de un plan represivo ejecutado princi­palmente por el Ejército y los demás cuerpos de seguridad nacional. Sobre esta base, la CEH explica por qué la vasta mayoría de las víctimas de las acciones del Estado no fueron combatientes de los grupos guerri­lleros, sino civiles." (329)

En cuanto al comportamiento de la Iglesia Católica, y señalando el agudo contraste entre la alta jerarquía eclesiástica que en los años 50 apoyaba con entusiasmo la actuación golpista que derrocó al presidente Arbenz, y las posteriores posiciones, tan dis­tin­tas, de la misma Iglesia a partir de sus decisivos acontecimientos históricos de los años 60, señala el informe de la CEH:

"La Iglesia Católica transitó, en muy corto tiempo en la historia reciente de Guate­mala, de una postura conservadora hacia posiciones y prácticas que, fundamentadas en el Concilio Vaticano Segundo (1962-65) y la Conferencia Episcopal de Medellín (1968), prio­ri­za­ban el trabajo con los excluidos, los pobres y los marginados, promoviendo la construc­ción de una sociedad más justa y equitativa. Estos cambios doctrinales y pastorales cho­ca­ron con la estrategia contrainsurgente que consideró a los católicos como aliados de la guerrilla y, por tanto, parte del enemigo interno, sujeto de persecución, muerte y expul­sión. Por su parte, la guerrilla vio en la práctica de la llamada teolo­gía de la liberación un punto de encuentro para extender su base social, buscando ganar la simpatía de sus adeptos. Un gran número de catequistas, delegados de la Palabra, sacerdotes, religiosas y misione­ros fueron víctimas de la violencia y dieron su vida como testimonio de la crueldad del enfrentamiento armado." (330)

Hemos de confesar, sin perjuicio de nuestra alta valoración del informe de la CEH (en la que por otra parte, como ya hemos dicho, tuvimos el honor de participar) que esta última frase nos resulta particularmente equívoca y desafortunada. Dentro de un párrafo tan acertado y objetiva­mente exacto como el que acabamos de reproducir sobre el papel de la Iglesia en el conflicto que nos ocupa, resulta chocante terminarlo diciendo que ese gran número de catequistas, sacerdotes, religiosas, etcétera, "dieron su vida como testimonio de la crueldad del enfrentamiento armado." Nadie entrega su vida sólo para dar testimonio de la crueldad de un conflicto. Nadie se compromete hasta el extremo de poner en gravísimo peligro su vida y su integridad física sólo para dejar claro lo muy cruel que es un determi­nado enfrentamiento. Hubiera sido mucho más correcto, más exacto y más fiel­men­te des­crip­tivo de aquella realidad, y, sobre todo, mucho más justo para con tales vícti­mas católicas, decir que dieron su vida como testimonio de su compromiso vital -y mortal- en apoyo de los más pobres y desheredados. Es decir: en defensa de aquéllos que más necesitan ser defendidos y cuyos derechos, por añadidura, resultan siempre más difí­ciles de defender, y por cuya defensa más alto precio hay que pagar. Máxime en socieda­des tan agudamente injustas y frente a unas fuerzas oligárquicas tan mortíferas como las de aquella Guatemala en la que este conflicto se desarrolló.

Uno de los aspectos más comprometidos de la tarea investigadora de la CEH fue precisa­mente la de evaluar y decidir si aquella represión alcanzó o no el carácter de genocidio. Para ello se delimitaron cuatro regiones geográficas de Guatemala (331), po­bla­das por cinco diferentes grupos étnicos mayas (Maya-Qanjobal, Maya-Chuj, Maya-Ixil, Maya-Quiché y Maya-Achi). El estudio efectuado sobre la actuación militar contra estos cinco grupos étnicos en las cuatro zonas estudiadas permitió a la Comisión llegar a la siguiente conclusión: 

"En consecuencia, la CEH concluye que agentes del Estado de Guatemala, en el marco de las operaciones contrainsurgentes realizadas entre los años 1981 y 1983, ejecutaron actos de genocidio en contra de grupos del pueblo maya que residía en las cuatro regiones analizadas." (332)

Este pronunciamiento de la Comisión de la ONU se fundamenta en:

"...la evidencia de que todos esos actos fueron perpetrados 'con la intención de destruir total o parcialmente' a grupos identificados por su etnia común, en cuanto tales, con independencia de cuál haya sido la causa, motivo u objetivo final de los actos." (La frase en cursiva corresponde a la definición del crimen de “genocidio” según el Artículo II, primer párrafo, de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, de 1948, ratificado por el Estado de Guatemala en 1949). (333)

"La CEH tiene información de que hechos análogos ocurrieron y se reiteraron en otras regiones habitadas por el pueblo maya" (334)

Quedó, por tanto, constatado el hecho de que las acciones represivas perpetradas por el Ejército contra las distintas comunidades mayas bajos los mandatos de los genera­les Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt, como mínimo entre los años 1981 y 1983, alcanzaron la categoría de genocidio, bajo la definición de la correspondiente Convención Internacional de 1948, que el Estado de Guatemala, en su calidad de Estado Parte de dicha Convención, estaba obligado a cumplir.

  

2.6. PRECARIO INTENTO DE RESPUESTA DOCUMENTAL POR PARTE DEL EJÉRCITO DE GUATEMALA:  FALLIDA PRETENSIÓN DE JUSTIFICAR LA IMPLACABLE REPRESIÓN MILITAR

El 19 de junio de 1998, una comisión de siete generales retirados del Ejército guatemalteco, pertene­cientes a la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (AVE­MIL­GUA), y encabeza­dos por su presidente, el general José Luis Quilo Ayuso (ex jefe del Estado Mayor de la Defensa), visitaron la sede de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU para hacer entrega de un documento de diez tomos, bajo el título “Guatemala, testimonio de una agresión(335).  Allí manifestaron ante la Comisión que aquellos tomos constituían la respuesta de su asociación al informe REMHI (ya publicado por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado) y a las acusaciones, de múltiples procedencias, que el Ejército venía recibiendo en materia de derechos humanos.

Pero era obvio que el verdadero significado de aquellos tomos constituía una forma de respuesta institucional del propio Ejército, y no sólo de aquella Asociación (en la portada podía leerse “Por el honor y la dignidad del Ejército de Guatemala”), y que su principal propósito no consistía precisa­mente en responder al REMHI, informe incontes­table que prácticamente no dejaba margen alguno de respuesta (salvo la respuesta que realmente se produjo: el asesinato de su director, el obispo monseñor Juan Gerardi). Resultó evidente que lo que realmente perseguía el volu­mi­­noso documento mili­tar, al ser entregado en aquel momento y en aquel lugar, era -mu­cho más que contestar al citado informe eclesiástico- proporcionar una respuesta antici­pada al informe de la CEH de Naciones Unidas, que todavía se hallaba en fase de elabora­ción, y en cuyo contenido se trataba de influir lo más posible antes de su publicación (que no llegaría hasta febrero del año siguiente, 1999). 

Por otra parte, aquellos diez volúmenes pretendían constituir una forma de respues­ta a las peticiones cursadas por la Comisión al Ejército, al que -en cumplimiento de los Acuerdos de Paz- se había solicitado información sobre sus actuaciones durante el conflicto, igual que se cursaron peticiones similares a la guerrilla con idéntica finalidad. En este sentido, la información aportada por dichos diez tomos, pese a su aparente volumen, resultó ser sumamente decepcionante -según subrayaría un mes más tarde el presi­den­te de la CEH, Christian Tomuschat-, por su valor práctica­mente nulo a los efectos infor­mativos que se perseguían: 

"Son decepcionantes los informes que el Gobierno y el Ejército han proporcionado a la Comisión de Esclarecimiento Histórico: a la fecha no estamos satisfechos con este tipo de cooperación, a pesar de que está incluida en el acuerdo de Oslo y en el artículo 10 de la ley de reconciliación."

"Los compromisos son claros, en el sentido de que todas las autoridades deben responder a las solicitudes de información que emita la CEH, pero a la fecha este tipo de cooperación por parte de las autoridades del Estado, Gobierno y Ejército, son decepcio­nantes." (336)

Refiriéndose concretamente a los diez tomos que nos ocupan, agregó el presidente de la CEH que dicho documento:

"...se limita a destacar las acciones realizadas por la URNG y por otros actores, pero no menciona, no habla para nada de las operaciones del Ejército: el Ejército no dice qué hizo durante esos años, y atribuye atrocidades a la URNG y otros grupos insurgen­tes." (337)

En efecto, lo primero que llama la atención al observar el contenido de aquellos tomos –que tuvimos oportunidad de estudiar desde su entrega a la CEH, a cuyo equipo de expertos internacionales pertenecíamos- es su enorme vacuidad. Para empezar, su carác­ter "voluminoso" era puramente ficticio. El contenido de los diez tomos era el siguiente: una primera parte común a los diez tomos, pues aparecía repetida en todos ellos, y constaba de 117 páginas con numeración romana. Dichas páginas constituían un repaso a la historia, con un contenido de lo más heterogéneo: historia remota (remontándose a 1.500 años a.C.), etapa colonial y poscolonial, etcétera, hasta la época actual, todo ello seguido de otro extravagante repaso  a la historia del pensamiento político, el liberalismo, el asociacio­nismo, el cooperativismo, etcétera, con una mezcla de elementos estratégicos, jurídicos, filosóficos, religiosos y sociales, desarro­llada en los siguientes apartados, reproducidos de su índice de materias:

“Época Precolombina. Época colonial y moderna. Papel del Ejército. Etapas de la evolución estratégico-militar del Ejército de Guatemala. Conclusiones generales. Ideario de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala. Génesis y desarrollo de la violencia en Guatemala. El individua­lismo o liberalismo. Estado de Derecho Liberal. Régimen Liberal. El fin del Estado. La estructura del poder. El orden social y económico. El Neoliberalismo. la Escuela Clásica Liberal. Asociacionismo. Coo­pe­rativismo. Solidarismo. Colectivismo o Comunismo.  Elemen­tos Jurídico-Políticos. Doctrinas sociales derivadas del Cristianismo. El Sindicalismo cristia­no. La violencia marxista y sus variantes. Las guerras de independencia, de liberación y revolucionarias. Catecismo del revolucio­nario. Agresión al Estado guatemal­teco. La defensa del Estado de Guatemala. (A continua­ción se incluyen varios anexos, mapas y cuadros estadísticos). (338)

Tras esas 117 páginas recién mencionadas, repetidas al inicio de cada uno de los diez tomos, a continuación cada uno de tales tomos incluía una colección de recortes de prensa, cuya fechas iban desde 1960 (primer tomo) hasta 1996 (décimo y último tomo).  Estos recortes de prensa, en fotocopias prácticamente ilegibles, pero siempre acompañadas de un texto explicativo,  reco­gen las acciones atribuidas a los grupos insurgentes a lo largo de los años abarcados por dicha colección, tal como aparecieron publicados en los corres­pon­­dientes medios de prensa guatemaltecos.

El contenido de dicha colección de noticias de prensa, distribuidas a lo largo de los diez tomos, aparece resumido en el más importante de los anexos finales: el numerado con la cifra CXVII (117 y último). Se trata de un cuadro numérico, que reúne las cifras correspondientes a las actuaciones de los grupos insurgentes, registradas en los 37 años citados desde enero de 1960 hasta la paz firmada en diciembre de 1996. La cifra principal, que resume todo el cuadro, es ésta: 7.897 víctimas mortales causadas por tales grupos a lo largo de su existencia. (339) 

Lo primero que hay que decir sobre este dato, por una mínima exigencia de rigor y objetividad, es que se trata de una cifra falseada y superior a la real. Recuérdese la sistemá­tica actuación de la PMA (Policía Militar Ambulante), consistente –entre otros tipos de misión- en la eliminación de numerosas personas sospechosas de pertenecer o colaborar con algún grupo de la guerrilla, atribuyen­do a continuación falsamen­te (mediante el uso de ropas civiles, pelucas, carteles colocados sobre las víctimas o pintados en las paredes) la autoría de tales crímenes al grupo insurgente de mayor presencia en cada región, como ya vimos páginas atrás. A continuación se comunicaba a la prensa que tal o cual grupo guerrillero había asesinado a tales y cuales personas en tal o cual lugar. La prensa civil, absolutamente sometida en aquellos años al poder militar, recogía y difundía tales noticias sin rechistar, y aquellos crímenes así cometidos por la PMA –y sin duda también por otros servicios guberna­mentales o grupos afines- pasaban automática­mente, pero también falsamente, a incre­mentar la estadística de víctimas mortales causadas por la guerrilla.

Obsérvese, por tanto, que esta cifra de 7.897 víctimas supuestamente causadas en 36 años por los distintos grupos insurgentes debería ser, en primer lugar, ajustada y adecuadamente corregida, es decir, disminui­da por el número de casos de atribución falsa, de los que pudimos ver una serie de ejemplos páginas atrás, pero cuya verdadera cuantía no se conocerá jamás. Cuantía que no podemos considerar despreciable, pues los datos testimoniales aquí recogidos se referían, como vimos, a una parte de los producidos en un corto período de tiempo, y por una única y pequeña unidad de la PMA.

Más aun; incluso sin llegar a introducir ninguna corrección por tal concepto, y aceptando esa cifra –que todos, en términos objetivos, sabemos engañosamente incrementada- de víctimas mortales atri­buidas por el Ejército a la guerrilla, tal cifra se sitúa pese a todo entre un 3% y un 4% respecto a la cifra establecida por la investigación de la ONU -superior a 200.000, como ya vimos- del total de las víctimas mortales del conflicto interno que nos ocupa. Con ello, esa cifra de víctimas mortales, computadas por el Ejército en el documento aquí comentado, lo que hace, en definitiva, es venir a confirmar, de manera notablemente aproximada, la cifra constatada por el informe de la CEH -aquel 3%- correspondiente a las viola­cio­nes de derechos huma­nos y hechos violentos cometidos por la guerrilla en relación a la cifra total de los perpetrados en todo el conflicto, frente al 93% imputado al Ejército y fuerzas afines, quedando todavía –co­mo ya vimos- un 4% restante de dudosa imputación.

 Pues bien: después de tan prolija explicación histórica (las 117 páginas repetidas en cada uno de los diez tomos) y de tan abultada colección de recortes de prensa, y, sobre todo, después de la solemne y ya citada proclamación de la portada (alusiva a "el honor y la dignidad del Ejército de Guatemala"), el lector de tales volúmenes, y más aun el estudioso que en el futuro pretenda averiguar y entender lo que ocurrió en Guatemala en la segunda mitad del siglo XX, y muy especialmente entre 1978 y 1983, quedará sin poder explicarse qué género de valores compatibles con el honor y la digni­dad pueden defenderse arrancando uñas, cortando dedos y manos, despellejando pies, sacando ojos, cortando lenguas, empalando y queman­do vivas a tantas personas, abriendo el vientre de las mujeres embarazadas, destrozando cabezas de bebés contra suelos y paredes, violando a miles de mujeres, e infligiendo a tantas personas -en su mayoría civiles no combatientes- las formas de muerte más atroces y humi­llantes que la vileza humana pueda concebir. Nada de esto queda explicado ni mencionado –si­no omitido y cuidadosa­mente ocultado- en los diez tomos citados, así como en la prolija parte histórica y en la exhaustiva recopilación de prensa. Con ello, tanto el informe REMHI como el de la CEH conti­núan –y previsiblemente continuarán- sin recibir jamás una válida contes­tación.

Cosa lógica, pues nadie puede contestar a lo incontestable, y ambos informes lo son. Nadie en el mundo puede creerse, de buena fe, que algo mínimamente digno pueda ser defendido por procedimientos tan indignos, tan abyectos, tan absolutamente incompatibles con el honor, tan repugnantes para cualquier moral, sea religiosa o laica, o puramente militar.  Esas atrocidades son propias de quienes realmente defienden otro tipo de valores, posiciones e intereses: valores racistas, de superioridad y desprecio sobre una determinada raza a cuyos miembros se masacra; valores ultraderechistas, clasistas y antidemocráticos, incompatibles con los más mínimos grados de desarrollo democrático o de reivindicación social. Esas actuaciones militares son muy propias, en cambio, de un Ejército manejado a su servicio por una potente oligarquía, que se ve amenazada por una guerrilla y por aquellos sectores sociales que la pueden supuestamente apoyar y nutrir. En otras palabras, defensa a ultranza de privilegios oligárqui­cos, al creerse que sólo así se pueden mantener. En la defensa de este tipo de valores y de intereses sí que encajan, con absoluta precisión, los medios represivos sistemática­mente empleados en el conflicto interno que tan terrible sufrimiento trajo al  infortunado país centro­americano en aquellos años aciagos.

El reducir lo ocurrido en Guatemala a una "agresión del comunismo internacional" equivale a ignorar demasiadas cosas inmensamente ciertas: la terrible injusticia y desigual­dad de la sociedad guatemalteca; la forma en que fueron impedidas históricamente todas las reformas razonables; la ignominiosa explota­ción del campesinado por la antigua transnacional UFCO (United Fruit Company) en interesada y pingüe complicidad con la oligarquía local; la ilegítima interrupción golpista del decenio de gobiernos progresistas de Arévalo y Arbenz; la manera en que, tras derrocar a éste, fueron anulados los notables avances sociales implantados por su gobierno; el cierre de los espacios políticos que hizo imposible la participación del centro y la izquierda, incluso de la izquierda más moderada y del centro más democrático, garantizando sólo la libre actuación de las fuerzas de la derecha y, en mucha mayor medida, de la ultraderecha más oligárquica y desalmada; la forma en que fueron asesinados importantes dirigentes demo­crá­ticos como Manuel Colom Argueta, Alberto Fuentes Mohr y el centrista Jorge Carpio Nicolle, el asesinato de personalidades en los ámbitos civil y eclesiático como la antropóloga Myrna Mack y el obispo monseñor Juan Gerardi, así como el exterminio, por la represión militar, de tantos miles de personas no comunistas, sólo por proponer legítimas reformas de progreso social.

Cuando los investigadores e historiadores del futuro, deseosos de comprender el drama de Guatemala en la segunda mitad del siglo XX, se enfrenten sin prejuicio alguno al estudio de estas tres piezas documentales (el informe REMHI del Arzobispado de Guate­ma­la, el informe de la CEH de Naciones Unidas, y, frente a estas dos piezas monumenta­les, el raquítico alegato documental de la institución militar ya citada), no les cabrá duda alguna de lo que realmente ocurrió y quiénes contrajeron las máximas responsabi­lidades en la orgía de crímenes y atrocidades que asoló el país durante décadas, y muy especial­mente en el ne­gro período de 1978 a 1983.

 


Ficha Técnica del Libro  -  Índice  - Autor: Prudencio García


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